miércoles, 31 de agosto de 2011

La leyenda del Santo Bebedor -Joseph Roth-.



EL IMPLACABLE DESTINO DE JOSEPH ROTH

Es el personaje, el vagabundo, una pieza más de este París de puentes, farolas y escalinatas que descienden al Sena. Es el vagabundo una parte más de la ciudad, que vive y respira pendiente de sus caprichos: “Un atardecer de la primavera de 1934, un caballero de edad madura descendía por las escalinatas de piedra que, desde uno de los puentes sobre el Sena, conducen a la orilla. Como sabrá casi todo el mundo (…) allí suelen dormir, a mejor dicho, acampar los clochards de París”. Los mendigos forman parte del panorama urbano de la ciudad, por lo que no es extraño, cruel, pero habitual, que mueran en ella, como una parte de ella.
Andreas Kartak tiene una misión encomendada por un desconocido: entregar una ofrenda de doscientos francos a Santa Teresa de Lisieux: “Resulta que me he convertido al cristianismo después de haber leído la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux –le explica el desconocido con el que se acaba de encontrar Kartak-. Y ahora venero muy en especial la estatuilla de la santa que se guarda en la capilla de Sainte Marie de Batignolles, que usted podrá localizar con facilidad”. El contrato está establecido, Kartak no debe más que entregar el dinero, pero la ciudad de París, con multitud de trampas, se encargará de que jamás entregue ese dinero a la santa, que no cumpla con el encargo, que muera sin redimirse, adeudándole siempre ese dinero a quién hizo la promesa y, por extensión, a la santa: la ciudad demuestra así su crueldad, un lugar en el que no tiene cabida la salvación de los perdidos, por mucho que lo intenten; algo parecido a lo que le sucede a Franz Biberkopf, incapaz de redimirse, en este caso de la delincuencia, en un Berlín igual de celoso.
La ciudad de París, además, con este trasfondo religioso, se ha convertido en la novela de Roth en una especie de ciudad-reliquia, de lugar de peregrinación, porque Kartak, en varias ocasiones, realizará expediciones hasta la iglesia en una semejanza a los peregrinos de Santiago, pero viendo frustrado su empeño una y otra vez. En este sentido, también tiene algo de purificadora, como Benarés, y el Sena hace las veces de un Ganges liberador y regenerador: “Entonces buscó un punto bastante solitario de la orilla del Sena, para lavarse por lo menos la cara y el cuello (…) y se sintió completamente limpio y como transformado”.
La ciudad que presenta Roth es una ciudad bulliciosa y alegre arriba, pero siniestra y cruel abajo, bajo los puentes y las farolas. Es en esta dicotomía de arriba y abajo en la que se moverá el protagonista. Arriba: “Entretanto ya había oscurecido por entero, mientras arriba, entre los puentes y muelles habían sido encendidas las farolas plateadas para anunciar la alegre noche e París”. Desde abajo se puede atravesar al espacio de arriba, repleto y proteico: “Ascendió por una de las escalinatas que desde las orillas del Sena conducen a los muelles. Allí (…) había un restaurante. Y allí entró, comió y bebió en abundancia, y gastó mucho dinero, y además se llevó todavía una botella entera para la noche, que, como de costumbre, pensaba pasar bajo el puente”. Arriba: uno es persona y actúa como tal: come, bebe, vive. Abajo se retoma la condición de miserable, de proscrito, se duerme al raso, tapado por un periódico. En medio, esa conexión entre los dos mundos de la ciudad sobre la que cabalgará Kartak en toda la novela, con funestas consecuencias.
La conexión del París de abajo con el París de arriba se encuentra en un espacio público, la rue des Quatre Vents, donde hay un restaurante ruso-armenio, el Tari-Bari, del que es asiduo Andreas, cuando tiene unos francos que suele gastar en bebidas baratas. Aquí empieza la ciudad a jugar su papel protagonista en la historia, no permitiendo que el clochard llegue a entregar el dinero. Reflejado en los cristales del bar, Kartak decide que debe darse un afeitado. De vuelta al Tari-Bari, con un aspecto aseado, obtendrá un trabajo que le llevará durante unos días a mantenerse en la ciudad de arriba, en efecto, pero que le hará incumplir la promesa ante la Santa. La ascensión a la parte de arriba de París de Kartak se cristaliza en que ahora puede dormir en un hotel.
El hotel, junto con el café, es el espacio urbano por antonomasia en la novelística de Roth, porque su vida se desarrolló a caballo de ambos lugares, donde tenía su oficina y su vivienda: En Berlín, en los cafés Luste, Romanishces, Mampe, Central, Schneider, Topp… y vivía en los hoteles Habsburg y Am Zoo. En Viena, en el café Herrenhof, en el Museum, en el Klomser y en el Imperial, y en los hoteles Bristol y Hoppner. En Salzburgo, en el hotel Stein y en el café Basur. En Marsella, en el hotel Beaurau, en Ámsterdam, en el hotel Eden y en el café Scheltema, en Ostende, en el hotel Couronne, en Zurich, en el hotel Schwaren. En París, en los cafés Odeon, Fouquet, Select, Weber y Tournon, en el hotel Foyot, en el Florida y en el hotel de la Poste… Es difícil encontrar una novela suya en la que no aparezca uno de estos espacios, incluso el hotel es el protagonista absoluto de su primera novela, Hotel Savoy.
La iglesia, con cierto componente siniestro, es otro de los espacios protagonistas del libro. Un bistró cercano a Sainte Marie de Batignolles, con su oferta de absenta, intervendrá tentando a Kartak, una vez más. Y allí, la tentación será doble, porque se encontrará con Caroline, la mujer por la que ha ido a la cárcel y por cuya culpa es ahora un vagabundo. El café, pues, es doblemente peligroso: alcohol y sexo, que se acaban, después, en un hotel. Se traza una línea del pecado que une esos dos lugares y difuminan la vida de arriba acercándola peligrosamente, de nuevo, a la existencia de abajo.
Mientras Kartak vive en la superficie de París tiene ocasión de disfrutar de algunos retazos de la vida cotidiana de la ciudad: “Consciente de que en aquel momento estaba en posesión de tanto dinero como el que pudieran tener los hombres acomodados (…), se dirigió a los grandes bulevares. Entre la Opera y Boulevard des Capucines fue buscando una película que le pudiera gustar”. En ese sentido, otro espacio urbano, el cine, cobrará su importancia como un sitio que ofrece París a los que se encuentran arriba. Sin embargo, este lugar decepciona a Kartak, porque el cine es un sitio expresamente concebido para quienes llevan una vida en la superficie, difícilmente permeable para quienes viven una realidad sumergida. La experiencia de Andreas en el cine es tan frustrante y parecida a la de Bloch en El miedo del portero al penalty, novela de Peter Handke que transcurre en una Vena tan inhumana como lo es este París de Roth.
Finalmente, la aparición de un amigo, Woitech, arrastrará a su final a Andreas y le imposibilitará que cumpla con su promesa. La ciudad ha ido jalonando de obstáculos los buenos sus deseos de redención, es como si por muchos esfuerzos que haya realizado para mantenerse a flote, París se haya esforzado en sumergirlo una y otra vez, de forma inclemente. En un último acto de crueldad, cuando ya está perdidamente borracho en el bar de enfrente de la iglesia, la ciudad decide una última burla sobre Andreas. Le envía al bar una muchacha muy joven, que él, en su delirio alcohólico de coñac y absenta, confunde con la propia Teresita de Lisieux porque la muchacha, incluso, se llama Teresa. Trastornado, cuando se disponía a tomar más absenta, “se derrumbó como un saco, espantando a toda la clientela del bistró”. Es realmente curioso que Roth tuvo el mismo final en su vida: se desplomó, ahíto y exhausto, entre las mesas del café Tournon.
Dado que no había médico cercano, ni hospital ni farmacia, en un guiño paradójico, el agonizante cuerpo de Kartak es llevado a la sacristía de la iglesia a la que tanto porfió por llegar, y en la que ahora ingresa involuntariamente, para fallecer ante los ojos de la muchacha Teresa, que le ha seguido desde el bar, creyendo, el desdichado, que se encuentra ante la figura de la Santa, que ha cobrado vida. “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”, acaba la novela Roth, con este epitafio a su personaje, que ha vuelto, definitivamente, a la parte de abajo de París.

La obra maestra de Roth junto a Job y El Leviatán; un texto arrabalero, manchado del barro y las tormentas de París, amargo y con cercos de vasos de licor sobre las tristes mesitas de mármol de los cafés de una ciudad que terminó matando a Kartak y a su doble en la realidad, a Roth: demasiado castigo para un Joseph Roth que amó esa ciudad, que charló, bebió, y se emborrachó en sus cafés, durmió en sus hoteles, y que, ahora, reposa en el cementerio de Thiais, bajo el epitafio escritor austriaco muerto en París.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Mazurca para dos muertos -Camilo José Cela-.





POLIFONÍA

Si he llegado a una conclusión tras mi curso en El Escorial, Lecturas de Delibes, es que ser lector de Delibes es poco menos que un apostolado y, a veces, tiene un punto de fanatismo literario. Merecen una reflexión un par de aspectos del curso que van unidos: por un lado la cata o corte del perfil del público asistente y, por otro, la polarización amor-Delibes/odio-Cela.
Entre el público asistente, un gran número de profesores de secundaria, enamorados hasta el tuétano de Miguel Delibes, curiosamente muchos de ellos profesores de secundaria en colegios de provincias, cercanos a la cincuentena y, muchas personas, digamos, algo maduras… Como si la literatura de Miguel Delibes calara con mayor profundidad en el prototipo de lector: maestro de escuela veterano, nada urbanita, que se ha visto y se ve reflejado en la prosa típica de El camino o Las ratas, por ejemplo. Gente sin complicaciones literarias, que gusta de la calidez y la cercanía de un texto (además de que casi todos, en uno u otro momento, declararon haber visto pasear a Delibes por el Campo Grande). Y este es un punto clave para hilvanarlo con la inquina que se respiraba en contra de Camilo José Cela (y siempre hablo desde la perspectiva del público, que no de los ponentes ni de los directores del curso, aunque algún ponente sí que lanzó su puyita contra el de Padrón). Porque resulta que la prosa de Cela no es nada cálida, es más bien fría, para qué vamos a engañarnos, desagradable, y esa aspereza se asimila a su carácter altanero y soberbio tras obtener el Nobel, premio que los fundamentalistas delibescos, y yo mismo también, creemos que estaba en la pluma del vallisoletano, pero, ¡ojo!, no sólo en la suya.
Si ponemos en paralelo ambas trayectorias literarias nos encontramos con algunos datos interesantes. Vaya por delante que he sido tan fanático de Cela como de Delibes, que he leído casi por completo la producción literaria de ambos y que yo también retiré discretamente mi apoyo y seguimiento a Cela tras su mal ganar aquel Nobel porque, después de los primeros momentos de alegría, muy pronto me di cuenta que le hacia un flaco favor, empezó a destruir al autor, devorado por sí mismo, por el histrión que se fabricó. Y por supuesto, lo poco que escribió después fue deleznable.
Por partes: ambos autores presentan una colección de obras maestras incuestionable. El Pascual Duarte, La colmena, la Mazurca para dos muertos (sobre la que volveré brevemente más adelante), Cristo versus Arizona, El viaje a la Alcarria, El primer viaje andaluz y Del Miño al Bidasoa, en el caso de Cela; Las ratas, Las guerras de nuestros antepasados, Madera de héroe, El camino, Diario de un emigrante y Diario de un cazador. Ambos autores pasarán al canon con, al menos, una obra. En el caso de Cela será la Mazurca y aunque en Delibes eso sea más discutible y no resulte tan claro, aunque para mí su legado se encuentre en Madera de héroe, puede que lo haga con El camino, por ejemplo, o con el Diario de un cazador –aunque la gran obra de la trilogía de los Diarios de Lorenzo sea el Diario de un emigrante-.
Obviamente, ambos escritores poseen fiascos completos como por otra parte es lógico en producciones que abarcan tantísimos años, décadas. Así como la primera novela de Cela, el Pascual, ya es una obra maestra, no está tan tocado por los hados Delibes, y patina con sus dos primeros intentos: La sombra del ciprés es alargada (terrible) y Aún es de día (simplemente fallida). En eso, Cela no le va a la zaga, porque se marca un pastiche pedante y de un barroquismo insoportable (en una coctelera mezcla lo peor del Tiempo perdido de Proust y lo más pernicioso de La montaña mágica de Mann) en sus dos siguientes obras: Pabellón de reposo y en Mrs. Caldwell habla con su hijo y, visto el resultado, creo que Mrs. Caldwell mejor podría haberse callado o, al menos, hablar más bajito. Luego, hay volúmenes verdaderamente deleznables en ambos autores: ese ejercicio delirante y por encargo que es La catira en Cela (sin olvidar el Oficio de Tinieblas 5 y el San Camilo) o en Delibes el Diario de un jubilado (con Sazatornil hemos topado). Y los finales de sus trayectorias literarias: el ridículo de Cela con su autoplagio en Madera de boj y con la verdadera acusación de plagio, lo que es infinitamente peor, en La cruz de San Andrés. Y en Delibes, quienes ya hayan leído mi blog lo saben, y si no pueden consultar más abajo, ese desastre completo que es El hereje.
Por último, en este paralelismo, cabe señalar a ambos como enormes cuentistas, hacedores de relatos magníficos, maestros del género, pero también pesadísimos en sus tics: uno con su cruzada por el vocabulario soez, el tremendismo localista y el histrionismo; el otro, denso y recurrente hasta la náusea con la caza y la pesca. Luces y sombras en ambos que no justifican, en absoluto, un odio o un amor acérrimo por ninguno de ellos, o al menos me dificultan mucho entender la polaridad amor-odio en contra de Cela y a favor de Delibes que pude, no ya palpar, sino incluso saborear en cada comida posterior a las ponencias. Como si el lector de Delibes, por aquello de cierto estigma de perdedor y de resultar menos mediático, fuera un degustador de otro tipo de literatura, y que Cela fuera, fundamentalmente, para borricos, independientemente de que esta legión de profesores de secundaria delibesianos tenga que enseñar, supongo que a regañadientes, algún libro del gallego en el programa de la ESO, como me consta.
Por eso, voy a dedicar unas líneas a una obra maestra absoluta de Cela, a quien, con el amargor de su indigesto y tóxico show de los últimos años, había perdido cariño y no defendí como debería en algún momento: Mazurca para dos muertos. Esta novela tiene un primer germen en la escasamente brillante San Camilo 1936, que sería una especie de búsqueda o ensayo general de la voz reiterativa que encuentra Cela en la Mazurca y que prolonga con maestría en otro de sus grandes trabajos: el Cristo versus Arizona. Esa originalidad, y ese registro pleno y colorista, de una verborrea léxica deslumbrante en la Mazurca, agoniza ya lamentablemente en Madera de boj. Ese es el recorrido que hace su voz, desde un primer inicio titubeante y flojo en San Camilo hasta su fin en Madera de boj, pero que deja una innovación estilística, un estilo propio e inigualable en la Mazurca y el Cristo.
Si decían los entendidos en literatura y música, o en musicología, y lo siguen diciendo, que en algunas obras de Carpentier –El siglo de las luces, Concierto barroco y La consagración de la Primavera- se pueden escuchar cuartetos de cuerda de fondo, o que en las sombras de Thomas Bernhard se esconde una construcción paralela o similar a la fuga y emplea técnicas sinfónicas de repetición al estilo del leitmotiv, se puede asegurar que, en la Mazurca, el ritmo de las frases, sus cadencias, desde el principio, parecen ajustarse a ese tipo de pieza musical, obviamente: una dimensión que lleva un poco más allá, todavía, la novela de Cela, inmersa toda ella en una polifonía de matices y cromatismo que más se asemeja a una composición musical que a una literaria. Es una de las aportaciones más notorias de Cela, que lo ubican, o ubicarán, en la historia literaria como un autor monumental.

Novela con aires de mazurca chopiniana, con un ritmo peculiar de saudade que ya aparece desde las primeras líneas. Una novela que entra por el oído, como si fuera fabricada de retales de una tradición oral riquísima y toda una aventura para el lector será sumergirse en sus aguas densas y mareantes de borrasca u orballo, independientemente de las mamarrachadas del autor, de que fuera mejor o peor persona (¿debe anularse la obra meritoria de un autor por ser mala persona?; aún no he dado con esa respuesta).


martes, 23 de agosto de 2011

El río del olvido -Julio Llamazares-.




LIRISMO COSTUMBRISTA

Podría decirse que El río del olvido es un libro de viajes en su concepción más clásica. En él, su autor realiza un viaje a pie por lugares de la geografía leonesa, siguiendo el curso del río Curueño, en lo que también es un viaje en el tiempo: a medida que camina hacia delante, físicamente, deshace la existencia psicológicamente, acercándose a los lugares en los que ha vivido la infancia.
De esta manera, el libro tiene mucho del Años y leguas de Gabriel Miró, incluso en el intento de realizar una prosa con descripciones líricas y descripciones en mayor o en menor medida poéticas. Sin embargo, lejos de ser un Gabriel y Galán o el ya mencionado Miró, Llamazares entronca directamente con el Camilo José Cela viajero. El libro se encuentra muy cerca, no del celebérrimo Viaje a la Alcarria, sino de otros dos: Primer viaje andaluz y Del Miño al Bidasoa. Curiosamente, el Río del Olvido guarda cierta similitud con este último, obra maestra en la literatura de viajes de Cela, en donde también se siguen los cursos de un río. Ciertos giros, el estilo de la prosa, los vericuetos de la memoria…
Llamazares describe con detenimiento y mimo, hasta el detalle, los pueblos y los lugares por donde transita. Es una literatura pedestre, con todo lo bueno de la palabra, con gusto por el adoquinado, por el polvo del camino. En ese sentido es un libro de viajes enormemente útil para el lector que podría muy bien adentrarse en el mismo tipo de viaje porque en él se da noticia de los lugares ideales en los que parar, se informa de las fondas, pensiones, bares donde poder recuperar fuerzas, se atiende hasta a la última sombra del recodo.
Salvo la ciudad de León en lontananza, desperezada de madrugada al inicio del libro, es un relato de pueblos, de aldeas, de lugares pequeños, algo recónditos a veces, un auténtico viaje de descubrimiento y recuerdo a las interioridades del viajero y a las entrañas de ese paisaje que permanece en la memoria. Existe algo desolador en todo ello, cierta amargura de irrecuperable tránsito, una conciencia del tiempo extraviado y una nostalgia de la infancia. Pero, por otro lado, fiel a la literatura de viajes, se puede trazar una línea sobre el mapa para seguir con pulcritud el itinerario. Tal vez se eche de menos eso, mapas de orientación, al menos en la edición de bolsillo que he manejado. Unos pocos mapas y algunas fotos complementarían muy bien el texto.
Llamazares desayuna, come, cena en las tascas, se pringa con el polvo de los caminos, se asusta de los perros, es importunado por las gallinas, recoge testimonios pintorescos de los lugareños, historias a veces casi increíbles, y construye un collage de viaje conformado por varios prismas: el paisaje real, el imaginario que lleva en su cabeza y los testimonios de los habitantes de los pueblos. Con todo ello, junto a una prosa cuidada y en ocasiones lírica, escribe este Río del olvido que, una vez leído, estará más presente que nunca, más recordado y fresco en la memoria.

Texto con un carácter epigónico de Cela, que dejó el listón muy elevado en cuanto a libros de viajes se refiere. Nosé, quizás sea incapaz de juzgar mejor a quien perpetró semejante espanto como El cielo de Madrid, por muy bueno que sea, o que sean, el resto de sus libros.

lunes, 22 de agosto de 2011

La vuelta al mundo en 81 días -Manuel Leguineche-.



EMPACHO DE EGO

En clave de reportaje periodístico (no en vano Leguineche fue un periodista de amplio recorrido), el autor intenta darnos noticia de cómo pretende dar la vuelta al mundo al estilo de Verne, no ya en 80 días, sino en menor tiempo; disparate propio de alguien suficientemente pagado de sí mismo e intoxicado de ego hasta el punto de sentirse capacitado para vencer a los usos horarios, cuando no con su ingenio, con la ayuda de sus notorios e influyentes, importantes y famosillos amigotes. Para ello, en el colmo del delirio, se sitúa en el mismo lugar en que el personaje de la novela inicia la aventura, en Londres y, desde allí, inicia el recorrido.

Leguineche, con su visión periodística, va dando una información sesgada y partidista, con interpretaciones, a veces, demasiado peregrinas de acontecimientos y situaciones políticas internacionales, de las que él se considera un finísimo analista, pasando por lo que a su juicio un buen viajero debería llevar en el botiquín y llegando hasta las formas en cómo afrontar los problemas aduaneros y burocráticos; aunque me temo que, nosotros, no seremos viajeros con tanta suerte, que no podremos hacer llamadas a amigos en cargos importantes de embajadas o a ex ministros, para que nos echen una mano.

Aunque sometido a otros problemas más excitantes y aventureros, la verdad es que Phileas Fogg jamás habría podido ganar su apuesta en nuestros días. La conclusión a la que llega Leguineche es clara: el mundo actual es un mundo con numerosas fronteras, algunas de ellas, las que se aproximan a países integristas y musulmanes, recelosos en exceso, imposibles de atravesar. Cuando Verne creó su ficción, dar la vuelta al globo era una tarea que se podía llevar a cabo casi sin pasaporte. Así que, ante la evidente facilidad actual que existe a la hora de tomar un medio de transporte, hay que oponer la dificultad de hacerse con un sello de entrada, un visado, para determinados lugares. El mundo sin fronteras del siglo XX y XXI es más que nunca el siglo de las fronteras.

Leguineche se enzarza en una lucha contra la administración, a la que dedica una buena parte de sus páginas, con un relato no siempre bien aclarado y resuelto, y que al final termina cansando, cuando no aburriendo: sinceramente, no me resulta atractivo descubrir lo importante que era Leguineche y los conocidos en las alturas, en las esferas diplomáticas y en el mundo de la comunicación, que al parecer contaba por manojos. Esa lucha administrativa parece ser que es la que le hace perder la apuesta, aunque alcanzada esa parte del libro, al lector ya todo le da igual, salvo unas pequeñas náuseas que ha empezado a sentir mientras leía estos interesantes pasajes. Estas partes dedicadas a los trajines burocráticos apenas disimulan, burdamente, muy burdamente, un auto bombo que resulta más que molesto.

Además, Leguineche, en sus descripciones del viaje a bordo de un carguero o durante su travesía en bus a lo largo de Estados Unidos, acusa cierto maniqueísmo, y sufre el mal endémico del retrato estereotipado, trufado del lugar común, muy a lo periodístico. Esto, es particularmente notorio en sus descripciones de los países islámicos y de los Estados Unidos, lo que lleva a preguntarse qué parte del libro no ha sido escrita en un despacho en lugar de sobre el terreno. En ningún caso, Leguineche puede sacudirse el cliché de la crónica periodística.

Al igual que Twain y Lodge, también decide utilizar un humor paródico, a veces hasta esperpéntico, pero otras veces escoge una especie de visión solidaria artificial que acaba en el tremendismo. En este ir y venir, en esa vorágine del viaje porque sí, las reflexiones románticas sobre el viajero y su destino parecen fuera de sitio, salpicadas con batallitas del autor que aprovecha cualquier instante para demostrarnos su ubicuidad como espectador en directo de la reciente historia del siglo XX. Leguineche no es un viajero, es un negociante que pretende engañarnos. No es el suyo un libro de viajes, es un compendio de anécdotas logradas gracias a un caprichito (emular a Fogg), y redactado a mayor gloria suya.

La conclusión que se saca tras leer el libro es que, hoy en día, Phileas Fogg haría negocio en una agencia de viajes de Low Cost y se dejaría de absurdos desafíos. Y que Leguineche debió decidirse entre viajar o escribir: mejor lo primero, seguro.

Pésimo, pésimo, pésimo: por exasperante, porque uno acaba hasta las narices de este personaje, que es un auténtico plomo resabiado con mucho mundo, pero que ha extraviado la sensibilidad para narrar en algún sórdido despacho. Le dedico estos versos de Bukowski, como un buen corolario a lo que me ha resultado la lectura de este librillo: “Las bibliotecas del mundo se han dormido de aburrimiento con los de tu calaña”.

jueves, 18 de agosto de 2011

El mundo es un pañuelo -David Lodge-.



EMPACHO

El mundo es un pañuelo no es un libro de viajes al uso. En realidad ni tan siquiera es un libro de viajes: es una novela con el trasfondo de los viajes y de ese término tan del siglo XXI, la globalización. En ningún caso se nos proporciona información sobre los lugares que aparecen en la novela (excepto la meramente ficcional), se apunta una leve visión del otro diluida por la trama, resultando un producto final que se aleja completamente del género de libro de viajes y que como novela resulta, la mayoría de las veces, fallida, cuando no frustrante para el lector.

Lodge intenta sustentar su discurso en una especie de novela de la posmodernidad si atendemos a algunos de los materiales empleados: humor, ironía al estilo de la de Mark Twain, discursos y escenas fragmentadas, un lenguaje a veces retorcido, todo salpicado de elementos urbanos, de aeropuertos, de casas-colmena deshumanizadas, inmerso en un ritmo frenético que construye un artificio apenas digerible.

Además, a ello añade la crítica al mundo universitario, mastica y regurgita sus propias interpretaciones de las principales teorías literarias (la deconstrucción de Derridá, el formalismo ruso), muchas veces sin venir al caso, lo que conduce la trama por vericuetos y ramificaciones aburridas que despistan al lector. Es imposible referirse a esta novela como un libro de viajes: es una narración en clave, en clave porque debajo de toda ella se encuentra el Perceval, la búsqueda del Santo Grial, deformado por un juego de espejos bufos que el autor maneja.

Muchas veces parece que a Lodge no le interese nada más que acumular personajes, todos los nombres contienen un guiño intelectualoide, aplastadas las situaciones y los cuadros narrativos por un culturalismo que traba la narración, que la convierte en un ejercicio de fuegos artificiales en donde parece quererse demostrar la inmensa sabiduría y conocimientos del autor. Porque la erudición no parece un buen material para cimentar una novela, al menos no por ella misma.

Lodge no se ha parado a pensar, como narrador, si todo esto puede resultarle interesante al lector. La trama, intrincada, estúpida en algunos casos, sostenida por personajes no ya increíbles, sino del todo irritantes por su falsedad, acaba resolviéndose con cuatro golpes de cansancio ya más que intuidos desde lejos (las coincidencias de la serendipia, el juego de las hermanas gemelas, la hija que se acaba encontrando con un padre presuntamente inesperado) que sumen al libro en un transito tibio, muchas veces aburrido y del que nos queda la sensación de que le sobra, a su coro, más de una decena larga de personajes y más de un par de centenares de páginas.

A lomos de la presunta posmodernidad, de la critica a un sector -el literario y el científico y universitario- y a caballo del doble juego presuntamente genial, Lodge escribe un pastiche fallido en el que, además, demuestra tener muy poco respeto por sus lectores, olvidándose por tanto de una de las teorías que, por cierto, también critica en su vorágine literaria: la de la recepción. Lectores que, las más de las veces, cerrarán el libro, cuando no irritados, si cansados y antes de alcanzar su final. La tesis de Lodge de que el mundo es un pañuelo alcanza más allá: para él, el mundo entero es un escenario, como el grupo de rock canadiense Rush afirma en uno de sus discos, All the World´s Stage. Sí, todo el mundo es un escenario, pero en la novela de Lodge, en su mundo, un escenario de tercera.

Pedante y empachado de sí mismo, ahíto de humoradas británicas que son eso, presuntas humoradas que no tienen maldita la gracia. Texto presuntamente cosmopolita que rezuma de localismo en sus críticas, muy interesantes para los que las puedan descifrar. Una puesta en falso del mito del Grial, pesado, aburrido, repetitivo, que crea una enorme galería de personajes todos tan planos y, lo peor, predecibles: y todo ello adornado con una ceguera y una autosuficiencia que hacen del libro una de las novelas más insoportables que he leído en el último año.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Guía para viajeros inocentes -Mark Twain-.




IRRITANTE HUMORADA

Inocencia es un curioso concepto para adornar el título de este libro de viajes. Precisamente de eso, de inocencia, es de lo que adolece su autor, Mark Twain, permanente anclado en la crítica mordaz, en el detalle sarcástico, en la visión paródica, con una mirada que puede ser calificada de muchas formas, pero en absoluto, de inocente.
Como libro de viajes, construido a partir de notas tomadas en el sitio y reelaboradas posteriormente, proporciona una cumplida información al lector de los lugares que se visitan, aunque pasadas por el tamiz del exacerbado espíritu crítico de su autor. De esa manera, se pone en pie toda una retórica desmitificadora del viaje en donde la mayoría de los lugares visitados no brillan por lo que son, o por lo que en el imaginario colectivo deberían ser, sino por lo que dejan de ser. Asistimos a demoledoras perspectivas de París, de Venecia, de Grecia, pero donde este high burlesque se ensaña, se muestra más enconado, es en los relatos que interesan al recorrido por Tierra Santa. El discurso, la mayoría de las veces en primera persona, ayuda a aproximar el proceso destructivo de los tópicos, uno por uno: desde los perros de Estambul hasta la Vía Dolorosa, pasando por el Puente de los Suspiros o el Partenón. Todo es machacado, triturado, reducido a unas cenizas críticas por un Mark Twain puntilloso, metódico y hasta maniático en su tarea destructora de lugares comunes mediante procelosas ékfrasis.
Twain no es un viajero cómodo, que se conforme con cualquier cosa, y desea hacer uso de su derecho a la réplica, a no contentarse, como un borrego más, ante lo que está viendo. Twain se revela, y por ello, es en Tierra Santa en donde debe afrontar los mayores y más disparatados tópicos. ¿Cuántos clavos de Cristo, pedazos de la verdadera Cruz, reliquias incorruptas, debe aceptar como auténticas antes de colmarse su paciencia? Arremete contra la inocencia del viajero, que todo lo interpreta desde su mercantilismo, desde su espíritu recolector de souvenirs, contra los guías aprovechados, contra los países que alimentan sus propios tópicos como una forma de retroalimentar su historia y su turismo…
El problema radica en que ese tono paródico, muchas veces insertado en una especie de relatos periodísticos, se acaba haciendo cansado. El libro, como libro de viajes, cumple a la perfección con lo que se puede esperar del mismo: una visión del otro continua (pero desmesurada e intolerante), una comparación de lo extranjero con lo propio (algo chauvinista y patriotera) y unas veleidades de crítica literaria sobre otros libros de viajes y otros viajeros que, la verdad, se atojan a veces tan excesivas como inoportunas.
Twain critica desde el humor y la ácida parodia el viaje turístico organizado como artefacto mercantil del que todos (viajeros y visitados) obtienen beneficio (recuerdos o propinas). Sin embargo, elegir semejante tono para un trayecto tan largo, de más de 600 páginas, a veces cansa y otras, cuando el autor hace gala de una brillantez algo impostada, acaba hartando.

La verdad, he terminado hasta las narices de gracietas, de dobles sentidos, de jueguecitos de palabras, de dardos envenenados, de espíritu crítico y sorna hasta la náusea. Cansino y, a ratos, lo peor que le puede suceder a Twain: aburrido.

viernes, 12 de agosto de 2011

Natura morta -Josef Winkler-.




REIVINDICACIÓN DEL ARTE DE NARRAR

Natura morta es un festival narrativo, una recuperación del goce por narrar, una reivindicación de esa descripción que muchos autores, presuntamente anclados en la posmodernidad, consideran una forma pasada de moda, sin interés, y que en la obra de Winkler se convierte en una fórmula primordial, ya que desde allí articula los sucesos del texto.
Espacio y tiempo, más que nunca, son las dos claves de la narración. Espacios variables, descritos con minuciosidad: el metro, la plaza del Vaticano, el interior de San Pedro, el tranvía, la tienda de souvenires, el hospital, el interior de la iglesia del velatorio, el cementerio y, por supuesto, el mercado. El mercado es el gran espacio del libro, lugar de vida, pero sobre todo, lugar de muerte. Todos los espacios, para Winkler, aunan esa dicotomía de vida-muerte, además de complementarse con un pesado y lóbrego elemento sexual, pero será el mercado un personaje propio en la novela, quizás el verdadero protagonista, descrito con olores y colores que demuestran la fina línea que separa la vida de la muerte y, como se verá al final del libro, metaforiza la miseria cotidiana de la tragedia.
El espacio se hace enorme en Winkler, al ser mostrado desde una puesta en escena multiperspectivista, incluyendo los puntos de vista de los transeúntes a las descripciones, pormenorizando los elementos que lo conforman, ampliando el ojo del narrador como con un gran angular que convierte al lector en una especie de voyeur que contempla la actividad cotidiana de Roma con unas gafas de tres dimensiones y que, a la par, lo introduce en las distancias más cortas, en un ejercicio, a la vez global y minimalista, donde se contempla todo tras una lupa de enormes aumentos, sin perdernos ni el menor detalle. El espacio así, aparece enorme y minúsculo a la vez, presentándonos Winkler, con ese tratamiento, un ejemplar rasgo de la posmodernidad en su obra.
El tiempo transcurre a la par que el espacio: se hace eterno para contarnos todo lo que puede suceder en unos segundos de febril actividad en el mercado y se empequeñece, y resulta fugaz, para relatarnos toda la enormidad que encierra el atropello de Piccoletto: apenas unas líneas para un suceso sobre el que gira la novela (la novela pivota sobre la muerte, siempre la muerte), para, después, agigantarse en la pormenorizada descripción de cómo Frozio lo traslada en brazos desde la calle hasta la parte trasera de uno de los puestos. El tiempo ha sido un suspiro en el desgraciado momento en el cual el camión de bomberos atropella al muchacho, quizás porque esa percepción, un suspiro antes de morir, sería la de Piccoletto. Pero el tiempo es eterno para Frozio, que experimenta así, con esa lentitud, toda la magnitud de su desgracia.
Natura morta es una novela de contrastes, en los colores, en los olores, en los espacios, novela de una morosidad engañosa, porque se recrea en el detalle (las cabezas de reses muertas, los hocicos que gotean de sangre, esos tiburoncillos de piel basta, las tripas de pescado), para presentarnos la realidad fugaz y veloz arrojada a la cara como un puñado de tierra, desde la perspectiva de un narrador frío y desapasionado que celebra la muerte con cierto automatismo, una voz de enorme modernidad, también de enorme, descomunal, calidad.

Luminoso y lóbrego, colorido y dolorido, como la sangre que gotea de las agallas de los pescados agonizantes sobre las tablas del mercado, de las piezas descuartizadas; áspero como las pieles de esos tiburoncillos. Un texto absolutamente revelador y genial. Todo un descubrimiento, un hallazgo de un mago literario imprescindible.

jueves, 11 de agosto de 2011

Ciudad de cristal (La trilogía de Nueva York) -Paul Auster-.






NOVELITA CON PINZA EN LA NARÍZ

Ciudad de cristal, una de las tres nouvelles o novelas cortas que componen el volumen Trilogía de Nueva York; es una novelita pretenciosa, que no una novelita con pretensiones, aunque es este caso no se qué resultaría más funesto para el texto. Auster, en su obrita, hace un alarde de pedantería, lastra a la narración con evidente culturalismo gratuito, absolutamente venenoso para cualquier cosa que pueda parecerse a la literatura. Auster, novelista del azar y de la contingencia, como gusta o gustan de llamarlo, novelista de la memez (que lo llamaría yo), elige asentarse en la posmodernidad con el empleo de equívocos, dobleces, elementos autobiográficos o autoparódicos insertados en el texto, concatenaciones, puestas en pánico, visiones de espejo y serendipias a marchas forzadas, introducidas con calzador, dotando al libro de un clima artificioso y artificial en donde cada párrafo resulta agotador por lo barroco y retorcido de la trama, que avanza con dificultad entre el marasmo de recursos presuntamente geniales y que no son, al final, nada más que sandeces.
El espacio de la ciudad de Nueva York no parece poder justificar por sí mismo ese tratamiento de que cualquier cosa puede suceder, que todo resulta posible y creíble en la novela posmoderna norteamericana. Ya en las primeras líneas, el autor nos lo deja todo bien definido, todo estaba predeterminado, es decir, todo podría haber sido bien diferente. La paradoja, otro elemento de la modernidad, y a través de ella, tal y como argumenta García Viñó en su Novela quántica, desde ella se alcanza una construcción posmoderna característica de estas nuevas novelas y que conduce a una narración en la que no existen ni el espacio ni el tiempo, una especie de pasadopresentefuturo, o pasapresenturo, tal y como lo denomina Maldonado Alemán para convertirlo en elemento definitorio de la literatura de Günter Grass. Sin duda, estamos hablando de palabras mayores, de autores enormes, ante lo que el intento de Auster, el intento de escribir con una plantilla posmoderna, convierte su obra en un pastiche posmoderno, además de nauseabundo. Apesta.
Es indiscutible que la novela arroja un montón de elementos posmodernos, tantos como flagrante es su falta de sinceridad, su enorme desvergüenza. Tenemos personajes desdoblados, apariciones de dobles, un narrador emboscado que toma la palabra allá por el capítulo doce, es decir, casi al final, para contribuir al disparate, al espanto al que ha asistido, con enormes dosis de paciencia, el lector. Unos cuantos garabatos que simulan un laberinto, una especie de palimpsesto encriptado en un plano, la inclusión (ciertamente irritante) del autor, con nombre y apellido, en la trama, la vuelta de tuerca al género de la novela negra, el devenir sobre el tiempo y el espacio (traído muy por los pelos, esa es la verdad) del protagonista, todo ello aderezado de inserciones y referencias a novelas, autores, libros, en donde los personajes hacen gala de un conocimiento enciclopédico irritante (delirantes son las reflexiones quijotescas); tanto, que en un momento dado se explica que la ridícula sabiduría de Quinn es producto de que lo sabía porque se había encargado de saber esas cosas. Son todos ellos recursos con cierta apariencia contracultural que no se quedan más que en fuegos de artificio. Fogonazos destinados a las montoneras de los grandes almacenes en donde batir récords de ventas a golpe de forzada intelectualidad desde la que el autor, sonriente en la solapa de su éxito, nos demuestra lo contento que está de haberse conocido. Eso es esta Ciudad de cristal: un descomunal ejercicio de ego literario. Repulsivo.
En fin, que podría hablar de las otras partes de la Trilogía, pero me pregunto para qué. Además, me entran náuseas con sólo imaginarlo, tamaña paletada de estiércol es la prosa de este embaucador. Por todo ello voy a inaugurar mis números negativos en las valoraciones: Paul Auster se ha ganado un -1, por pasarse de listo. Debería haberlo pensado dos veces antes de perpetrar semejante delito literario. No me parece suficiente castigo purgarlo con la condena al cajón de los libros de segunda mano, que va: yo pido que lo metan en la cárcel, una temporada por lo menos, para ver si así se le bajan los humos y aprende algo de literatura leyendo, por ejemplo, a Sebald, que tendría mucho que enseñarle del proceloso y complejo camino que ha elegido, el de la identidad, y en el que Auster se maneja con un manoseo baboso, burdo e indignante de los materiales que integran las novelas. Y además, fue Príncipe de Asturias de las letras. Puaf Auster podía haberlo sido de cualquier cosa, menos precisamente de eso: de las letras. País de países. Me voy a tomar un Almax.

Auster se cree que el lector es bobo y que en la escritura todo vale cuando, precisamente, es lo contrario: valen muy poquitas cosas. Libros así, casi hacen desear que venga Goebbels o el Index, que de nuevo estén activos para impedir la lectura de monumentos al descerebramiento y a la porquería como el que nos ocupa – y permítaseme el recurso literario ahora a mí, ya que a este Auster parece que se le permite todo, o todo lo que atufe a imbecilidad, al menos-. Novela que hay que leer con pinza en la nariz. Sinceramente: he visto mejores propuestas literarias –muchísimo más interesantes- en los prospectos de las medicinas, como la que voy a ingerir ahora por ver si consigo retener las bascas.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Job -Joseph Roth-.






EL ACOSO DEL SUFRIMIENTO INJUSTO

Para Luis Alonso Schökel “el Libro de Job es una cumbre de la literatura universal. Como Edipo, Hamlet, Don Quijote o Fausto, su protagonista se ha convertido en punto de referencia, prototipo de una actitud ante la vida”. Este prototipo ha llegado a ser el de todo un pueblo, la actitud judía de la paciencia y de la resistencia, zarandeado una y otra vez por los sanguinarios avatares de la Historia. La lectura de las lamentaciones de Job reconfortó al pueblo judío dotándolo de resignación ante los pogromos y persecuciones a los que eran sometidos; esta importancia del Libro de Job como conformador de una identidad nacional hace que en su estudio y análisis sea imposible desligarlo de un temperamento típicamente judío que no acompaña a otros libros y personajes de la Biblia, más universales o menos estereotipados. Podríamos decir que Job ha sido monopolizado por los judíos como una marca de clase, como ese espíritu que cada uno de ellos lleva dentro como componente y que, tarde o temprano, deberá aparecer, ya sea en forma de resistencia ante la adversidad, bien sea en una rebelión que las más de las veces tiene mucho de supervivencia y de legítima defensa.
Esa dualidad del personaje tiene mucho que ver con la recepción del Libro de Job, que conoce dos épocas y dos desarrollos diferentes: hasta la época moderna Job fue la figura del mártir o testigo sufrido y paciente. Luego, se convierte en un rebelde. En este sentido, y como decía Martin Buber, Job ha actuado como el arquetipo de agarrase a Dios en tiempos de tinieblas de Dios. El Libro de Job es un libro para tiempos de crisis, por ese motivo, por los tiempos en que vivimos, podríamos decir que se encuentra de rabiosa actualidad.
Por otro lado, la vida de Joseph Roth es complicada y dura, al punto de que su devenir existencial marcó definitivamente su obra. Exilio, de hecho, no es la palabra que define mejor su situación, pues, según Roth, fue desterrado espiritualmente por los nazis: sus libros fueron quemados en la Brandnacht (noche de quema de libros) el 10 de mayo de 1933 y, en lo sucesivo, se prohibía la entrada de éstos en suelo alemán. Con la nueva situación, Roth perdió su principal espacio de interlocución literaria: de 40.000 ejemplares que podrían constituir la media de una edición de un autor alemán, se le redujo la tirada a unos 3.000 o 4.000 ejemplares que se distribuían con muy poco éxito en Viena -antes de la ocupación nazi, en 1934–, en Praga y, de forma casi heroica, en París. Pese a esta precariedad literaria, Roth jamás dejó de escribir novelas.
Sin haber llegado a vivir el horror de la Segunda Guerra Mundial, los textos de Roth estremecen por la lucidez casi profética de sus análisis sobre las implicaciones del régimen nazi para Alemania y toda Europa. Más aún, su denuncia se extendió desde muy temprano contra el resto de los países europeos que, con mal disimulado antisemitismo, optaron por la neutralidad ante el montaje propagandístico del régimen. Sus artículos en prensa fueron prolíficos y contundentes en su temprana lucha contra el Tercer Reich.
Ni la desesperanza de escribir “en el desierto”, ni el desarraigo que supuso su doble destierro, le impidieron a Joseph Roth reconocer con valentía la condición fracasada de su escritura apátrida. Este reconocimiento, unido a la precariedad económica y la pérdida de interlocución literaria, tampoco impidió que siguiera escribiendo sin falsas ilusiones. Asumía la inutilidad de su tarea, como diluida en un mundo que se abismaba en la locura. Escribir sin patria, en la pobreza y sin interlocución literaria; escribir con plena consciencia del fracaso, sin negar la impotencia y asumiendo la inutilidad de la escritura: son algunos de los rasgos que hacen de Joseph Roth un escritor tan necesario y tan característico, porque esas circunstancias las expandió en su escritura e impregnaron toda su obra.
A Job, Wiesel, Rákover, Etty Hillesum, Anna Frank y tantos otros mártires del pueblo judío hay que añadir a Joseph Roth. Dice uno de los personajes de la novela Job: “los golpes de Dios tienen un sentido oculto. No sabemos por qué se nos castiga”. A lo que el protagonista, Mendel Singer, replica airado: “Dios es cruel. Y cuanto más le obedece uno, tanto más severamente le trata (…) Sólo le gusta aniquilar a los débiles. La debilidad de un hombre excita su fuerza y la obediencia despierta su ira”. La Historia del mal –Historia con mayúsculas-, y más en concreto la Historia del mal que se ensaña con los inocentes, esas historias de nazismo y comunismo, de Stalags y Lagers, del Reich y de la URSS, apresuran a que el creyente se replantee el problema de la teodicea, no como una manera de justificar apresuradamente a Dios, sino como la búsqueda de un lenguaje nuevo que nos permita hablar de Dios después de Auschwitz, un Auschwitz que si bien Roth no llegó a experimentar sí que pudo intuir a través de sus sufrimientos, enormes, como judío desplazado y vapuleado, que es lo mismo que decir un judío europeo en la década de los años veinte. Y, trayendo aquí a un típico judío de esa época, Franz Kafka, usaremos una de sus sentencias al respecto: “No creo que podamos hablar de Dios, sólo podemos hablar a Dios”.
Es indudable que tal búsqueda de un nuevo lenguaje, dadas las nuevas realidades horripilantes, obliga a repensar, cuanto menos, desde ese mal, quién ese Dios y si se puede seguir hablando de él como tal. Para Roth, evidentemente, sí que se puede. Pero, ¿realmente se puede aunar de forma razonable la afirmación de Dios con la existencia del sufrimiento inocente? Job, que ciertamente parece incapacitado para dar ante su Dios, el Dios en el cual cree con firmeza, una explicación satisfactoria de la desgracia que le aflige, terminará sometido, quedando sin respuesta sus angustiosas y desairadas preguntas dirigidas a la deidad a causa de la grandeza del misterio de ese mismo Dios.
Sin embargo, Roth va más allá: Roth se muestra abrumado por el sufrimiento de los inocentes, representado en Menuchim, el hijo anormal de Mendel Singer, el protagonista de Job, y por la silenciosa pasividad de Dios y reacciona incluso con indignidad, manteniendo inamovible la fe, pero acusando a Dios de la injusticia que comete –por ejemplo, en El Leviathan, su protagonista Nissen Piczenik, comerciante de corales, asiste impotente a un derrumbe de todo su mundo, a un derrumbe sin sentido aparente y ante el mayor de los silencios de Dios-. En las novelas de Roth, al igual que en el Libro de Job, tal y como argumenta Reyes Mate, “las preguntas son más fuertes que las respuestas y por eso las preguntas se mantienen aunque falten las respuestas”. Al fin y al cabo, la experiencia y visión que Roth tiene de Dios, y su confianza en Él, se encuentra tan arraigada que no le resulta necesaria para seguir creyendo en una explicación racional a los males padecidos. Por ello, no es extraño que la novela judía del siglo XX se haya inspirado en el personaje bíblico para actualizar la angustia de ser judío de una forma literaria, ya sea a la manera realista de Roth, con la historia de Mendel Singer en Job, o al estilo de simbólico de Kafka con el Joseph K. de El Proceso. En este sentido, también habría que incluir, como una mezcla de ambos, El Mal de Portnoy, de Phillip Roth.
Podemos encontrar en la correspondencia de Joseph Roth el rastro de la creación de la novela y de la perspectiva que su autor puso en ella: “Será una sensación y me haré de un solo golpe rico y famoso”. Pero el deambular de la novela, terminada el 27 de marzo de 1929, es muy diferente. Para su confección, Roth empleó “un cotidiano trabajo de diez horas en mi libro”, al que se refiere por vez primera como Job en una carta fechada en Berlín a primero de Abril de 1930, cuyo destinatario era, de nuevo, Stefan Zweig. En una nueva carta, que le dirige el 22 de septiembre de 1930, Roth agradece a Zweig que haya leído una copia de Job, novela con la que su autor ahora ya no se muestra tan entusiasmado como antes –aunque de la novela se hicieron unas tiradas elevadas y, de entrada, se vendieron 8500 ejemplares-. De hecho, encuentra superfluo haberla escrito, no tiene ya más relación con el libro y está harto de él, “cansado a más no poder”. Esto denota, bien a las claras, la cantidad de demonios con los cuales Roth tuvo que luchar a la hora de escribir Job, empezando por la enfermedad esquizofrénica de su mujer, que en la novela se apodera de uno de los personajes, Mirjam, la hija del protagonista Mendel. De ahí, la absoluta necesidad de que su novela, al igual que el Libro de Job, registre un final moderadamente feliz y esperanzado: Roth había sufrido mucho escribiéndolo.
En efecto, el final feliz del Libro de Job coincide con el final feliz de la novela Job, en donde el otrora hijo deforme y retrasado reaparece milagrosamente convertido en extraordinario músico y virtuoso compositor y director de orquesta. El final feliz del Libro de Job, preservado del antiguo cuento popular, no es más que un simple deux ex machina que no resuelve el problema planteado. El hecho de que el drama de Job termine de forma feliz no invalida su carácter de tragedia. A este respecto, el propio Aristóteles contemplaba esta posibilidad en su Poética, posibilidad que se confirmaba en la práctica con el final conciliador de las trilogías de Esquilo y con obras tan significativas como la Electra o el Filoctetes de Sófocles. Lo esencial no era, pues, el final desgraciado, sino que en el transcurso de la obra se provocara la piedad y el terror preceptivos y que el final feliz no anulara la anterior sensación de sufrimiento. “El mismo, Mendel Singer, después de muchos años tendría una buena muerte, rodeado de muchos nietos y satisfecho de vida, tal como está escrito en el Libro de Job (…) Mendel se durmió en paz y descansó del peso de la felicidad y de la grandeza de los milagros”, concluye Roth su novela.
La mayoría de los personajes de Roth coinciden con la figura de Job, representan a los seres humanos acosados y desconcertados por el sufrimiento injusto. La lista de nombres de judíos atormentados que no encuentran una explicación a sus males sería inmensa, tantos como protagonistas de sus obras. Todos parecen vivir en una especie de castigo, de condena en la tierra. En resumen, personajes que soportan su destino con paciencia, como cualquiera de sus Judíos Errantes encaminados a la oscuridad del gueto cruel, como cualquier miembro de la familia Von Trotta, venida a menos tras el hundimiento del Imperio Habsburgo, pero convencidos de que ese destino es lo que les toca sufrir porque un designio mayor, el de un Dios omnipresente, así lo ha querido, aunque ellos se consideren, todos, inocentes, y no sepan muy bien los motivos por los cuales les viene el castigo, ante el cual asisten impotentes.

Paciente, estremecido, brillante, rabioso, deslumbrante, la obra maestra de Roth, por supuesto, junto a su Santo bebedor

martes, 9 de agosto de 2011

El hereje -Miguel Delibes-.




CIERRE EN FALSO DE UNA TRAYECTORIA LITERARIA DESCOMUNAL

He tenido la suerte de asistir, la semana pasada, al curso de la Universidad de Verano de El Escorial, Lecturas de Delibes, magníficamente elaborado y dirigido por José Ignacio Díez. El nivel de los ponentes, de los invitados, fue muy superior al que uno suele encontrarse, a veces, en este tipo de cursos, y resultó muy gratificante. Sin embargo, al hilo del curso, y de la propia figura de Miguel Delibes que se trató hasta la extenuación, me he visto en la obligación de matizar algunos aspectos, hilvanándolos con mi crítica a su novela El hereje.
Toda trayectoria dilatada, en Delibes son cincuenta años de escrituras, nunca está exenta de pinchazos, de novelas fallidas que, como puntos negros quedan clavados, alfilerazos en el corazón del escritor. Vaya por delante que Delibes me parece un narrador excepcional, un escritor extraordinario de una solidez y solvencia indiscutible, pero no por ello resulta menos llamativo que el inicio de su carrera y, tristemente, su final, se produzca con sendas obras en falso: en falso, en efecto, porque La sombra del ciprés es alargada y El hereje abren y cierran una sensacional carrera literaria ensombrecida, y hasta qué punto, en los dos extremos. El caso del Ciprés resulta, más que nada, llamativo y sorprendente. Es posible que en aquellos tiempos una novela así, una construcción así, pudiera ser galardonada con un premio que por entonces se mantenía limpio y prestigioso: porque el Ciprés es una obra enormemente desequilibrada, con una primera parte atravesada de un tremendismo mayúsculo al estilo del Pascual Duarte de Cela –y aún así muy salvable a ratos-, que se convierte en ridículo con su segunda parte, la historia del marino mercante, la mujer liberada sexualmente y el desatino del accidente final. Hoy en día, gracias a las políticas editoriales y a la vergüenza sistemática a la que someten a la literatura las editoriales, sería imposible publicar este tipo de libro y, atendiendo a la declaración del propio autor, que reconocía que lo que era se lo debía a esa primera novela premiada, nos quedaríamos sin un futuro Delibes y, seguramente, nos habremos quedado ya sin muchos... Aunque Delibes renegó en cierto modo del Ciprés, aún se mostró mucho más crítico con su segunda obra, Aún es de día, a la que odiaba abiertamente. Ahora, con nuevos ojos, la someteré a una nueva lectura, pero a mí nunca me pareció tan pésima como su antecesora o como el Diario de un jubilado, enorme borrón de la producción de Delibes que, afortunadamente pasa más o menos desapercibido al encontrarse entre el resto de otras novelas brillantes; por cierto, de los Diarios de Lorenzo, con mucho, el mejor es el segundo: Diario de un emigrante, donde el brillante ejercicio de estilo de Delibes que ya se iniciaba en el Diario de un cazador, alcanza una cota deslumbrante y unas hechuras de escritor de los buenos que se verán cristalizadas en su obra maestra, 377A Madera de héroe, novela ignorada en la producción del autor y su verdadero legado literario.
El hereje: a esta novela le he concedido la oportunidad de dos lecturas, algo que a muchos, nunca, se nos ha otorgado (ni siquiera se nos otorga una primera lectura de nuestras obrillas o el beneficio de la duda), acuciado por el sentimiento de incredulidad y dolor de que un narrador como Delibes culmine su carrera de una forma tan desastrosa. Y como es tan bueno, lo que en él es desastre siempre guarda un rescoldo de prosa salvable, aunque en El hereje hay que leer con ojos de muy buena voluntad para ello. Si el tremendismo desaforado cruza las primeras novelas de Delibes como su principal defecto, El hereje está atravesado de algo peor: de infantilismo, un infantilismo ridículo y como de cartón piedra que retrata a un autor exhausto y que, por vez primera, ha perdido el gusto, la gana (¡y hablamos de Delibes!) por narrar. Porque de eso se trata el libro: de una narración de compromiso, forzada, enciclopédica, aburrida y harta, con marchamo de superventas.
Todo en ella revela hastío, desde su lamentable inicio, caótico, aburrido y enrevesado, con esa increíble charla sobre los protestantes en un diálogo tan forzado como estéril, hasta su final de cartón piedra, de fuegos artificiales que desfiguran a los personajes. Y ese es otro pecado del libro. El creador de Lorenzo, de Pacífico Pérez, del señor Cayo (aunque no sea de mi agrado este personaje reconozco su mérito), del Azarías, de tantos otros, se desmarca de su tradición de enorme caracterizador con un Cipriano Salcedo de opereta, de carnaval, desvaído y plano, zarandeado por la trama, trama más importante para una historia que circula en piloto automático que el retrato de personajes, porque eso es algo que, evidentemente, puede llegar a aburrir al lectorzuelo de consumo rápido y hay que evitar. Es un Delibes desconocido, quizás enfermo, confuso, mal aconsejado… En ese sentido, Cipriano me recuerda a otro personaje desfigurado de un sobrevalorado superventas de los últimos años: a la Urania Cabral de la fiesta del Chivo, un personaje devorado por la monumentalidad faraónica de la novela emprendida por Vargas Llosa, y que encuentra su atolondrado gemelo en el personaje del Miguel Delibes del Hereje.
Otra nota del hastío al que está sometido el autor se ve claramente en las descripciones, desde esa inicial y estremecedora de la ciudad de Valladolid asentada entre los ríos Pisuerga y Esgueva, en un estilo burocrático-descriptivo de enciclopedia Larousse o Espasa ya que -en ello coincidiremos seguramente- Delibes no tenía acceso, por entonces, a la Wikipedia. Él, que maravillaba con sus recreaciones de los paisajes en Las ratas o en El camino, ahora se lanza a paisajista geográfico poco menos que al remedo del Sánchez Ferlosio del Jarama que, elogiado acerca de su descripción de la naturaleza, sierra y cuenca del río, manifestó sin rubor que esas páginas tan celebradas, quizás las más celebradas de su novela, estaban sacadas de una enciclopedia… Este tono que me atrevería a definir (imposibilitado como estoy para ejecutar definiciones más de teórico literario como Tomashevsky, Bloom o Eco, ellos lo harían de forma más exacta) como de faraónico-hollywoodiense a lo Cecil B. DeMille -por lo del cartón piedra-, impregna un libro desastroso de principio a fin que propongo, desde aquí, no sea tenido en cuenta como parte de la producción de su autor.
Lamentablemente, una cosa es la crítica literaria y otra el mercado: por eso El hereje se considera como una novela total por algunas personas y significa un éxito rotundo de su autor. Una novela total.. una novela totalmente desacertada, más aún si la ponemos en paralelo, que nunca en confrontación ni comparación directa, porque son obras distintas, con Reconstrucción de Antonio Orejudo: no es una obra maestra, pero aquí se tratan temas y motivos similares a los de la novela de El hereje, pero bajo otra mirada, otro prisma de modernidad, sin grandilocuencia ni infantilismo, sin nada de ese alcanfor ni esos ademanes de chiringuito o de barraca de pueblo. Yo me acerco a la obra de Miguel Delibes con ojos de autor –autor fracasado, es más que probable, ¿pero quién hoy en día no lo es?-, por ejemplo, además de con los de teórico, y me doy cuenta de un montón de cosas que no sólo no funcionan, sino que están a medio escribir, producto de las prisas y del hastío. Así eligió su cierre literario, y no es el único autor que no ha podido evitar un cierre en falso. Me viene a la cabeza otro de mis favoritos, Updike, que legó a su biografía el título Terrorista como última novela en vida, muy por debajo de la calidad y el nivel de sus producciones anteriores. Sin embargo, en el caso del norteamericano, pero lamentablemente esto no parece que vaya a suceder así con Delibes, se han publicado un par de obras póstumas muy notables que reclaman la calidad de su autor.
Dos datos significativos para terminar: no se crean que no se lleva al cine por problemas de presupuesto, no se vierte en la pantalla porque los que saben, es decir los que deben poner el dinero, no ven más que un pastiche disparatado que bordea los límites del ridículo con un resultado de Cine Exin equiparable, por ejemplo, a la disparatada Ágora o esa insufrible y mesiánica El reino de los cielos, pura cacharrería. Ese sería el resultado de un Hereje llevado al cine con dinero y respeto… como mucho y con muy buena suerte. No es de extrañar, este es el segundo dato demoledor, que su autor, es decir, Delibes, optara por entrar en un silencio de diez significativos años, hasta su muerte, visto el resultado literario de su Hereje (por encima del crematístico, de lo exitoso, incluso de los halagos de cierto sector crítico). El la había escrito, era el autor, el la firmaba y, al fin y al cabo, era consciente de la barbaridad que acaba de cometer si la comparaba con el monumento a la literatura forjado con tanto esfuerzo durante los cincuenta años anteriores.

Es Delibes y prefiero mil Delibes malos a un solo autor de los presuntamente buenos de ahora; entristece que sea así la despedida de su autor, el legado literario final en una obra global que, con el tiempo, no hará sino engrandecerse hasta el infinito y el mito.