sábado, 4 de mayo de 2013

Todo verdor perecerá-Eduardo Mallea





VERDOR AGOSTADO

De principio a fin, la novela de Mallea está atravesada por una continua obsesión de asimilar la naturaleza, la flora y la fauna, a los personajes, llevando a una vuelta de tuerca, por saturación y cansancio, el recurso romántico de que el paisaje es una proyección del yo interior de los protagonistas, cuando no son los protagonistas semejantes a animales de uno u otro tipo.

En este discurso, bastante cansado –aunque indudablemente contribuye a crear la sensación de hastío que quizás busca Mallea producir en el lector-, muchísimas se veces asemeja, por ejemplo, al corazón con una región desierta, o en sequía, o cerrado como una flor moribunda, agostada o marchita. Estas asociaciones, desde el nombre de la protagonista, “Ágata, como la piedra”, pasando por estados de ánimo como “ariscos perros callados” o “sufriendo como un buey”, hasta las identificaciones climáticas de los ánimos de los personajes -el casamiento lo sufrió como “una tormenta de tres días” o en la mujer duerme el lago femenino”- intentan asemejar al ser humano con el medio que lo rodea, como una parte inalienable de la realidad de la naturaleza. Los personajes son animales, con atributos de animales, con instintos de animales, y sufren un proceso de animalización (Nicanor Cruz), de desertización (Ágata), alcanzando similitudes con los animales en el caso de él, definido por una risa que es como un aullido desesperado, y con los páramos, los desiertos, los lugares yermos, en el caso de ella.

Con el cambio de escenario en la segunda parte de la novela, con la aparición de la ciudad, Mallea no voltea su estrategia, y continúa adjetivando y animalizando a sus personajes, aunque ahora se desempeñen en un ambiente urbano. Ema de Volpe será como una zorra, definida en su apellido, además. Ágata se sentirá, ante el cortejo del doctor Sotero, como una “bestia acosada”, “un errante animal”, “un cachorro”, y el propio Sotero será retratado, y es curioso que la referencia para definirlo sea la de un animal mítico, como un “gran dragón”; el grupo de niños se asemejará a una jauría: todo ello como un esfuerzo o un intento de definir lo que Mallea califica en un momento del libro como “la fauna humana”.  Esa es la tesis de Mallea que ensaya en el texto, presentar al ser humano, analizarlo, dentro de los parámetros de un comportamiento animal, acercar una lupa o un microscopio y desentrañar su naturaleza predadora, capaz de ser cazador y presa en una curiosa pirámide de supervivencia.

Es Todo verdor perecerá una suerte de Origen de las especies para Mallea, un tratado o compendio del ser humano interpretado como animal o como paisaje, incluso como ecosistema, en donde impera la ley del más fuerte, las leyes de supervivencia similares a las de la pirámide evolutiva, en donde la mujer -para el autor- ocupa un puesto claramente por debajo del hombre que, en su relativa asepsia de narrador naturista, varias veces denomina como machos y hembras de la especie, lo que no es más que un reflejo de un trasnochado, caduco y marchito ecosistema narrativo que, en consonancia con el peso que Mallea concede a la flora y a la fauna, y que recorre toda la novela, podría calificarse como apolillado.

Un texto, plomizo, tedioso e insoportable. Caduco.