sábado, 28 de octubre de 2017

Variaciones sobre Budapest-Sergi Bellver



*Esta crítica apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/sergi-bellver-variaciones-budapest-escrituras-lecturas-la-ciudad-palimpsesto/


Sergi Bellver y sus Variaciones sobre Budapest: escrituras y lecturas de la ciudad palimpsesto

Hay ciudades literarias, y ciudades que están hechas de literatura, al estilo de aquella afirmación de Kafka acerca de la misteriosa materia que conformaba el interior de su anatomía. De esa forma, se puede afirmar que Budapest es una ciudad hecha de literatura o, al menos, eso se desprende de la lectura del libro Variaciones sobre Budapest (La línea del horizonte ediciones) que acaba de publicar el escritor Sergi Bellver. Un texto de viajes, pero de viajes que no sólo son desplazamientos físicos: se trata de un viaje intelectual a uno de los corazones del pretérito Imperio Austrohúngaro. Con todo lo que eso tiene de fascinante.

1. A la luz de los candelabros

Cuando en 1946 la editorial Destino decidió publicar una novela del autor húngaro Sándor Márai, lo hizo con el título A la luz de los candelabros, una traducción que parece más acertada que la archiconocida El último encuentro de su edición llevada a cabo por Salamandra en 2004. Sin embargo, no sólo se trataba de un acierto por la mayor fidelidad filológica, sino por lo que tenía de ajustado al estilo del autor.

En efecto, la prosa de Márai es un ejercicio de relojes en penumbra que arrullan la lectura con el tic-tac cadencioso de su sonido, de tiempo reposado que discurre con una copita de palinka sobre la mesa y el frufrú de las hojas del libro al ser vencidas por los dedos…, es una narración que necesariamente debe tomarse con calma. Y descubro, ahora, que Sergi Bellver también se ha imbuido de ese espíritu máraidiano y ha compuesto su libro sobre su estancia en Budapest con esa misma intención de tortuga literaria.

Su reflexión sobre la triple ciudad (Buda, Obuda y Pest) engarzada en una sola joya, Budapest, necesitaba de un ritmo así. Con lentitud, pero sin que la morosidad sea aburrida, todo lo contrario, con una parsimonia que se desprende del disfrute del autor en la ciudad y que transmite el regusto de las maderas crujientes del suelo, de los pasos en las escaleras, del sonido de la lluvia que partitura las calles, del pastel de niebla sobre el Danubio.

Era de esta manera, de esta forma, la única de aproximarse al instante urbano de una ciudad que es una barrica añejada de Tokaji. Este es ya el primer acierto del viajero-escritor-lector, que se presenta como varado en un tiempo austrohúngaro con ribetes arquitectónico-comunistas y ciertas volutas de modernidad.

Porque Budapest es una ciudad que encierra muchas Budapest en su interior, y el ritmo de la música de sus compositores y la pausa de los párrafos de sus escritores, hacen que la visión de Sergi Bellver —visión de rayos Imperiales— penetre en los palacios, en las casas, en los patios de vecindad, incluso radiografíe de nostalgia los suelos hastiados de Historia.

Así es la mirada de este viajero, capaz de fijarse en lo que otros no reparan, porque puede hacer una crónica de las aceras y pavimentos de Budapest, como también puede hacerlo de sus cúpulas, de sus portales o de los bancos de sus parques; y por supuesto, de sus cementerios. Pero siempre, bajo ese prisma de la luz que proyectan los velones medio derretidos en sus candelabros. Luces titilantes como un filtro de sosiego, donde el catador de imágenes y sensaciones alcanza a desentrañar los misterios escritos en las capas freáticas de la ciudad.

2. La ciudad palimpsesto

Fue el premio Nobel Orphan Pamuk quien, durante una charla que nos regaló hace ya muchos años en la Biblioteca Nacional de Madrid, se refirió a Estambul como una ciudad palimpsesto. Y al leer este texto de Sergi Bellver he vuelto a encontrarme con este hallazgo. La intuición de avezado Poirot ambulante del autor le lleva a entender Budapest como un lugar que superpone las escrituras de sus tiempos, de su Historia, unas sobre otras. Son mensajes codificados que deben leerse gracias a una magia especial, después de que el alquimista haya depurado con su vagabundeo la pócima necesaria: un bálsamo compuesto de lecturas, de música y del viento frío que azota sobre el Puente de las Cadenas.

Budapest es como un descomunal baklava. Remover las láminas de hojaldre que se superponen hasta encontrar su almíbar exige una écfrasis de la ciudad como objeto de arte. Es el lienzo de un cuadro sobre el que se ha pintado un mural austrohúngaro, para después superponer sobre él un pastiche comunista y, al final, ahogarlo todo en un maravilloso borrón que ensambla tiempos y culturas, “las tres capas arquitectónicas del suburbio: la original, la soviética y la capitalista”. Porque el autor percibe que la ciudad es como un tríptico:

Budapest la pagana, la cristiana, la siglo y medio musulmana, la atea durante décadas y, por supuesto, también la judía”.

Sólo hay que saber mirar, y viajar es la maestría de reposar la vista en el lugar propicio y de la forma adecuada:

Conviven tantas ciudades al mismo tiempo en Budapest como miradas en este nómada que la recorre”.

Para conseguirlo, para entender la profundidad de los mensajes que emite Budapest, el viajero necesita que las epifanías acudan en su ayuda. Unas veces es la luz, que a manera de un rompimiento de gloria penetra por una rendija e ilumina el hambre de Hungría del autor. Otras veces, la epifanía se desnuda en plena calle, o brota al presenciar una escena cotidiana, o el tráfago de una escalera de vecindad, o a los pasajeros en el interior de un tranvía:

Me sorprendió una maravillosa luz crepuscular que, como una epifanía y sin ninguna explicación, me hizo sentir de una vez todas las capas superpuestas de la Historia en Budapest, como si en los vidrios pintados de cada tragaluz de la cúpula otomana, en cada uno de los ladrillos en equilibrio de la posguerra y en cada calva desconchada de la pintura comunista hubiera una frase cantada por un coro de voces que, a través de aquella transparencia iluminada entre los hilos del vapor y los pétalos que caían de los árboles, me susurrara uno de los secretos de la verdadera naturaleza de esta ciudad”.

Estas revelaciones aproximan al autor a la comprensión de la ciudad palimpsesto, que consigue leer en los diferentes volúmenes que la conforman, y lo acercan, así, a una de las metas de todo viajero: la otredad. Pero la otredad como la experiencia que propone Octavio Paz en su libro El arco y la lira, que entiende la búsqueda del poeta como un itinerario de la condición humana que, en su destino, debería encontrarle un sentido a la existencia.

La otredad que persigue Sergi Bellver en su deambular por Budapest, y creo adivinar que en todos sus viajes, es el resultado de sentarse en los bancos de los parques, o subirse a los montes de la ciudad, y contemplar con los ojos de su escritura el panorama. Surge, así, un roce particular con una realidad diferente. En el poeta, siempre según Paz, es el reconocimiento de la otra voz. En el viajero, es la conversación que la ciudad entabla con él, producto del ansia de descubrimiento, de aventura y placer, de encontrar la calma en la comunión que se produce con el otro y saciar, así lo que califica como su “deseo de mudar de piel hasta la otredad”.

De esta manera, el viaje, la lectura de la ciudad, opera un cambio profundo en el escritor, que experimenta en la interacción con lo extranjero la composición de su mejor texto. La otredad alcanzada es la ruptura de una esclusa que precipita borbotones de la persona hacia el infinito.

Este es el objeto del viaje que se plasma en un libro como Variaciones sobre Budapest, y a la vez es una consecuencia reflejada en el propio texto, que muestra a un hombre que ha sido capaz de tocar la orilla de la otredad con los dedos, algo que cristaliza en la afirmación de que todo se conduce a un intento de “ser otro vecino más en la ciudad” y que trae una consecuencia:

Yo era otro antes de Budapest y seré uno distinto después de ella, y tampoco dejaré del todo la ciudad cuando me vaya, pues le habré hecho sitio en mí”.

Ha leído en la ciudad como en un libro. Y eso tiene los mismos efectos que se producen en nosotros, tsundokianos, cuando después de una buena lectura la vida nos ha cambiado, nos ha horadado un hueco en nuestro interior, un cálido nido que ocupan el autor y el texto, para ya no abandonarnos jamás.

Porque ya lo decía Kafka: “Escribir es revelarse a uno mismo”. Y mediante esta experiencia viajera, Bellver se descubre como otro en su escritura. Esa es la riqueza del viaje, y del libro. Y menudo tesoro.

3. El viejo repertorio Austrohúngaro

La literatura húngara es una de esas joyas continentales desconocidas en nuestro país, o casi desconocidas porque, gracias al intelectual Roberto Calasso, en España hemos experimentado durante los últimos años lo que he venido denominando en mis estudios como el “goulash boom”.

A principios de 1989, en unas oficinas de París, el editor y escritor italiano Roberto Calasso descubría, en el transcurso de una reunión editorial, un catálogo donde se ofrecían viejos volúmenes de literatura centroeuropea traducidos al francés entre el 1946 y el 1950. Con un instinto fuera de lo común, Calasso canceló la reunión y encargó con urgencia todos los títulos del catálogo que pertenecían a un desconocido novelista húngaro, y se dedicó a leerlos en su habitación de hotel: se trataba de Sándor Márai.

Meses después, en la Feria de Frankfurt, Calasso se reunió en una cena con seis colegas europeos y dedicó las dos horas siguientes a convencerlos de que se sumaran al proyecto que se proponía llevar a cabo desde la editorial Adelphi: reeditar la obra de Sándor Márai.  A la larga, El último encuentro —no olvidemos nuestro A la luz de los candelabros del año 1946, en Destino— sería ensalzado por la crítica y elegido como libro del año en Italia, Francia, España, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Portugal y Brasil.

Se da la circunstancia de que Sigrid Kraus, la editora de Salamandra, no conocía a Márai cuando recibió el manuscrito de El último encuentro, en las navidades de 1999, diez años después de la aventura iniciada por el propio Calasso y que le recomendaba el libro. El mismo día de Reyes decidió incluirlo entre las novedades de la temporada, iniciando una cadena de éxitos editoriales descomunal, y arrastrando en un efecto dominó, a otros autores húngaros inéditos en nuestro país.

Pero el efecto Márai no fue solo cuestión del descubrimiento ese autor. Adam Kovacsics, uno de los más brillantes traductores de húngaro al español, señalaba en unas declaraciones a la revista Deriva en 2006 que:

Una serie de factores han ayudado a que este asombroso mundo literario salga de la oscuridad. Entre ellos, está la aparición de la obra de Sándor Márai que se hizo conocida de golpe en forma casi masiva. También hay que considerar la presencia de Hungría en Frankfurt a finales de los 90, cuando fue el país invitado a la Feria. Y, luego, un tercer factor, es el premio Nobel a Imre Kertész. Por otra parte está la labor concreta de traductores como Judit Xantus o como yo, que hemos estado detrás, años y años, hasta que fructificaron nuestros esfuerzos”.

Sergi Bellver, para llevar a cabo su interpretación literaria de Budapest, se sumerge en una marea de escritores húngaros. Por esas cosas que ahora tiene la comunicación digital, y gracias a que soy seguidor suyo en Instagram, he podido ir teniendo noticia de las lecturas que iba realizando, tanto antes de partir, como ya en el destino. Incluso me atreví a ponerle un par de mensajes recomendado algunas obras, junto a otras sugerencias de otros usuarios que demostraban, así, lo inconmensurable de la literatura húngara.

El rastro de esta literatura, de estos libros y escritores tan necesarios no ya para comprender el espíritu húngaro, sino una buena parte de la literatura Europea, y de la literatura en general, aparece en Variaciones sobre Budapest. Bellver no solo cita, sino que empatiza, con Antal Szerb, Imré Kertész, László Krasznahorkai, Ádám Bodor, Agota Kristof o Miklós Bánffy. Todos ellos han aportado líneas, párrafos y volúmenes decisivos para las letras europeas.

Sin embargo, y esto va en cuestión de gustos, o tal vez la ausencia sea propiciada por esa maldición que nos persigue a los lectores tsundokianos, que no podemos abarcar todo lo que se ha publicado en este mundo, echo en falta una mención a uno de los libros más maravillosos que he leído de un autor húngaro: Alondra (Ediciones B) de Dezsö Kosztolányi, un auténtico compendio de la vida burguesa austrohúngara de provincias, un libro delicioso.

Y puestos a pedir menudencias, porque esto es como buscarle algún mínimo defecto a la extraordinaria sopa de paprika con pedazos de lucioperca del lago Balatón que —durante una noche de enero de hace unos años ya— pude degustar junto a mi hermana en un restaurante de la mítica avenida Andrásssy, cerca de la Plaza de Vörösmarty, me hubiera gustado toparme con una referencia a Péter Esterházy en estas Variaciones sobre Budapest. Creo que este escritor húngaro ha compuesto un libro determinante para comprender, de forma tan compleja como divertida, el mundo comunista del Secretario del Partido, Mátyás Rákosi (su tumba en el cementerio de Falskasréti aparece en el texto de Bellver): se trata de la inclasificable Pequeña pornografía húngara (Alfaguara).

Si deseas conocer algo más de este libro de Esterházy puedes leer un análisis que realicé hace tiempo para un congreso de literatura en el siguiente enlace:


Además, creo que los límites insoportables de una tristeza kakánica y kafkiana que Esterházy alcanza en libros como Los verbos auxiliares del corazón o Una mujer —ambos en Alfaguara— casan muy bien con ciertas apreciaciones que Sergi Bellver realiza en el libro: “ser húngaro no es más que una forma agridulce de clarividencia”. Desde aquí, que Kosztolányi y Esterházy sean mi modesta recomendación de tsundokiano y perito en austriahungrías.


El carácter austrohúngaro y centroeuropeo del autor viajero coincide plenamente con el mío en casi todo lo demás, especialmente en nuestra mutua devoción por Joseph Roth, un autor ucraniano de formidable talento que escribía en alemán, pero que añoraba el Antiguo Régimen Imperial de los Habsburgo. Roth, en mitad de sus grandes melopeas, solía descender a la vienesa Cripta de los Capuchinos para llorar su tristeza etílica frente a la tumba del Emperador Francisco José.

Y me permito recomendar un libro sobre Roth, en lugar de cualquiera de sus magníficas novelas, dado que Sergi Bellver lo menciona indirectamente un par de veces en su texto: El santo bebedor (El acantilado), de Géza von Cziffra; un homenaje con tintes biográficos y luminosos.

Variaciones sobre Budapest es mucho más que un libro de viajes o un libro sobre viajes, incluso alcanza mucho más lejos de ser meramente un tratado sobre los regalos sensoriales de la ciudad. Sergi Bellver consigue algo determinante: después de su lectura, uno necesita empaparse de cultura húngara, siente la imperiosa llamada de las librerías, para correr en busca de los libros de algunos de los autores que planean sobre la narración.

De este modo, el autor corrige la sentencia de Sándor Márai, anotada en uno de sus diarios del exilio: “El mundo parece no tener necesidad ya de literatura húngara”.  La lectura de Variaciones sobre Budapest, esta sinfonía viajera, desencadena un hambre inmediata de lecturas, de Budapest y de Hungría.

Que es lo mismo que decir: una urgente necesidad de belleza.

Y como adenda, os dejo este sugerente e inspirador video de una canción del siempre excelente Thomas Dolby, titulada Budapest By Blimp:







lunes, 16 de octubre de 2017

Un cuántico aleteo en la boca-Maximiano Revilla

*Esta crítica apareció en el blog de pensamiento poético Verde Luna:

https://verdeluna2012.wordpress.com/2017/10/16/tourette-en-los-no-lugares-o-el-poeta-que-desayuna-versos/


Tourette en los no-lugares o el poeta que desayuna versos

Maximiano Revilla es uno de los poetas más sorprendentes que he conocido. Y una de sus principales virtudes radica en que el asombro de su poesía aumenta con cada libro que publica. En Un cuántico aleteo en la boca despliega, de nuevo, esos poemas que son como retazos de vida, jirones de existencia, momentos congelados de lirismo. Escenas cotidianas que pueden presenciarse en las calles de la ciudad, en el transporte público, en la televisión, todas ellas poetizadas: esa sería la idea subyacente del poemario.
La poesía de Maximiano Revilla ha tomado una interesante deriva hacia lo social. Es como si hubiera encontrado un traje cómodo para sus versos cuando se remangan y se ponen a trabajar denunciando la tristeza habitual que nos atonta. De esta forma, nace en el poeta una necesidad casi obsesiva de nombrar aquellos elementos que vertebran la cotidianeidad venenosa, dejando en sus composiciones un rosario de marcas comerciales, de lugares que son no-lugares, por donde transita nuestra maldita rutina.
El filósofo francés Marc Auge puso en marcha la teoría de los no-lugares, para designar esos sitios en donde estamos de paso y que acrecientan la incomunicación. No-lugares son los aeropuertos o las habitaciones de hotel, y en cierto modo alguno de los lugares favoritos de Maximiano Revilla a la hora de poetizar: los vagones de metro, el autobús, y las marquesinas de las paradas en donde mientras esperamos podemos ver el interminable desfile de la vida amortajada.
Cotidianidad, no-lugares y trasporte público, junto con un afán incontrolable por nombrar, hacen de este poemario un ejercicio de poesía-tourette tan fascinante como incisivo, porque perfora y tritura el corazón, y deja un sabor amargo al final de la lectura.
El primer verso del primer poema, ya hace que se tambalee el mundo del lector ante lo que podemos inferir detrás de este tremebundo ataque: “Contra la corrupción: esto es la vida”. Y, lógicamente, lo que es la vida para el poeta es la poesía. Y las escenas que van a desfilar por sus poemas son el armamento para combatir esa corrupción que es la podredumbre del dia a día que nos carcome, preñado de lugares comunes, figuras de repetición, aburrimientos y obviedades. El libro se desgrana en fractales de tiempo. Comienza a la una, y dentro de ese poema aparecen otros poemas titulados A la una, como fragmentos que conforman un todo. Después, llega A la una y uno, compuesto de otras pequeñas partes, y así, hasta el último poema del libro: A la una y veintinueve.
Estamos ante una poesía de fractales, una poesía cuántica concebida como una forma de capturar en esos instantes que transcurren ante nosotros, en el vagón de metro o la parada del bus, los diferentes mundos paralelos que conviven juntos a modo de palimpsesto. Y en este poema fundacional ya se aprecia el rastro de lo social en:
Efímero igual que las hojas de los diarios escritos
con la historia de una esquina emigrante”.
Para después, terminar el poema con el primer ejemplo de esa intrusión de la vida cotidiana tecnológica, que se nos apodera del día a día: “Selfies a la mañana”. Desde aquí, en la siguiente porción de poema, aparece ya el despertador y la oficina. Es el momento de fijarnos en algunas de las isotopías del texto y determinar que palabras lo articulan. Encontramos referencias al mundo laboral —además del despertador y la oficina, las lámparas lead, los trajes, las corbatas, los táper donde se lleva el almuerzo—, a las transiciones de lo cotidiano —maquillaje, conversaciones, anuncios, las bolsas de plástico de los supermercados, tampones, preservativos—, a la situación social —el hambre, los emigrantes, un tren de refugiados, el reciclaje, la compra-venta —, y a la vida en los no-lugares como el supermercado, el autobús, el metro, las paradas de los autobuses las calles, los pasos de cebra frente a los semáforos, las butacas de los cines…
Todo ello, junto a una preocupante interpretación del tiempo, un tiempo que es inasible, que se escurre por entre los versos, dado que el poemario alberga una profunda intención de retorno a la infancia. El poeta ha encontrado una estructura cuántica que le permite cohabitar en diferentes mundos a la vez; lamentablemente, son los mundos del ahora. Versifica todo aquello que le sucede a su alrededor, simultáneamente, pero sin posibilidad de acceso al pasado o al futuro, por mucho que la poesía pueda aproximar algún recuerdo que, simplemente, es un mero y decepcionante sucedáneo de la vida.
Por ello, tiene que ser nombrando las cosas, la forma en que puede convocar los recuerdos. Maximiano entabla un descomunal combate que tiene mucho de quijotesco (no en vano ya me referí en la crítica de otro libro suyo, aparecida aquí en Verde Luna, al aspecto quijotesco de su poesía), y en donde los poemas golpean al pasado con la terrible actualidad:

 Contra todo pronóstico, entre tantas ofertas
nos amamos en un hostal del centro,
huyendo de la lluvia y de tus padres.
Cuarenta años después de criar a nuestros hijos,
te presento a las nuevas rebeliones:
pan sin corteza en su bolsa de plástico”.

Maximiano Revilla traza una poética urbana en este poemario, donde las barras de los cafés, los madrugones para acudir al trabajo, los gimnasios y las perfumerías, las farmacias y los estancos, forman parte del esqueleto de la ciudad que nos alberga, por la que nos movemos como zombis y en donde no somos ya capaces de percibir lo que nos rodea. La ciudad, como el mayor de los no-lugares posibles. La ciudad es una isla. El lugar de mayúsculo aislamiento en donde serpentea el Gran Commuter, el poeta de los transportes públicos, las tristezas colectivas y los versos de desayuno con churros o pincho de tortilla. Y todo ello posee un lirismo desbocado en los ojos, y en el corazón, de Maximiano Revilla.
Ciertos retales del pasado, de una era pre-tecnológica, parecen asociarse al espíritu puro de la poesía: “Adiós tienda del barrio, constelación del poeta”, se nos dice en un verso amargo que lamenta esta pérdida de la capacidad de sorpresa, aniquilada por tuits, selfies, comida basura y anuncios que prometen la felicidad. En medio de todo esto, vivimos en una soledad profunda y tediosa.
Todo se retransmite en diferido para poder cortar si fuese necesario”, es este verso el cogollo central del poemario. El alfa y el omega de todos los problemas: programados, supervisados en el día a día, dominados por biempensantes y buenistas que dictan lo políticamente correcto, disponen con absurda autoridad aquello de lo que debemos hablar a voces y aquello de lo que tenemos que cuchichear a escondidas, y que marcan las lindes de unas vidas cotidianas que, obligatoriamente, deben discurrir ocupadas por mujer, perro y niño
Ser poeta significa realizar la elección más políticamente incorrecta que se pueda hacer. Porque ser poeta, obligatoriamente, lleva a preguntarse acerca de las cosas, a no admitirlas como son o como ellos quieren que sean, y eso resulta incómodo para el pensamiento único que pretende regirnos dentro del buenismo-light y la corrección de pastel.
Quizás, por todo ello, el poema A la una y veintinueve, que cierra el libro, presenta una conversación del poeta con una dama que muy bien pudiera ser la Vida, en una especie de entrevista de trabajo, ese mal que gobierna estos tiempos, y de la que solo queda un regusto amargo porque, la Vida, no parece estar dispuesta a contratarnos.
De esta forma, Maximiano Revilla ha intentado resolver un misterio: el cuántico aleteo en la boca es el movimiento de la lengua y de los labios al articular un nombre —recordamos el principio de la Lolita de Nabokov…, no podía ser de otra manera—. ¿Pero cuál es este nombre que pronunciamos como un ensalmo y que nos guarece de los insultos de esa vida que no nos quiere? Se trata del nombre de la persona amada, del nombre de un libro, de un escritor, del nombre de cualquier cosa que pueda hacernos la existencia más llevadera; nombres que pronunciamos como corazas, que nos blindan ante la hostilidad cotidiana y nos protegen del horror de los telediarios, del espanto de la cola de la panadería, de la soledad de las butacas del cine, de la agresión del café de máquina en la agria pausa de la media mañana.
Personas amadas, libros, sueños, ideales…, al final, todos estamos articulando el mismo nombre con el mismo aleteo cuántico: es la poesía. Nuestra poesía de batalla, personal, intransferible, esa que consigue que nos sobrepongamos, la que nos proporciona fuerzas para afrontar el día a día y poder escapar de la pavorosa soledad de los no-lugares.

O de un único y descomunal no-lugar: nuestra propia vida.

lunes, 9 de octubre de 2017

Limónov-Emmanuel Carrère


*Esta reseña apareció en mi columna literaria de los viernes de achtungmag:

http://www.achtungmag.com/emmanuel-carrere-limonov-la-poliedrica-personalidad-rusia/


Emmanuel Carrère: Limónov o la poliédrica personalidad de Rusia

No acostumbro a reseñar ningún libro que no me hayan enviado las editoriales, pero con Limónov (Anagrama) voy a hacer una excepción hoy en esta columna de los viernes de El Odradek. Y lo excepcional de esta obra viene dado por dos aspectos: en primer lugar, porque una mañana algo torcida apareció en mi casa en forma de paquete, mandado de forma desinteresada por una de esas personas que hacen que Instagram merezca la pena. Al menos, el Instagram que yo conozco y que es el Instagram literario. El segundo aspecto, nos remite meramente a su contenido excepcional. Limónov es, en su género, una obra maestra. ¿Pero cuál es su género?

Hacía mucho tiempo que llevaba oyendo hablar de Limónov. Algunos amigos de fino paladar lector ya me lo habían recomendado con ganas. La obra apareció en España en 2013 y, desde entonces, sentía que era un asunto pendiente. Ahora, gracias al mecenazgo cibernético, he podido saldar esa deuda.

Emmanuel Carrère elabora una biografía novelada, un producto literario acorde con esta post-posmodernidad en la que nos encontramos, donde los recipientes que albergan la literatura han difuminado sus límites hasta convertirse en vehículos de diversidad narrativa. Quiero decir con eso que, Limónov, es consecuencia de estos tiempos nuestros, y como tal se presenta… Un libro que es difícil de definir, una biografía que a ratos parece novela, que en otros es un tratado sobre ciertos aspectos y conflictos de la Europa más cercana y, para culminar, se convierte en una magnifica autoficción.

Pero…, un momento, ¿estoy hablando del libro o del propio personaje? ¿Acaso Eduard Limónov no es un hombre complejo, poliédrico, enrevesado, indefinido, imposible de definir, al estilo del país de donde procede? Cuando uno lee este tremebundo compendio de las miserias continentales del cambio de siglo, se da cuenta de que Rusia es una amalgama de personalidades, como Limónov y, ¡oh, sorpresa!, como el propio libro.

Eduard Limónov representa todo aquello que ha sido, que es, y que necesita ser Rusia: bohemio, desdichado, cruel, tirano, sumiso, violento, genial, voluble, arisco, pavoroso. Con la lectura de la construcción geométrica que de este personaje lleva a cabo Carrère, —una especie de cubo de Rubik imposible de cuadrar por muchas maniobras que se intenten—, al mismo tiempo, se está conformando la arquitectura, vertebra a vértebra, de aquella infamia que fue la Unión Soviética, de esa especie de Chicago Años 30 que resultó ser la Federación Rusa, y del laberinto brutal que ahora es la tierra de Vladímir Putin.

No cabe duda, al leer este lúcido retrato, que sólo podría haber sido un ruso, por entonces soviético, Alekséi Pazhitnóv, el creador de un juego como el Tetris, en donde hay que encajar desesperadamente las piezas de un puzle hasta el infinito… Y un puzle es también este Limónov, en lo personal, en lo literario, e incluso en lo geopolítico, ya que de su mano recorremos algunos instantes determinantes de nuestra (in)consciencia europea, como la guerra de los Balcanes, la liquidación de los comunismos o el repunte de los nacionalismos de corte ultraderechista.

Literariamente hablando, Limónov es una construcción encadenada en un momento de estado de gracia de su autor. La inclusión del propio Carrère en el texto lo dota de las gotas justas de autoficción para convertir a la biografía en un ejercicio de nervio moderno y claridad explicativas. Destacables, muy destacables, son algunas de las páginas dedicadas a la URSS, la Rumania comunista o a la ex Yugoslavia.

El libro ya merecería la pena por lo que se encuentra entre sus páginas 197 y 202, donde Carrère realiza una de las disecciones más contundentes y concluyentes de la historia estalinista de la URSS. Nadie podrá afirmar que desconoce los hechos, o que no comprende lo que sucedió allí, después de leer esos párrafos demoledores. La URSS, Rusia y Eduard Limónov son poliedros de infinitas caras, cuyas aristas no solo pinchan: destrozan.

En el capítulo de otras personalidades históricas que pasan por el tamiz biográfico de Carrére hay que destacar los retratos que hace de Gorbachov, Yeltsin y, por supuesto, Vladímir Putin. Sus componendas, sus triquiñuelas bastas y baratas en el poder, para afianzarse o conseguirlo, y sus crímenes de Estado: la guerra de Chechenia para disimular la enorme corrupción en el Ejército, los atentados en edificios de diferentes ciudades rusas que acabaron con la vida de 300 personas y que se achacaron al terrorismo islámico, la masacre con gas en la desgraciada gestión de la crisis de los rehenes del Teatro Dubrovka de Moscú, los tejemanejes económicos que entregaron las grandes compañías de gas y petróleo a multimillonarios…

En ese aspecto, en el del crimen, Carrére no se anda con tibiezas, y culpa directamente al Estado del asesinato del general Lebéd —en un sospechoso accidente de helicóptero—, y de las muertes de los periodistas Artyom Borovik —en accidente de aviación—, Paul Klébnikov —ejecutado de cuatro disparos en plena calle, primo de Carrére— y Anna Politkóvskaya —en el ascensor de su casa—, así como de la liquidación del ex agente del KGB Alexander Litvinienko —envenenado con polonio-210—.

Pero, por encima de todo este horror, uno de los regalos que Carrère nos hace en este libro es el proporcionarnos noticia de otras obras que son realmente impactantes. Personalmente, yo desconocía a Limónov como escritor. Tenía una remota idea de que era un personajillo, politicastro de un partido extremista, y también ignoraba que una de sus novelas se publicó en España en 2014. Se trata de Soy yo, Edichka (Marbot ediciones), primer texto que escribió, de marcado carácter autobiográfico, del cual se nutre esta autoficción biográfica novelesca de Carrère, y que generalmente se considera como una obra maestra. Y mi sorpresa ha ido en aumento al descubrir que la sorprendente Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, editó en 1991, Historia de un servidor y, en 1993, Historia de un granuja.

Además, el francés nos menciona en su libro una obrita determinante para conocer el carácter de la sociedad de la era de Brezhnev, un texto macerado en alcohol titulado Moscú-Petushkí de Venedik Eroféiev, que también está editado por Marbot y además por Alfaguara. Y la obra de Zajar Prilepin, militar en Chechenia e ideólogo del Partido Nacional Bochevique fundado por Limónov, y publicada por la editorial Sajalín: Patologías.

Y me gustaría que algún día se publicara algo de la curiosísima Natasha Medviédieva, ex esposa de Limónov y que, aparte de ser la portada de aquel primer disco de The Cars en 1978, fue cantante de rock del grupo Tribunal, poeta y narradora, cuya obra permanece inédita en español.

No puedo evitar recomendar una lectura transversal que cuadra perfectamente con esta lectura de Limónov, por algo soy comparatista, y durante mi inmersión en las páginas de Carrére no me he quitado de la cabeza la obra El Imperio del polaco Ryszard Kapuscinski, como un complemento ideal a esta visión de la descomposición del Imperio Soviético, su peregrinación como Federación Rusa y el inmenso caos que representa en su actual piel de Madre Rusia.

Tres etapas políticas que son las tres edades que conforman la personalidad poliédrica de Eduard Limónov, un reflejo de lo que Svetlana Aleksiévich denomina como Homo Sovieticus.
Homo Limónov, me atrevería a decir.