domingo, 21 de enero de 2018

Ensayo sobre la comedia-George Meredith


*Esta reseña apareció en Achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/ensayo-la-comedia-george-meredith-humor-progreso/


George Meredith: Ensayo sobre la comedia o el humor como progreso

Nos encontramos ante un hombre de otro tiempo, George Meredith, que formula unas reflexiones agudísimas para la época en que las escribe. Por tanto, el Ensayo sobre la comedia y los usos del espíritu cómico, primorosamente editado por Ediciones del Subsuelo, es un texto exquisito para lectores exigentes y decididos. Algunos nos sentimos identificados con sus reflexiones, lo que me hace albergar algunas dudas: ¿Seremos entes del pasado, dado que hemos sido capaces de disfrutar de este lúcido texto que Meredith proyecta desde una lejanía de 140 años? No, la respuesta radica en la modernidad del pensamiento de Meredith, producto de su fino análisis y su inmensa cultura.

Mi padre, hombre elegante aunque yo creo que flemático en exceso, era un gran admirador del humor inglés. Al verlo disfrutar con series como Un hombre en casa, después con Los Roper, —en una época en que el españolito ignoraba lo que eran las sitcoms, tampoco sabía qué eran los spin offs, y ni maldita falta que le hacía—, y algo más tarde con Caída y auge de Reginald Perrin, creí llegar a entender aquello de que existía un humor inteligente y otro, vamos a llamarlo así, más grueso.

Nos encontramos en un país que es capaz de hacer sátira descarnada de lo que sea, por trágico o desagradable que resulte. Basta bien poco para que el mundo digital se llene de memes choteándose de cualquier asunto. En efecto, si hemos sabido reírnos del desastre nacional que fue aquella nariz reventada por el codo de Tassotti, o de esa pandilla de golfos apandadores que gobiernan el país (en cualquier momento y de cualquier partido y autonomía), es que en España estamos hechos de otra pasta. ¿Por qué?

Al leer el ensayo de George Meredith uno lo comprende con claridad: por mucho humor inglés, o francés —¿existe un humor alemán?—, este es el país de la comedia, el hábitat natural del reírse los unos de los otros, la factoría que mayor y mejor cantidad de obras teatrales humorísticas ha otorgado al mundo. ¿O tengo que recordar a Ramón de la Cruz, Mihura, Arniches, los Álvarez Quintero, Muñoz Seca, Poncela, entre otros muchos?

Sin embargo, las comedias españolas a las que puede recurrir Meredith como referente, evidentemente, no están firmadas por las luminarias que he mencionado. Porque el texto que conforma el Ensayo sobre la comedia y los usos del espíritu cómico es la edición de una conferencia dictada el primero de febrero de 1887 en la London Institucion, y que en el mes de abril de ese mismo año apareció publicada en el New Quarterly Review. Tuvieron que pasar 20 años para que se editase como librito, a la par, en Londres y Nueva York, bajo el auspicio de tan prestigiosas editoriales como Constable y Scribner.

Así que el texto, incorporado definitivamente a la obra de Meredith como un ensayo con entidad propia, ha llegado ahora hasta nosotros en esta nueva edición de Antonio Lastra, que además aborda la nada fácil tarea de traducirlo y anotarlo, con evidente éxito, y haciendo gala de una sabiduría más que notable.

La principal referencia que Meredith tiene del espíritu cómico hispánico es, como no podría ser de otra manera para un británico, El Quijote. En primer lugar, porque entiende el espíritu cómico como un indiscutible signo de inteligencia, y de eso Cervantes anda sobrado, y en segundo porque la tradición de estudiar y comprender al Quijote siempre tuvo mucho más predicamento en Inglaterra o en Rusia, que en España, al menos hasta bien entrado el siglo XX; la obra de Cervantes había calado en esos lugares mucho mejor que entre nuestras envidias patrias, y se abordaba desde una perspectiva de admiración que, hasta hace bien poco, por aquí nos ha faltado. Somos así.

El texto de Meredith presenta una paleta de resortes fascinante: porque al comparar comedias y formas de humor nacionales, es decir, Molière, Goldoni o Shakespeare, lo que está haciendo es literatura comparada. Y al analizar su repercusión en el público, nos encontramos ante un pequeño, o no tan pequeño, estudio psicológico, sociológico, e incluso antropológico, de ciertos gustos, usos y costumbres.

En donde Meredith se muestra más fino es en este tipo de análisis de las formas en las que cristaliza la comedia en diferentes países. Maneja un amplio conocimiento de la escena internacional, por llamarlo de alguna forma, y de las obras capitales de autores como Molière. No le tiembla el pulso a la hora de caracterizar a los locales Wycherley, Congreve y Sheridan, como meros epígonos del francés. Esta amplitud de miras, esa forma de tener claro el suelo que está pisando, es lo que hace del texto de Meredith una fuente de primera mano en cuanto al estudio de lo cómico, pero no sólo en el teatro.

El ojo analítico de George Meredith es prodigioso a la hora de abordar algunas de sus tesis.  Para comenzar, su sinceridad es digna de aplauso:

Las buenas comedias son producciones tan raras que (…) no nos llevaría demasiado repasar la lista inglesa”.
A continuación, explica los motivos por los que la buena comedia es tan difícil de encontrar:
Se requiere una sociedad de hombres y mujeres cultivados, en la que las ideas fluyan y las percepciones sean rápidas, que le proporcione materia y una audiencia”.
La comedia es, por tanto, un estado social para George Meredith, donde los hombres sin sentido del humor, esos “que no ríen”, son “como cuerpos muertos”. Pero cuidado, porque, en efecto, hay que reírse, pero con moderación e inteligencia, sabiendo muy bien de aquello de lo que nos reímos porque
“reírse de todo es no tener ninguna apreciación de lo cómico de la comedia”.

Meredith no tiene ningún problema a la hora de ensalzar el espíritu cómico de otros países sobre Gran Bretaña; un espíritu cómico que, además, consigue el enriquecimiento de la percepción de la naturaleza humana. Así,
los franceses tienen una escuela de comedia majestuosa (…) y disponer de esa escuela es la razón principal, como señaló John Stuart Mill, de que conozcan a los hombres y las mujeres con más precisión que nosotros”.
Por ello, Molière, “observador agudo y equilibrado”, es el “poeta” de los franceses.

Aquí, el autor da rienda suelta a su impagable tarea de comparatista. Primero, confronta a Congreve con el propio Molière, y el resultado es uno de los muchos párrafos luminosos de este ensayo:

Contrastemos el ingenio de Congreve con el de Molière. El del primero es un espada de Toledo, afilada y de acero maravillosamente flexible, presta al duelo, inquieta en la vaina y hermosa fuera de ella. El ingenio de Molière es como un arroyo que corre, con innumerables destellos en cada recoveco del bosque por el que ha de abrirse paso. No corre en busca de obstáculos para hacerse oír por encima de ellos, pero cuando las hojas muertas y sustancias más sucias se amontonan en su trayectoria, su canción natral se eleva. Sin esfuerzo ni deslumbrantes reflejos de logro, está lleno de salud, del ingenio de la buena educación, el ingenio de la sabiduría”.
Aunque sólo fuera por líneas como estas, ya merecería la pena el texto.

El conocimiento de Meredith sobre el asunto es inmenso. De esa forma, analiza las comedias clásicas de Terencio y las compara con las de Menandro, para conectarlas y medirlas al Tartufo de Molière. Después, le toca el turno a la comedia italiana, con Goldoni a la cabeza, además de Boccaccio y Maquiavelo.

Entonces, el estudio alcanza la comedia española, que es:
generalmente aguda, como el contorno de un esqueleto; de movimientos rápidos como marionetas”.
Y en donde sobresale la imponente figura de Don Juan. Por el contrario, la comedia alemana se queda en “intentos”, donde lo más pasable se encuentra en la novela de Richter titulada Siebenkas —en efecto, aquella en donde se acuña el término del Doppelgänger, del que ya os he hablado en alguna ocasión aquí, en Achtung!—, y en algunos fogonazos de Goethe y la voluntad de Lessing. Porque:
la risa literaria alemana (…) es infrecuente y más bien monstruosa”.
Y atentos a esta conclusión:
Al este encontramos un silencio total de la comedia en un pueblo intensamente susceptible de risa, como testifican Las mil y una noches. Donde el velo cubre el rostro de las mujeres no puede haber sociedad, sin la cual los sentidos son bárbaros y el espíritu cómico se ve empujado a las alcantarillas de la ordinariez para saciar su sed. Al respecto los árabes son peores que los italianos, mucho peores que los alemanes, en la misma proporción en que su sistema de tratar a las mujeres es peor”.
Interesante Meredith, haciendo del sentido del humor un asunto sociológico y feminista. Por tanto, sentencia que donde las mujeres
carecen de libertad social, la comedia alta; donde son bestias de carga domésticas, la forma de la comedia es primitiva; donde sin tolerablemente independientes, pero sin cultivar, el melodrama excitante ocupa su lugar y ofrece de ellas una versión sentimental (…) Donde las mujeres están en pie de igualdad con los hombres, en logros y en libertad (…) allí la comedia pura florece”.
Tan sorprendente como moderno resulta este análisis de la igualdad de sexos, de la libertad de la mujer relacionada con el estallido del espíritu de lo cómico, que viene a ser lo mismo que  conectarla con las maneras de saber divertirse de una forma educada y sana porque “lo cómico brota perpetuamente de la vida social”.

Después de comparar la sátira con la comedia y las formas de risa que ambas provocan, en la sátira es una forma de reír como un “golpe en la espalda o en rostro” y en la comedia se trata más bien de un “humor mental” que resulta “de una cortesía sin rival”, Meredith considera que, por tanto:
Una prueba excelente de civilización de un país (…) es el florecimiento de la idea cómica y de la comedia, y la prueba de la verdadera comedia es que despierte una risa meditada”.
Así es este ensayo sobre la comedia y el humor, que tiene mucho de reflexión antropológica. Es convincente, y creo que muy necesario seguir una de sus recomendaciones, la de sacar de nuestro interior ese “íncubo, terriblemente familiar”, que nosotros conocemos por el nombre de aburrimiento. Si hemos leído el ensayo de George Meredith, desde luego que ya lo hemos arrojado lo más lejos posible.

lunes, 15 de enero de 2018

Calle Este-Oeste-Philippe Sands (2)



*Esta reseña apareció en Mi Nueva Edad:

https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/1/3/el-libro-del-mes-calle-este-oeste-de-philippe-sands/

Título: Calle Este-Oeste
Autor: Philippe Sands
Editorial: Anagrama
Número de páginas: 601
Año: 2017
Deslumbramiento y congoja

El primer libro que recomendamos en Mi Nueva Edad para el año 2018 es una de esas obras maestras que no suelen ser fáciles de encontrar. Calle Ese-Oeste ha sido elegido como el libro del año 2017 por el sitio Achtungmag.com. Aunque al final de este artículo os dejo un enlace a la crítica de ese medio, para que en mayor profundidad podáis consultar los motivos que hacen importante el texto, ahora voy a dedicar unas líneas especiales para vosotros, lectores de Mi Nueva Edad, comentando las virtudes que lo convierten en una lectura crucial y en la mejor forma de comenzar el año leyendo.

Philippe Sands es profesor de Derecho Internacional y abogado. Por ese motivo, y por la importancia que los temas tratados en Calle Este-Oeste han tenido directamente sobre su familia, elige precisamente hablarnos de las vidas de tres personas: son tres abogados, pero de carácter bien diferente. Asistimos a las biografías de Hersch Lauterpacht, Rafael Lemkin y Hans Frank. ¿Quiénes son? ¿En qué radica su importancia?

Hersch Lauterpacht, nacido en lo que ahora es Ucrania, fue el introductor de la figura jurídica de Crímenes contra la Humanidad, mientras Rafael Lemkin, a quién podríamos considerar polaco, acuñó el término de Genocidio. Sobra mencionar la descomunal importancia que ambos términos han tenido en la segunda mitad del siglo XX, gracias a los cuales se ha podido condenar a numerosos estadistas, políticos y funcionarios. Se puede afirmar que, después de estos conceptos, los Estados ya no pueden disponer impunemente de sus ciudadanos.

Por su parte, el alemán Hans Frank fue jurista y ministro de Hitler, con el peor de los cargos: Gobernador General de la Polonia ocupada. Es decir, su cometido era poner las leyes a disposición de la maquinaria que permitió Auschwitz, el Holocausto, las ejecuciones sumarias y la limpieza étnica.

Sands presenta la vida estos tres personajes, aderezada, además, con una indagación sobre el destino de su propia familia, víctima de las leyes y de la administración de Hans Frank, en 601 páginas repletas de sinceridad y fascinación. Nos lleva de la mano hasta los Juicios de Núremberg, en donde Frank fue condenado a la horca y el término de Crimen contra la Humanidad tuvo un papel determinante en la resolución del proceso. Sin embargo, Lemkin no consiguió que el Genocidio fuera incluido en aquellos cargos de una forma definitiva. Aun así, la ONU sí que lo reconoció poco después.

Calle Este-Oeste es un brillante trabajo biográfico, pero también es un libro que mediante la investigación y la indagación busca encontrar la verdad. Y encontrando esa verdad consigue dar voz a los millones de víctimas del régimen nazi, honrarlas y recordarlas. El grosor del volumen podría provocar, en principio, un más que justificado reparo, pero desde la primera línea del libro el asunto se presenta tan bien llevado, narrado de una manera tan sencilla y atractiva, que se hace corto y resulta asequible para cualquier paladar lector.

Sin ningún lugar a dudas, nos encontramos ante uno de esos trabajos llamados a marcar un momento determinante en nuestras lecturas, que debe ocupar un lugar destacado en nuestra biblioteca. Es posible que algunos hubiéramos oído hablar de Hans Frank, pero seamos sinceros: ¿quién, sin ser un experto, conocía las figuras de Lauterpacht y Lemkin? Así, el libro destapa una riada de información sobre algunos acontecimientos que han configurado nuestro tiempo, en especial el Juicio de Núremberg, ante los que no podemos volver la cabeza o continuar ignorándolos. Porque, nos guste o no, somos hijos de todo aquello.

Calle Este-Oeste deja un fogonazo deslumbrante tras su lectura, pero también aprisiona el corazón con una garra. Deslumbramiento y congoja, las dos sensaciones características de aquellas obras, de esos libros, que están llamados a marcar un tiempo. Y hemos tenido la suerte de que Calle Este-Oeste ha aparecido en nuestro tiempo. Léanlo.

Aquí, os dejo el enlace a la crítica del libro del año de Achtungmag:


domingo, 14 de enero de 2018

Historias sicilianas-Giovanni Verga



*Esta crítica apareció en el sitio achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/historias-sicilianas-giovanni-verga-espiritu-la-tierra/


Historias sicilianas: Giovanni Verga y el espíritu de la tierra

Hace algunos años elegí como complemento a mis estudios de Literatura Comparada un par de asignaturas sobre literatura italiana. Aquellos cursos me impactaron profundamente y cambiaron en diferentes aspectos mi forma de entender la escritura. En primer lugar, gracias a una refrescante relectura de Boccaccio, de Petrarca y, como no, de Dante. Después, por toda la lírica de Leopardi, por el barroquismo de D´annuzio, por Lampedusa y por la delicadeza de Basani. Y quedaba lo mejor: la explosión narrativa de Manzoni y la prosa de Giovanni Verga; una prosa certera como una pedrada en la cabeza, aromática como un terrón de tierra húmeda, sabrosa de pan y de sal y de aceite de oliva. Una forma de escribir que abrió una brecha de sangre en mi percepción de escritor. Ahora, tiempo después, ediciones La Línea del Horizonte recupera los relatos de Verga en el volumen Historias sicilianas. Es vuestra oportunidad, achtungers!, de leer a una de las grandes prosas italianas de todos los tiempos.

Las páginas dictadas por Giovanni Verga huelen a cebollas y a sudor. Al sudor de las mujeres que cocinan en los primitivos fogones de las casuchas de los pueblecitos sicilianos, al sudor de los hombres que se pelean con los campos; también huelen al aceite y al miedo. Al aceite de oliva prensado a mano y rezumante en las pieles saladas de los cuerpos, al miedo de los trabajadores bajo la amenazadora sombra de la malaria.

Los relatos de Verga, en estas Historias sicilianas, conforman un díptico: en un lado, Vida en los campos, en el otro, Relatos rústicos. En el centro: el espíritu de la ostra, esa sensación de comunidad que es capaz de superarlo todo, de aferrarse a lo que sea con tal de salir adelante, de alcanzar el siguiente día, por difíciles que sean las situaciones, por miserable que resulte la existencia, por imposible que sea vivir.

 Ese espíritu de la ostra alimentó una de sus grandes novelas, Los Malavoglia (Cátedra), en donde los marineros arreglan sus redes con la mirada puesta en la próxima jornada en el mar, con el respeto por todos aquellos que no regresaron de la que fuera su última singladura; un texto que hiela el alma, calienta la cabeza y sobresalta el corazón… Similares reacciones fisiológicas se reproducen en este volumen de cuentos.

Porque Verga es un escritor realista que alcanza más allá: es verista. Y por eso nos presenta los jirones más amargos e incómodos de la realidad. Los más tremendos. Porque también tiene mucho de tremendista. Verga es un Galdós bueno, un Galdós de soportales virados en sombra mientras afuera el sol de agosto calcina los campos, un Galdós de empedrados, no de garbanzos; y también es un Cela de Pascuales Duartes, de violencia insensata, de grandes pasiones y pulsiones.

También es un Blasco Ibáñez de Arroz y tartana o de La barraca (ambos en Alianza Editorial), con unas anguilas aceitosas para comer bajo el imponente sol de Sicilia, luminoso y doloroso como un cuadro de Sorolla, agostador como el fuego de todos los infiernos juntos. Unos lugares, los de Verga, en donde los hombres y la naturaleza se enzarzan en una lucha tan desigual que termina por resquebrajarse en furibundos ataques de pasiones desaforadas. No queda otro remedio.

Por ello, no podía ser de otra forma, Mascagni compuso una ópera inmortal desde su relato Caballería Rusticana, pero podría haberlo conseguido con cualquier otro cuento. En ellos, los principales elementos de un libreto operístico que se precie, brotan como de un eterno manantial de sensaciones: amores extremos, sufrimientos profundos, celos enquistados, rabia, locura animal, sensualidad peligrosa, violencia, ira, todo ello en un escenario propicio para desencadenar los dramas: el inclemente cronotopo siciliano, reseco de sed, ahíto de mares, refulgente de soles, plagado de tumbas.

Será esta naturaleza leopardiana, en su más amplio, pero también en el estricto sentido de implacabilidad, la que azota al individuo desde la cuna hasta la tumba, sin ofrecerle el menor descanso, la verdadera protagonista de los Relatos rústicos. Unos campos que se resisten a ser sembrados, que cuando parece que han claudicado y ofrecen la promesa de la cosecha se echan a perder con súbitas neblinas, una tierra quebrada de sed en donde habita la malaria.

Tal vez sea Malaria uno de los relatos fundamentales del libro. Si en la primera parte del díptico, en Vida en los campos, se refleja cómo la dureza de la batalla contra el territorio por arrancarle unos granos de comida acaba desencadenando la furia entre unos y otros, como un vehemente vehículo de amor, locura y muerte, al estilo de los relatos de la jungla del uruguayo Horacio Quiroga, en la segunda mitad nos encontramos un combate demencial contra la propia naturaleza, por la mera subsistencia en un entorno crítico. Una batalla que se compone de una mezcla de amor y de odio, porque el terruño es la patria, pero también es la condena a morir sin dinero, sin tener nada que comer, enfebrecidos por la enfermedad.

En efecto, he recordado a Quiroga, porque Malaria entronca con esos relatos de sangres y fiebres de los pantanales de Misiones. La naturaleza se muestra como una madre vengativa y celosa de sus frutos, que no permite, salvo a grandes costes, extraer de su seno las riquezas. Los hombres, enloquecidos de cansancio y trabajo, desatan sus pasiones, y bregan con sus vidas tal y como se afanan en las insatisfactorias tareas, ya sea en las junglas o en el campo.

Por lo tanto, la Sicilia de Malaria es una Sicilia de tercianas y mantas empapadas en sudores fríos, de pañuelos atados alrededor de las mandíbulas para contener el castañeteo de los dientes, de rostros amarillentos y cenicientos, de sulfatos y medicinas, pero sobre todo, es una Sicilia de crueldad, miseria y muerte en donde impera una ley natural primitiva y salvaje.

Si empezamos por la primera tabla del díptico de estas Historias sicilianas, esa Vida en los campos, observamos como los sacrificios del trabajo sobre la tierra, a pesar de estar presentes como un negro nubarrón sobre las cabezas de los protagonistas, se ven relegados a un segundo lugar, o tan sólo como si cumplieran la misión de ser conformadores de la personalidad furiosa, celosa, flamígera y furibunda de quienes se asoman por esas páginas. Por eso, Caballería Rusticana es una muestra tremendista de pasiones desatadas: el amor, los celos y la venganza, cuya combinación, siempre, acaba en muerte.

Después, el relato La loba, abunda en una sexualidad desatada e incontrolada, como una prolongación de los trabajos con la prensa del aceite o las vaharadas del carbón y el fuego de la fragua. Aceite, carbón, sarmientos, elementos naturales que se cargan de pasión y deseo voraz para conformar una personalidad, la de La loba, obsesiva y hambrienta; diríase que la mujer se ha transmutado en una de las criaturas que habitan la isla, que triscan por el monte y que se esconden en alguno de los agujeros.

Ante semejante principio, de comportamientos que van más allá de lo irracional, desencadenados en odios y amoríos, en egoísmos bajo el sol de plomo, Giovanni Verga se siente en la obligación de serenar, momentáneamente, su escritura, y aclararle al lector los motivos por los cuales ha colocado estos descarnados cuadros frente a sus ojos, esos retratos de personas obstinadas en sobrevivir en dónde lo más sencillo sería dejarse morir: cuando lo más fácil es odiar, ellos eligen amar con una amor posesivo, egoísta y sepulcral.

En la pieza Capricho, el autor trata de exponer el espíritu, entre realista y naturalista, que se desprende de estos cuentos:

Para poder comprender semejante testarudez, que en algunos aspectos es heroica, tenemos que empequeñecer nosotros también, acotar el horizonte entre dos pedazos de tierra, y mirar con el microscopio los pequeños motivos que hacen latir los pequeños corazones ¿Quieres mirar también tú a través de esta lente? ¿Tú que ves la vida desde el otro lado del catalejo? El espectáculo te parecerá extraño y tal vez por eso te divertirá”.

Pues aquí lo tenemos, el objetivo principal de Verga, ese catalejo que es como el del Magistral don Fermín de Pas al principio de La Regenta (Cátedra), cuando desde lo alto de la catedral de Vetusta contempla a la gente de la localidad como si fuera un entomólogo asomado a su microscopio, estudiando el comportamiento de unos insectos. Precisamente eso, como De Pas en el arranque de la novela de Clarín, es el escritor realista: un biólogo de la naturaleza huma, que nos la presenta en cortes ampliados a nosotros, sus lectores.

Así, Verga nos ofrece una serie de personajes cuya existencia cotidiana es analizada, para descubrir, tras el velo de lo normal, las grandes tragedias que conforman estas vidas. Al desfile de costumbres se nos une Jeli el Pastor o Pelirrojo Mal Pelo, condenado a la miseria de la mina, en donde su padre murió sepultado, y eso parece significar un destino sellado para el hijo. Multitud de personajes se van sumando a los relatos de ambas partes, bien sea batallando contra sus pasiones y pulsiones, bien sea enconándose con la naturaleza.

Esta es otra de las características de los relatos de Verga, que sus personajes atraviesan diferentes cuentos, dotándolos de una unidad y una estructura de continuidad que hace que tomen un gran relieve. Personajes que, incluso, como ocurre en Historia del asno de San José, son animales, como una forma de mostrar, desde su perspectiva de contrapunto, el comportamiento humano.

En efecto, son estas Historias sicilianas de Giovanni Verga un estudio del comportamiento humano, de su resistencia. Porque el objetivo del autor en estos cuentos, tal y como le relata a su colega el escritor Salvatore Farina en una carta que encabeza uno de los relatos, es “el estudio del gran libro del corazón”.


Porque para Verga la existencia humana es un misterio, un gran enigma las pasiones que la conforman. Y a estas alturas nosotros ya lo sabemos: la buena literatura se alimenta de pasiones y enigmas, porque solo así, cuando los muestra y los revela, es capaz de tocarnos el corazón.

martes, 9 de enero de 2018

Ampliación del campo de batalla-Michel Houellebecq (1)


*Esta columna apareció en achtungmag.com

http://www.achtungmag.com/ampliacion-del-campo-batalla-extranjero/



Ampliación del campo de batalla o de cómo ser extranjero de sí mismo

Michel Houellebecq y Frédéric Beigbeder son dos escritores franceses que, además de ser amigos, han tenido una trayectoria vital parecida que se refleja en dos de sus novelas. Ambos, denuncian un mundo repleto de estupidez e hipocresía en donde el factor humano ha quedado apartado en beneficio del mercado y de la sociedad anclada en la cultura del éxito que fomenta unos valores tan absurdos como crueles.

Esta mañana, después de haber sostenido una deliciosa entrevista con Álvaro Espinosa, el cantante y guitarrista de Pink Tones —y que en breve aparecerá en nuestra Galería de Cronopios de Achtung!—, me he visto obligado a comer en un céntrico restaurante de la capital. Se trataba de uno de esos lugares destinados al consumo del oficinista de cierto fuste, con un menú del día caro, pero de calidad, y una potente carta.

Mientras saboreaba una excelente menestra, me veía rodeado por agresivos corporativistas, por profesionales curtidos y convencidos del lugar que ocupan en este mundo, y por peones del absurdo mundo laboral. No quiero dar una imagen punk ni parecer un antisistema, pero escuchando sus conversaciones y contemplando sus actitudes, me he sentido como los personajes protagonistas de Ampliación del campo de batalla y de 13, 99 Euros (ambas en Anagrama), novelas de los franceses Houellebecq Beigbeder.

Ampliación del campo de batalla es la novela con la que Michel Houellebecq debutó, allá por 1994, en el mundo de la literatura. En principio, lo hizo sin hacer ruido y en una pequeña editorial, pero con el paso del tiempo el éxito literario creció hasta consagrar a su autor como uno de los escritores más importantes de su país.

En Ampliación del campo de batalla, el protagonista es un informático que, harto de su trabajo, se revela contra el mundo de convenciones laborales y comportamientos ridículos. En cierto modo, se trata de un antihéroe que se plantea el tema de la existencia, más cerca de El Extranjero (Alianza) de Camus de lo que pueda parecer, para realizar un desolador retrato de nuestra sociedad de consumo: un campo de batalla en donde luchamos cada día, o tal vez agonizamos, para no ser vencidos.

Este protagonista es un trasunto del propio Houellebecq que también fue informático y naufraga en la depresión que le provoca la decadencia del sistema en el que vive. Todos, adopten el papel que adopten, son perdedores en este ecosistema de la estupidez, la mentira, la prostitución de los valores, el consumismo instantáneo y el hedonismo salvaje. Ante eso no se puede oponer nada más que cierto tipo de nihilismo hastiado, que sirve más de protección que de solución.

El problema de la alienación por culpa de la cultura del éxito, por el mercado laboral increíblemente deformado, es que genera extranjeros internos, hombres extraños de sí mismos (de nuevo la referencia con Camus), y extiende una densa capa de insensibilidad sobre las personas y sus actos. El hastío ante semejante situación provoca un rechazo automático por parte del clan, que ya no nos considera como uno de sus iguales.

Los personajes de Houellebecq, y no solo en esta novela, exhiben un poderoso agotamiento vital. Así me sentía yo, agotado, mientras comía mi menú en el restaurante y en la mesa de al lado se glosaban las virtudes y las diferencias entre llevar a cabo un viaje de negocios en primera clase de una aerolínea, o en la clase ejecutiva de otra, en donde los estigmas del éxito radicaban en las diferencias de las bandejitas de comida preparada y recalentada que servían al viajero, siempre en función de la butaca que ocupase; y en el consumo de alcohol, por supuesto.

Un par de lugares más allá, se representaba una de esas pantomimas diarias que discurren con tanta normalidad como impersonalidad, una comida de negocios perpetrada por comerciales de una firma junto al cliente a quién pretendían embaucar. Términos del mundo del marketing, expresiones impersonales y bobaliconas, trufaban mi entrecot como una guarnición perniciosa: allí se hablaba sin ningún sonrojo de clientes VIP, de cómo había que “ir a bloque con el producto”, y se masajeaban unos a otros con una fraseología tan vacía de contenido como repleta de intención.

Desde la mesa se desprendía que, ellos, pertenecían al mundo del éxito, de los que hacen algo útil y tremendamente importante, aunque hayan entregado sus vidas a una batalla gomosa y absurda, braceando en medio de un mar que no engarza dos orillas —como afirma Houellebecq en Ampliación del campo de batalla—, y de la que yo, a día de hoy, no formo parte. Soy un apestado, alejado del mercado laboral desde hace años, y sumido, de nuevo en palabras de Houellebecq, en una “sensación de vacuidad universal”.

En efecto, y como a mí le ha sucedido a otros muchos, parece que hemos tratado, sin éxito, de vivir según las normas y las convenciones, tal y como le sucede al protagonista de Ampliación del campo de batalla, pero no lo hemos conseguido, hemos fracasado. De esta forma hemos transformado la cruel pradera de la existencia en un campo de batalla sangriento y aniquilador, en donde los sentimientos y todo aquello que nos hace humanos ha terminado por mutar en imbecilidad.

En mi caso, fueron casi doce años de un absurdo y amargo trabajo en donde pude asistir a lo peor que pueden entregar las personas: envidias, traiciones, chismorreos, un repertorio de la peor bilis posible. Con jefes incapacitados para llevar a cabo hasta la más nimia tarea y compañeros obsesionados en aniquilarte a golpe de insulto fácil y puñalada por la espalda.

De forma que, como Houellebecq, pero sobre todo como Beigbeder, un buen día decidí dejar ese mundo y convertirme en un apestado social. Y eso nos lleva a la novela 13,99 euros: su protagonista, en la cumbre de la mentira de ese mundo laboral erigido a golpe de frases contundentes, de reuniones y comidas de negocios, abandona la convención para intentar recuperarse como ser humano, aunque para ello, primero, tenga que realizar ese preceptivo descenso a los Infiernos.

Por este motivo, Ampliación del campo de batalla 13, 99 euros son dos novelas complementarias, dado que en ellas se refleja la renuncia de sus protagonistas al mundo de las convenciones, su rechazo a lo establecido (¿establecido por quién?, y sobre todo, ¿con qué autoridad sobre nosotros?), y la conversión, automática y definitiva, en detritos sociales.  

Como un leproso que lleva más de tres años al margen del mundo laboral, de ese mundo que tan orgullosamente desmigaban en la mesa de al lado con frases grandilocuentes de mercadotecnia, agoté un pequeño bizcochito de postre. Los integrantes de la comida de negocios se arrojaban si ningún tipo de rubor mentiras a la cara, que encajaban y regurgitaban envueltas en otras mentiras que volvían a ser repartidas, tal que si aquello fuera un partido de tenis de la infamia en donde todos estaban encantados de conocerse así mismos, es decir, eran tan cool que si se detenían a pensarlo con detenimiento podrían romperse de triunfo, como aquél licenciado que se creía todo él hecho de vidrio y no permitía que nadie lo tocara.

Estos personajes, abandonados de la vida, emitían mensajes tales como lo caro que a uno de ellos le resultaba llenar el depósito de su cayenne, que le salía más a cuenta tomar un avión para visitar a sus hijos durante el fin de semana que fijaba la custodia compartida. Asentados en el reflejo pálido de sus vidas, ubicado en la cresta de la ola del éxito del mercado laboral, no podían percatarse de que realmente se estaban moviendo a horcajadas de la cresta de un gallo de corral que solo cacarea cuando sale el sol.

Tal vez, para ser conscientes de ello, necesitarían leer a Houellebecq o a Beigbeder, en lugar de los mensajes insultantemente soft de Paulo Cohelo o Jorge Bucay, o las novelitas de Federico Moccia, compradas en arrebatos consumistas que sustituyen todos esos orgasmos pendientes.

En esas mesas, en ese restaurante, todos han aprendido a mentir y a mentirse sobre ellos mismos para no percibir el vertedero del campo de batalla, ampliado hasta abarcar el cosmos entero, en donde han construido sus nidos.

Termino mi comida. Pienso que nunca me fue tan útil como ahora la lectura del libro de Adam SoboczynskiEl arte de no decir la verdad (Anagrama), porque es el único motivo que me impide, sociópata de mí, no llevar a cabo allí mismo una declaración a voces de lo que opino de todos ellos. El campo de batalla se ha ampliado hasta los mantelillos y las mesitas del menú del día… Pero me contengo. Al fin y al cabo soy un apestado y conozco mis limitaciones.

Me marcho sin dejar propina.