martes, 27 de marzo de 2018

El meteorólogo-Olivier Rolin (1)


*Esta crítica apareció en achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/el-meteorologo-olivier-rolin-y-el-definitivo-extravio-de-la-fe/

El meteorólogo: Olivier Rolin y el definitivo extravío de la fe

Libros del Asteroide ha construido, con El meteorólogo de Olivier Rolin, un díptico. Un díptico estremecedor sobre la vida cotidiana bajo el estalinismo más extremo, que se completa con la publicación, hace ya unos meses, de La acusación de Bandi. Ambos textos presentan la impotencia del ser humano inmerso en el horror de un régimen como el de Stalin o como el de Corea del Norte. Un régimen que destroza cualquier atisbo de libertad, de humanidad, de esperanza. Tal vez, en este sentido, aun sea El meteorólogo más demoledora que La acusación: por lo que posee de sentencia sobre el régimen de Stalin, apoyada en todo el peso realista del reportaje periodístico. Por su parte, Bandi presenta sus cuentos de Corea del Norte como un compendio de indignidades tras unos relatos de ficción —no por ello menos verdaderos—, como las pruebas de lo que está ocurriendo allí. Si el asiático acusa al sistema, el trabajo de Olivier Rolin lo condena aportando evidencias demoledoras.

La historia de El meteorólogo es una historia real, no necesita de ninguna clase de ficción para mostrarnos lo peor y lo más cruel del gobierno que puso en pie Stalin. Un método asentado en la fraternidad ideal del comunismo que, sin embargo, subvertía, cuando no pervertía, la mayor regla del derecho: la presunción de inocencia. Con el estalinismo todo el mundo era culpable hasta que se pudiera demostrar lo contrario. Generalmente, nunca se demostraba esa remota inocencia porque el principio del entramado político-judicial gansteril era el de culpabilidad absoluta de todos. Incluso, en muchas ocasiones, hasta de los propios acusadores:
En tiempos de Stalin todo ciudadano de la URSS era culpable en potencia, se trataba tan solo de descubrir de qué y esa era la tarea de los órganos”.

Si se investigaba lo suficiente, todo el mundo era un criminal, todo el mundo se había conducido en contra del comunismo, del socialismo, de Stalin, o de Dios sabe qué —y no pongo a Stalin y a Dios en la misma frase por casualidad, al fin y al cabo en el superlativo ateísmo soviético Stalin era un Dios con mayúsculas, incluso un pantocrátor—.
Esta presunción de culpabilidad abrió las puertas a las escuchas, a las investigaciones, a las purgas, a las condenas y a las ejecuciones en masa. Millones de inocentes fueron arrastrados a la trituradora soviética del GULAG o a la maquinaria del tiro en la nuca. El autor define a este sistema de la siguiente manera:
Lo propio del terror que Stalin empezaba a hacer reinar era que nadie se libraba de él, por encumbrado que estuviese, por fiel que fuera en su tarea de verdugo. Nadie dejaba de ser un muerto viviente”.
Un muerto viviente. Muertos en vida. Tales eran quienes vivían bajo los regímenes comunistas, hasta el punto de que el escritor albanés Ismaíl Kadaré los define con un adjetivo bien significativo: funervivos. Pero bajo la losa congelada de esta palabra no sólo se engloban las víctimas, también lo son los encargados de administrar la partidista y miserable justicia bastarda y mentirosa, los servidores del régimen, todos aquellos que flotan panza arriba en la pecera de aguas fecales del sistema, que se han dejado pillar los dedos, las manos y los brazos con las bisagras de la sangre y con el mecanismo del entramado del Partido.

En los cuentos de Bandi que conforman La acusación los personajes deambulan sintiéndose permanentemente culpables de algo que les resulta insondable. Es la máxima expresión del sometimiento de masas, a tal punto se ha llegado a anular la voluntad de las personas. En el régimen de Corea del Norte los ciudadanos creen que son profunda y poderosamente culpables de algo y deben dar las gracias por que el Estado les permita continuar con su insignificante vida de insecto, siempre temerosos a que de un golpe los aplasten.
Puedes leer mi reseña de los cuentos de Bandi para Achtung! en este enlace:
El caso del libro de Olivier Rolin es bien diferente. En la URSS estalinista era el Estado quien creía que todos eran culpables, pero las personas se sabían inocentes hasta que ocurría el error o la desviación. Por eso, muchos de los condenados por mano del propio Stalin albergaban esperanzas de que si el Jefe de la Nación se enteraba de lo injusto de sus situaciones actuaría en consecuencia, deponiendo a los funcionarios que se extralimitaron en su celo, y reponiendo la justicia.
De ahí que muchos condenados a muerte, instantes previos a su ejecución, todavía encontraban las fuerzas para vitorear a un Stalin que, estaban seguros, desconocía las barbaridades que llevaban a cabo sus subordinados. Sin embargo, la rúbrica de la condena, en el papel oficial, era del mismo Stalin al que los desgraciados todavía imploraban. Olivier Rolin ofrece una explicación a este comportamiento:
Hay que tener en cuenta el desplome moral que entraña verse tildado de repente de enemigo del pueblo, cuando se está acostumbrado a concebir la totalidad del mundo como un enfrentamiento maniqueo, del que nada se libra, entre el pueblo y sus enemigos, hay que tener en cuenta la fe en el Partido que se mantiene contra viento y manera a la desesperada, la confianza irracional en sus dirigentes y en el más grande, más clarividente, más humano de ellos… Suponemos eso, esas razones y en el fondo nada sabemos al respecto, Quien no ha pasado por semejantes abismos no puede hacer ese viaje con la imaginación”.
De acuerdo, pero estas suposiciones nos resultarán muy válidas para comprender el inquebrantable comportamiento del meteorólogo durante su cautiverio. Su tabla de salvavidas es la incuestionable creencia en el Partido y en la infalibilidad de Stalin —y de nuevo un término religioso junto al Gran Ateo: infalibilidad, como aquella que se le supone al Papa—.
Por eso, resulta todavía más tremenda y moralmente indigesta la firme historia narrada por el francés Olivier Rolin sobre la caída en desgracia de uno de los meteorólogos principales de la Unión Soviética. Alekséi Feodósievich Vangengheim será víctima de un comentario sibilino pronunciado por uno de sus colaboradores, referente a un artículo publicado en una revista.
Alekséi había publicado una serie de trabajos sobre nuevas teorías climatológicas que uno de sus subordinados decidió atacar descarnadamente. Se había olvidado de citar a Lenin y a Stalin, ¡ellos sí que tenían ideas nuevas! Alekséi ni los mencionaba en sus ensayos… Ni siquiera recomendaba las obras de Stalin. Estaba perdido. De nuevo, el autor se muestra preciso, cirujano a la hora de interpretar la desgracia:
Olvido de Lenin y Stalin, propaganda de clase extranjera, corriente menchevique: son palabras terribles en la URSS de entonces y sobre todo en la que estaba naciendo, palabras que matan”.
Esa será la llave que abrirá la puerta de su desgracia. En 1934 lo acusan de traición a la Unión Soviéticay lo envían al complejo del GULAG en las islas Solovkí, en el Mar Blanco. Allí, seguirá siendo fiel a los ideales del comunismo, en la creencia de que Stalin no sabe ni una palabra de la injusticia que se está cometiendo con él —y por eso le dirige ocho cartas que no obtienen respuesta—. Creencia en Stalincomo se cree en un viejo icono ennegrecido por el humo de los velones, a quién se le dirigen cartas que son como plegarias pronunciadas frente al iconostasio.
Es el tiempo de los asesinos cómodamente arrellanados en sus despachos, al calor de la estufita, al amor del borboteo del samovar, entre la humareda reconfortante de la pipa de maíz y las numerosas condenas a muerte firmadas y extendidas sobre el escritorio; un vasito de vodka para disimular el mal sabor de boca, como metálico, que deja la sangre en la garganta, mientras los inocentes mueren de congelación y de hambre, también de ignorancia, sustentando sus escasas dosis de supervivencia en la creencia de un sistema que los ha condenado con una crueldad insoportable.
Stalin trabajando en su despacho. Durante un día de trabajo podía llegar a firmar cientos de sentencias a muerte.
Así que el meteorólogo escribe cartas a Stalin y a otros miembros del buró con la esperanza de que se enteren de su situación, pero por fortuna no sólo les escribe a ellos. También lo hace a su hija de cuatro años, a la que nunca volverá a ver. Porque así actúan los resortes del Régimen, la mujer del meteorólogo lo esperaba una noche a la puerta de la ópera, pero nunca acudió a la cita. Detenido esa tarde, fue conducido a la Lubianka y ya nunca regresó, porque de la Lubianka ya no volvía nadie:
Es que, si hay un lugar que simboliza ese asesinato en masa del ideal, esa monstruosa substitución del entusiasmo por el terror, de los camaradas por policías, es la Lubianka. Allí se encuentra el centro de esa alquimia al revés que transformó el oro en vil plomo”.
Rolin vuelve a ser exasperantemente exacto, tan exacto que duele. Porque en los sótanos de ese edificio maldito se ejecutaron a miles de hombres de un disparo en la nuca sobre un suelo sencillo de baldear, porque la culebrilla del manguerazo borraba el líquido del crimen, el aceite de la muerte y limpiaba responsabilidades. Sin embargo, Rolin es tristemente certero porque, por encima de los ajusticiados, lo que se ejecutaba era todo un ideal. La idea comunista transformada en excrementos, sesos y salpicaduras.

Monumento en la Plaza de la Lubianka que recuerda a las víctimas del GULAG y que esta construido con una piedra del campo de las islas Solovkí.

Olivier Rolin sabe que será en esas cartas dirigidas a su hija en donde se articule la verdadera historia del meteorólogo, en donde tomará relieves la cicatriz del dolor, cuando más nítida aparece la miseria humana en toda la amplitud de sus dimensiones. La Revolución fue partidista y arbitraria, tan solo de unos pocos, por lo tanto no fue Revolución sino injusticia. Las cartas muestran a un hombre ciego en la fe de sus ideales que lo llevan a sobrevivir en las peores circunstancias, aunque paulatinamente va perdiendo la solidez de sus creencias, hasta el desenlace humillante y terrible de su ejecución.
Alekséi es un pingajo triturado en la maquinaria del Estado, como todos esos personajes de Ismaíl Kadaré arrollados por el tren de mercancías albanés de Enver Hoxha, con 40 años de vagones repletos de cadáveres y el hedor a la muerte apestándolo todo. Alekséi es una víctima de una acusación trivial que recuerda a esa otra novela de Milan KúnderaLa broma (Tusquets), en donde el protagonista cae en desgracia por culpa de un comentario satírico sobre Trotski que ha enviado en una postal a su novia, que lo denuncia ante el Partido comunista checoslovaco.
Enver Hoxha

Los paralelismos literarios de El meteorólogo son muchísimos, no solo con novelas, sino también con muchos libros de Historia. En primer lugar, el estilo de Gran Reportaje que articula Rolin hace inevitable tener en la cabeza la obra de otro francés, el Limónov (Anagrama) de Carrére. Y el Archipiélago GULAG (Tusquets) de Aleksandr Solzhenitsyn o los Relatos de Kolimá de Varlam Shalamóv (Minúscula). E incluso otra obra del Premio Nobel, Un dia en la vida de Iván Denísovich(Tusquets). Y Prisionera de Stalin y Hitler (Galaxia Gutenberg) de Margarete Buber-NeumannStalin y los verdugos (Taurus) de Donald Rayfield o el impecable Koba el temible (Anagrama) de Martin Amis. Y claro, La acusación de Bandi —ya lo saben, también en Libros del Asteroide—.
Rolin es consciente de que está escribiendo con este enorme bagaje a sus espaldas, y así lo reconoce cuando afirma que:
Emociona ver materializarse cosas que proceden de la doble inmaterialidad del pasado y las lecturas: esos son los restos concretos, aquí y ahora, de lo que ocurrió hace mucho tiempo y que solo conozco por los libros”.
Con todos esos libros, con todos esos textos y autores, Olivier Rolin entabla un diálogo en El meteorólogo. Con las novelas de Kadaré, con El cero y el infinito (Destino) de Arthur Koestler y por supuesto con 1984 (Destino) de Orwell… Por ello, esta indagación histórica es tan rica, tan completa y tan profundamente acongojante. La correspondencia de Alekséi con el camarada Rubashov de la novela de Koestler es pavorosa. Tal y como le sucede al protagonista de El cero y el infinito le ocurre al meteorólogo durante los interrogatorios:
El pánico intelectual que le infunde pensar que cuanto más se presta al juego de la mentira, más creíble resulta, cuando la verdad lo es cada vez menos, el pánico moral que experimenta al sentir que declararse es lo que puede valerle una muy relativa indulgencia, mientras que afirmar su inocencia lo pierde”.
Se trata de la descomposición, la putrefacción cadavérica del sistema. No en vano, Alekséi acabará como Rubashov: el tiro en la nuca como indiscutible máxima de un Partido amenazado por la insignificancia de ambos personajes. Insignificancia asumida en primera persona en cuanto Alekséi baraja cualquier posibilidad como motivo de condena porque ya todo
es muy posible en el siniestro mundo alucinante del estalinismo: en un congreso internacional que presidía, había pronunciado, al parecer, un discurso de introducción en francés y no en ruso, sin respetar las instrucciones recibidas de sus superiores”.
Un discurso en francés o una broma garabateada en una postal. Ambos son motivos de condena para el desquiciado y paranoico Golem comunista que menean como un pelele Iósif Stalin o el sátrapa checoslovaco de turno, ya fuera Klement Gottwald o Antonín Novotnỳ, todos ellos espectros cebados por el mismo potaje asesino.
Stalin con Enver Hoxha (arriba) y con Klement Gottwald (abajo):


Así, en el campo de las islas Solovkí se encuentran, junto al meteorólogo, criminales de la talla del profesor Ochman de Bakú, un médico cuyo delito era:
haber roto, en un descuido, un busto de Stalin”.
O el animalista Mijail Burkov que:
 “lanzó una torta de tripas contra el enorme coche negro de un pez gordo del Partido que acababa de aplastar a un perrito”.
También hay filólogos, escritores, científicos, intelectuales, historiadores, traductores, inventores, hasta clérigos y archimandritas e, incluso, el último príncipe de la dinastía polaca de los Jagellón, un anciano que falleció tras una indigestión por haber conseguido tres raciones extras de pan.
El libro nos muestra los escalones que conducen a la desgracia del protagonista, que pasa de tenerlo todo (o todo aquello que se podía poseer en la URSS) a no tener nada —en eso también coincide con la ficción de Rubashov, porque nunca un personaje de ficción se disfrazó con tantos ropajes de realidad como este desgraciado que compuso Koestler—.
El meteorólogo se transforma por la acción punitiva: de disfrutar de un trabajo reputado y una posición sólida, junto a una familia, ahora será un número de condena en la cadena del horror, posteriormente borrado y olvidado del mundo. Esa cualidad de eliminar hasta la raíz es una característica de estos hombres sanguinarios. Tal y como sentencia el autor:
La formidable máquina de matar es también una máquina de borrar la muerte, lo que la vuelve aún más temible”.
Por ello es de una importancia crucial este libro y los libros que he mencionado antes, porque reparan la memoria que quebrantaron los asesinos y nos acercan hasta el presente a las víctimas olvidadas en los bosques de la Historia. Este es un empeño común de muchos escritores que se aproximan a los grandes genocidios y holocaustos.
Desde Franz Werfel y su reivindicación de la masacre armenia en Los cuarenta días del Musa Dagh (Losada), pasando por el recitado de las víctimas de la guerra del Líbano compiladas en listines en la obra de teatro Litoral (KRK Ediciones) de Wadji Mouawad, la poesía reivindicativa de la memoria de Zurita o Gelman, o el imponente trabajo de recuperación poética de las víctimas de las matanzas en UruguayChile Argentina llevado a cabo por el costarricense Laureano Albán en su indispensable Biografías del Terror (editorial Costa Rica), hasta ese final de la novela de Ismaíl Kadaré titulada Vida, representación y muerte de Lul Mazreku (Alianza Editorial), en donde enumera los nombres de las personas que perecieron con Grecia en los ojos y la sal en los pulmones en un intento de escaparse de la Albania de Hoxha por el estrecho del canal de Otranto.
No podemos engañarnos. Aunque la función sanadora y recuperadora de El meteorólogo es evidente, el libro de Olivier Rolin es muy duro, casi cruel, porque en él asistimos a la injusticia como suceso habitual y a la muerte como asunto común. En uno de los muchos aciertos del autor, se decide por parafrasear las cartas de Alekséi, introduciendo sus propios comentarios y conclusiones en ello.
Si Rolin se hubiera decantado por copiar las cartas una a una, el libro carecería de la impresión que nos causa al llegarnos de esta manera aquello que el autor selecciona de entre los escritos del meteorólogo, cargados con su visión que, además, es la nuestra, como lectores y personas que vivimos en el siglo XXI.
Este aspecto es determinante. El francés no se limita a ofrecer o exponer la realidad, sino que nos la muestra en tres dimensiones al encontrar esta forma de presentarla y contarla. La voz de Alekséi tamizada en la voz de Rolin es mucho más insoportable, mucho más cruda, porque el filtrado al que la somete el gatekeeper (permítaseme esta palabra de mis tiempos de estudiante de periodismo) la convierte en una especie de relato que se nos está contando de forma oral. Y desde la Grecia clásica todos hemos concluido que en la oralidad se albergan los trazos del drama, los orígenes de la tragedia. Es la forma en que aquello que llega nos golpea el corazón hasta lo insoportable.
Además, este hallazgo narrativo le permite a Olivier Rolin exponer la ejecución del protagonista de una forma tan terrible como desnuda, tan inhumana como desbordante de compasión. No estamos ante un informe de ejecución. Ni ante los documentos fríos, emitidos por los burócratas del Hades y cargados de un lenguaje seco, con palabras como raspas de sardina. Rolin lo sabe, y por ello, antes de mostrarnos el espanto en el fondo de los ojos de Alekséi, que es el espanto en los ojos del francés y que, en una mise en abyme asfixiante, es nuestro propio espanto en nuestros ojos, nos arroja un pedazo del papel oficial de la condena:
Tras haber examinado el caso número ciento veinte, Vangengheim Alekséi Feodósievich, ruso, ciudadano soviético, nacido en 1881 en el pueblo de Krapivno, región de Chernígov de la RSS de Ucrania, hijo de noble y propietario de tierras, con título de enseñanza superior, profesor, último lugar de trabajo: Servicio Hidrometeorológico de la URSS, ex miembro del Partido Comunista bolchevique, exoficial del ejército zarista, condenado a diez años de campo de reeducación mediante el trabajo por decisión del Consejo de la OGPU de fecha de veinte de marzo de 1934, ORDENA: fusilarlo (Rasstreliat’)”.
Frente al vomitivo lenguaje oficial llega la exposición de los hechos de la ejecución, narrados de forma escrupulosamente limpia, pero en donde se deslizan algunos pensamientos de Rolin que remachan el libro y que son una serpiente en nuestros oídos.
Rolin imagina ese instante de Alekséi desnudo y atado de pies y manos, arrojado a la fosa en mitad de un helador y caliente infierno de porrazos y empellones, un segundo antes de que reciba el disparo en la nuca, y no puede evitar pensar en la desolación tan descomunal del meteorólogo. Una desolación por no volver a ver a su mujer y a su querida hijita, sí, una desolación por no saber los motivos de su condena a muerte, también, pero sobre todo una desolación inaguantable cuando el buen comunista —el fervoroso estalinista que incluso enviaba a su familia desde el campo de las Solovkí manualidades con el retrato deStalin hecho con piedrecitas— descubre que su fe en el sistema al que ha dedicado su vida (y también su muerte) no significa absolutamente nada. Es la mentira del crimen.
Aquí es donde nos desplomamos. Al pensar en ese hombre entre cadáveres, esperando la detonación detrás de las orejas, sintiendo como de su corazón y de su pecho se esfuma la fraternidad comunista, que las vacías consignas de Stalin se las lleva el viento helado de los muertos y que la Revolución de Leninyace, desde hace años, bajo la piedra podrida de la losa de un cementerio, o tal vez a su lado, en esa misma fosa en donde lo han arrojado con el vapor de la vida todavía coleando.
Rolin no necesita recubrir de virtudes especiales al hombre desnudo al que van a ejecutar; ni de una relevante valentía, ni siquiera con algo que nos haga percibir que su comportamiento en el vestíbulo del exterminio lo dignifica. Sería tan banal como innecesario porque ya conocemos su gigantesca virtud:
Por haber sido condenado injustamente (…) se le exige de todo, debería tener todas las virtudes. Es inocente, lo que ya es mucho”.
Y ese es el final. El final del libro, pero no del volumen que con mimo nos trae Libros del Asteroide. Como una puñalada más, tal vez como un estacazo, en un apéndice se nos ofrecen las coloristas postales repletas de los cuidados dibujos que Alekséi envió a su hija. Son como las esquelas de un escalofriante arco iris dibujado por los insomnes, por todos esos durmientes del bosque de Sandarmoj, “el bosque de los asesinados”, en número de 10 mil cuerpos que ahora se han levantado de los siglos de hojas y barro para gritar en la voz de otros: ¿Habéis visto lo que hicieron con nosotros?
Dos de los dibujos en las cartas que Alekseí enviaba a su hija y que reproduce el volumen de Libros del Asteroide:


Olivier Rolin lo ha visto. Y nosotros con él. Hasta el detalle más mínimo, infame, cruel, sucio y miserable. Con esta lectura, igual que el propio meteorólogo, hemos perdido la fe en los hombres, en el ser humano. Si es que aún nos quedaba una pizca prendida en algún lugar entre las costillas, el corazón y el alma.

Monolito conmemorativo erigido en la entrada del bosque de Sandarmoj con la leyenda:”Hombres, no masacraros entre vosotros”.

miércoles, 21 de marzo de 2018

En guerra con los berberiscos-Juan Laborda Barceló


*Esta reseña apareció en achtungmag.com:

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“En Guerra Con Los Berberiscos” de Juan Laborda: Mediterráneo a sangre y fuego

El Mediterráneo, ese mar que los romanos bautizaron como Mare Nostrum en un ejercicio de etnocentrismo, siempre ha sido un mar de sangre. En sus aguas se han librado batallas feroces y ya nos resulta imposible de aceptar la imagen apacible y sorollesca de un mar que es sinónimo de muerte. Un mar que nos ha sido arrebatado por las mafias que comercian con las vidas de los africanos desesperados, un mar que mucho antes perdió la calma de sus costas por el azote de los piratas, por los delirios de grandeza continentales y por los pulsos de poder. Y así, como escenario de batalla, nos lo presenta el historiador Juan Laborda Barceló en su libro En guerra con los berberiscos, que lleva por subtítulo Una historia de los conflictos en la costa mediterránea, publicado por Turner. Un recorrido por el manto de sangre, tan denso como el aceite, con el que trataron de cobijarse los monarcas Carlos I y Felipe II en el intento de hacer que ese mar fuera suyo.

Triste es el Mediterráneo de nuestro siglo XXI, plagado de dramas y tragedias que cada día arriban a sus costas, de cadáveres que respiran arena y agua sobre sus orillas, de noticias de primera plana que conmocionan a Occidente durante la media hora del telediario. Y hubo una época, el siglo XVI, en que la monarquía española de los Austrias decidió mirar con violencia a esas aguas en donde los piratas berberiscos, amparados por el todopoderoso Imperio de la Sagrada Puerta, hostigaban los intereses de España.
Se trataba de una lucha por el territorio, es cierto, pero también de religión y poder, justo cuando los dos monarcas sostenían el mismo combate en la Europa continental, con los tercios poniendo picas enFlandes contra el protestantismo mientras la enorme caja registradora del Nuevo Mundo se endeudaba a pasos agigantados. Lepanto pudo haberlo cambiado todo, pero eso no ocurrió. A pesar del golpe, el turco se aprovechó de la torpeza hispana, de que los intereses de los monarcas estaban centrados en mantener la paz con Francia, en sostener Italia, en machacar al protestantismo de los Países Bajos.
Juan Laborda Barceló nos presenta en su En guerra con los berberiscos este panorama marítimo justo antes y después de Lepanto, en el intento de conquistar porciones de la costa africana por parte de los españoles para frenar, fundamentalmente, las razias de los piratas berberiscos sobre las costas levantinas. Los piratas Hayreddyn Barbarroja, el calabrés Uluj Alí —mencionado como Uchali en El Quijote— o el corsario Turgut Reis, conocido como Dragut por los españoles, extendían sus ataques con el permiso de la Sagrada Puerta de Solimán el Magnífico.
El pirata Barbarroja.

Monumento a Dragut en Estambul.

Uchali, de origen italiano, apodado como “el tiñoso”. Las malas lenguas decían que se había convertido al Islam para poder llevar el turbante con el que taparse la tiña de la cabeza.

Desde la terracita del apartamento de mi hermana en La Zenia, entre Torrevieja y Campoamor, se vislumbra el torreón blanqueado de Cabo Roig, un torreón que es como un viejo hueso del terror que sobresale de la tierra. Porque esa torre es producto del pavor de la gente de la costa que nunca sabia cuando iba a ser atacada por los piratas. Estaban en sus campos, arando, trabajando, y de repente unas embarcaciones surgían en lontananza.
Dos vistas, frontal y trasera, del torreón de Cabo Roig, declarado como Bien de Interés Cultural y Patrimonio Histórico de España en 1949:


Las acciones sobre la costa dejaban muerte, saqueos, impotencia y terror, mucho terror. Así que el torreón de Cabo Roig, observatorio de piratas, ahí continúa, recordándonos que por ese mar al que se enfrenta llegaba la muerte y la desgracia; ahora sólo nos llega la desgracia de otros, a veces sus cuerpos entre las algas, lo que no lo hace menos peligroso e incómodo para nuestras conciencias primermundistas.
En el intento de frenar esta piratería alentada por el turco, las monarquías españolas decidieron tomar —con una suerte más bien dispar— los lugares más significativos en los que encontraban refugio. El procedimiento era casi rutinario, pero no por sabido resultaba exitoso; es más, en demasiadas ocasiones fue desastroso. Se organizaba un carísimo desembarco en el que durante su planificación era necesario tener en cuenta numerosos factores: los lugares de salida y llegada de la flota; el sitio en donde depositar a las tropas; las cantidades de raciones de campaña; el bizcocho, el vino y las aguadas necesarias para que los hombres no sucumbieran a los climas africanos; las tácticas de ataque; y los dineros, siempre las ingentes cantidades de dinero necesarias para esparcir la sangre sobre las arenas.
De esa forma se tomaban las plazas importantes y se dejaba una guarnición en el fuerte que dominaba la zona, llamado presidio. El presidio —ni rastro de Clint Eastwood intentando una fuga imposible— se convertía en un lugar asediado, peligroso, en cuyo interior la tropa dejada de la mano de Dios y del Monarca pasaba hambre, sed, calor y se acostumbraba a vivir con el permanente pavor a los enemigos que lo rodeaban.
El Peñón de Vélez de la GomeraLos GelvesLa Goleta de Túnez y Argel, son algunos de los lugares principales a los que Juan Barceló presta atención en su informe. Porque este En guerra con los berberiscos tiene vocación de relato de batallas, de crónica escrupulosa de los intentos y de los escasos éxitos que llevaron a cabo los españoles por coronar esos lugares. Una historia de sus colisiones contra la fortaleza de piedra, arenas, polvo, sol y cimitarras que representaban las plazas africanas.
Tapiz del ataque de los arcabuceros españoles a La Goleta de Túnez.

Emocionante es la historia de la toma de La Goleta de Túnez, como agobiante resulta el ilustre batacazo de Carlos I en su intento de la toma de Argel, y cómo pudo ponerse a salvo escoltado por los buques de sus más fieles pretorianos, conducido hasta la localidad de Bujía. En Argel pudo dejarse la piel el Emperador como en el día más caluroso de un futuro agosto de 1578 se la dejaría de su sobrino-nieto Sebastian I de Portugal en Alcazarquivir, y tal vez en alguna ucronía cuántica eso esté ocurriendo ahora mismo. La tempestad, la tormenta, tuvo mucha culpa del descalabro imperial, tal y como le sucedería a la Grande y Felicísima Armada en su camino a Inglaterra, apenas cuarenta y tantos años después.
Tapiz que representa a los españoles y los turcos enfrentándose en Túnez.

De todos aquellos tesones hay uno que todavía permanece en poder hispano, se trata del Peñón de Vélez de la Gomera, un risco a 138 kilómetros de Melilla con unas cuantas casas enjalbegadas de blanco y una frontera que lo separa de Marruecos por apenas 85 metros escasos.
El resto de las plazas se acabaron rindiendo. Notable fue la dolorosa pérdida por partida doble de Los Gelves, frente a las costas de Túnez, con numerosa entrega de armamento y hombres cautivos al turco, tanto que caló en los versos nobles de Garcilaso —llorando el desastre de 1510 cuando Pedro Navarro y García Álvarez de Toledo cayeron con estrépito— y en las coplillas populares que se referían a la dificultad de ganar la plaza.
Pero esta historia que pone en pie Juan Laborda con la ayuda de un aparato documental abundante y preciso —sostenido por crónicas de notables de la época como el clérigo benedictino y obispo Prudencio de Sandoval, del viajero y soldado Luis del Mármol y Carvajal, del historiador López de Gómara o de otro historiador como Jerónimo de Zurita, entre muchos de los citados— no es solo una enumeración de conflictos y sus resoluciones. Laborda atiende a los aspectos de la intendencia a la hora mantener las plazas ganadas, los llamados presidios, y a las figuras de los principales mandos que se quedaron al cargo junto con sus continuadas peticiones de socorro y atención a unos reyes que tenían girado el cuello en dirección a Flandes.
Jerónimo de Zurita.

Obra de Prudencio de Sandoval.
Un buen ejemplo de esto es la desesperación de Álvaro de Sande en Los Gelves, que se verá obligado a abandonar la plaza dado que no recibe el socorro peninsular y la guarnición está cercana a sucumbir de sed. Sande, con más de 70 años de edad, terminará cautivo de los turcos. Por su parte, Alonso de la Cueva, que mandaba en la fortaleza de La Goleta, tuvo que lidiar con los espías y los traidores que, entre las propias filas de los guarnicionados del presidio, intentaron rendirlo desde el interior.
Las guerras de las monarquías españolas en el siglo XVI ilustran el fracaso, y unos pocos éxitos, de las consecuencias de importar las técnicas de guerra terrestre de los Tercios españoles curtidos en Flandese implicarlos en luchas de desembarco sobre un territorio tan hostil como desconocido. En eso, los turcos llevaban ventaja. La organización de sus tropas, lanzando caballería contra infantería, emboscando en los oasis a los soldados que llegaban exhaustos y en desorden a beber el último sorbo de vida, o arremetiendo con los temibles jenízaros, auténticas tropas de élite, hizo muchas veces de esas jornadas auténticos desastres.
Como soy comparatista, siempre lo afirmo, no puedo dejar de recomendar una lectura transversal o paralela al magnífico trabajo de Juan Laborda. Se trata de la novela El cerco (Alianza Editorial), de Ismaíl Kadaré, en donde el autor albanés nos describe con minuciosidad el proceder del ejército turco, las evoluciones de sus diferentes secciones y las intervenciones de los jenízaros en el asedio a una fortaleza albanesa. Aquí os dejo una crítica que hice de esta obra de Kadaré:

Pero el furor de la sangre suele plegarse a intereses políticos, que son los mismos que lo habían desencadenado. Por ello, el libro dedica sus últimas páginas a los intentos de establecer una tregua en la zona, casi un statu quo en el Mediterráneo entre los españoles y los turcos porque el corazón de Europaera el centro de la batalla del Imperio español.
Y esa tregua llegó de la mano de un personaje curioso: Martín de Acuña, una suerte de espía, fullero, bocazas y caradura, un torpe que viajó a Estambul con el encargo de volar el arsenal del puerto y que, por mor de su indiscreción, se vio en un tris de ser descubierto. En momentos tan delicados decidió hacerse pasar por embajador y la mentira terminó con una paz negociada con el Visir. Sus imprudentes y sorpresivamente fructíferos servicios fueron recompensados por Felipe II con la cárcel en la fortaleza de Pinto, donde fue ajusticiado en 1585.
El libro de Juan Laborda Barceló es un texto minucioso y muy entretenido que, en una extensión de algo más de 200 páginas, nos presenta un panorama diáfano de estos conflictos mediterráneos que son una muestra del eterno y enconado choque entre la cruz y la media luna. Laborda, además de historiador y docente, es novelista, por ello sabe muy bien cómo encandilar en su ensayo al lector más ajeno a los sucesos, en un ejercicio de didáctica que demuestra claramente las vocaciones que recorren al autor: la enseñanza de la Historia y la pasión por narrar.
Si quieres conocer su faceta como novelista puedes consultar el siguiente enlace de Achtung! en donde encontrarás una reseña crítica de su última novela: Paraíso imperfecto:
Y si deseas saber algo más de la personalidad del autor, no dejes de consultar esta entrevista que nos concedió para nuestra Galería de Cronopios de Achtung!:
Es, por tanto, En guerra con los berberiscos un libro sobre los sucesos históricos de un momento muy determinado que se sostiene en una documentación sobresaliente, pero también es un ejercicio de estilo ameno y didáctico de su autor que nos regala una lectura apasionante como sólo puede construirla quien, además de historiador y erudito, siente el latido de la tinta que nos hace escritores.

lunes, 19 de marzo de 2018

Antología poética-Sylvia Plath (2)



*Esta crítica apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/antologia-poetica-de-sylvia-plath-la-gelida-disciplina-del-corazon/

Antología poética de Sylvia Plath: La gélida disciplina del corazón


Desde hace un tiempo se ha venido recuperando, de forma felicísima para la literatura y la poesía, la figura de Sylvia Plath. El trabajo editorial ha sido en la mayoría de las ocasiones notable, con una nueva difusión de sus poemas, la publicación de biografías, —también atendiendo a su narrativa, menos conocida — y reivindicándose así el puesto que merece la poeta de Boston, una de las voces más personales del pasado siglo. En esa línea de renovación de la obra de Sylvia Plath, la editorial Navona acaba de presentar dentro de su colección de Ineludibles, una Antología poética de la autora, que se beneficia de la nueva y moderna puesta al día con la traducción de la poeta jerezana Raquel Lanseros.

Las editoriales ya lo saben, apostar por publicar poesía es todo un riesgo, porque en este país la poesía anda en muletas y con una pata quebrada, en la mayoría de las ocasiones en manos de diletantes y advenedizos. Por eso, es necesario significarse con ediciones como esta, cuidadas hasta el mínimo detalle, que presentan novedades, y que resultan, a la vez, asequibles al lector.
La Antología poética que nos presenta Navona es aquella que seleccionó el poeta británico Ted Hughes, marido de Sylvia, de forma póstuma tras el suicidio de la autora. Hughes tuvo en cuenta, a la hora de ordenar las piezas, la fecha de composición y no la de publicación. Esto dota a la Antología de una interesante unidad cronológica para apreciar la evolución de la escritora.
Realmente, Sylvia tan sólo logró publicar en vida un libro de poesía, El coloso (1960) y la novela juvenil —que luego resulta muy poco juvenil, la verdad— La campana de cristal (1963), justo antes de suicidarse. Siempre he creído que para aproximarse a la obra de un autor la mejor forma de hacerlo es de una manera cronológica. Una primera obra es la primera por algo, y cada trabajo ocupa el lugar dentro de la trayectoria vital como consecuencia de lo escrito anteriormente. Esto se ve muy claramente en el orden elegido por Ted Hughes.
La obra poética de Sylvia Plath se recoge en casi 300 poemas escritos desde 1956, con un momento determinante en su producción que comprende los seis últimos meses de su vida, donde nacieron algunos de los poemas más importantes para conformar su poética devastada, furiosa y conmovedora. De esta forma, la Antología propuesta por Ted Hughes abarca desde el inquietante La señorita Drake se dispone a cenar —de 1956 y en donde ya aparece la locura, el desequilibrio mental de una paciente psiquiátrica — hasta ese Filo —de 1963— con el que se cierra la selección y que anticipa el trágico final de la autora.

En primer lugar, quiero reconocer el complejísimo trabajo de Raquel Lanseros en la traducción. Solo siendo poeta, únicamente desde la poesía, se puede abordar el enorme desafío que significa la obra de Sylvia Plath. En un pequeño prólogo, corto pero jugoso y tremendamente sincero, la traductora nos muestra con humildad sus miedos y su respeto ante semejante tarea. Y no puede parecerme más acertada su afirmación de que este proceso es como el de
quien trasvasa un precioso líquido desde una vasija a otra, confiando en no perder demasiadas gotas durante el traslado”.
Esta Antología es, pues, una damajuana repleta del fluido lírico de una mujer que expresó en su poesía el descontento, el drama del mundo en el que vivía, siendo capaz de presentar las imágenes más perturbadoras repletas de una belleza tan fría como extraña, tan conmovedora como triste.
Una muestra de ello es el poema que abre el libro, poema al que me referí antes, el pavoroso La señorita Drake se dispone a cenar. Sacudidos desde el principio por esta imagen de la locura, ya no nos queda otro remedio que rendirnos al mundo que Sylvia pone en pie con cada poema.
Por eso, el segundo poema, Solterona, nos proporciona una perspectiva desde un ventisquero al que nos asomamos para otear sobre el congelado mundo interior que atormenta a la autora, que vive en el invierno y se blinda a la primavera y a todo lo que significa esa estación: le resulta imposible un deshielo del corazón.
Una sensación, la de encontrarse bajo capas de hielo, asfixiada o ahogada, recurrente en la imaginería de Plath, tal y como se nos muestra en A cinco brazas de profundidad, con ese angustioso verso final: “preferiría respirar agua”. En este caso, es la insoportable presencia del padre la que oprime a la escritora. No en vano, tras la muerte de su padre intentó ahogarse en el mar, al estilo de Virginia Woolf; algo antes, en su primer intento de suicidio, y apoyada en los somníferos, también buscó la asfixia.

El suicidio es un motivo recurrente, por tanto, en el imaginario de la poeta. De esa forma, el poema Suicidio en Egg Rock parece mostrar el camino que Sylvia iba a seguir en el futuro. La punta de Egg Rock en Massachusetts, con un faro decadente, proporcionaba el lugar perfecto para llevar a cabo un suicidio. En su novela La campana de cristal ya hace referencia al lugar como un sitio muy adecuado para este cometido. Curiosamente, en este poema, la voz es la de un hombre, algo poco común en las composiciones de la autora, lo que muy bien podría significar la definitiva toma de conciencia de que su única salida, tarde o temprano, sería suicidarse.
Las imágenes son poderosísimas, un compendio de rabia, dolor y frustración. Desde ese “chucho corriendo al galope”, pasando por “las moscas se filtraban por la cuenca del ojo de una raya muerta”, o “las palabras de su libro abandonaron las palabras como gusanos”, en posible referencia al suicidio de Virginia Woolf que tanto obsesionaba a Sylvia Plath, o a la novela Al faro. Este poema es una de las obras maestras de su autora. Inquietante, directo, con esa atmósfera marinera de escollera en donde la muerte es algo apestoso y oprimente.
En esa raya muerta encontramos la continuada presencia de la muerte, la premonición cadavérica que se apodera de parte de la poesía de la mujer. Todo ello se aglutina, además, en cierta recreación o evocación del mito del monstruo de Frankenstein en Las piedras. Aunque aparece en la Antologíacomo un poema aislado, se trata de la séptima parte del extenso Poema para un cumpleaños. En esta poesía la autora recrea sus sesiones de electro shock tras su primer intento de suicidio, cuando intentaron curarla con ese tipo de terapia. Las descargas y las cicatrices recomponen a las personas mentalmente enfermas como a un nuevo monstruo de Frankenstein. Puede completarse esta poesía con la lectura de los capítulos 12 y 13 de La campana de cristal. El texto, además, está basado en una antigua leyenda antropológica sobre la resurrección.

l impacto visual de las composiciones de Sylvia tiene una muestra de su maestría en El balneario calcinado, en donde se refiere a las ruinas del antiguo balneario de Saratoga Springs. Los restos del edificio son como el cadáver de un animal cuyos huesos, su costillar, se blanqueara al sol, o tal vez como el despojo herrumbroso de un naufragio.
A veces, la poesía de Sylvia Plath parece querer mostrarnos el cuerpo enfermo, el cuerpo como un recipiente no solo de la locura, sino también como un elemento perteneciente a la naturaleza que acabará descompuesto, como las flores, como ese balneario incendiado; todo alberga, en su interior, un preludio mortal.
Son motivos que se repiten en, por ejemplo, el poema Olmo y en Amapolas de julio: las plantas, los árboles, asociados a la enfermedad y a la muerte. Interesante concepto que también aparece corporeizado en el significado mortal que posee la fruta para la poeta española Montserrat Doucet.
En Insomne, la permanente exposición a las pastillas para dormir termina por inmunizar al enfermo, que suma al sufrimiento de vivir el suplicio de no dormir y permanecer, así, permanentemente enganchado a la realidad y esa incómoda percepción de la nueva mañana que solo podemos entender quienes dedicamos las horas de nuestra angustia a esperar “la enfermedad blanca” del nuevo día.
No quiero abandonar este somero repaso a la Antología sin detenerme brevemente en el poema Papá, analizado hasta el hartazgo por la crítica que siempre señala asuntos relacionados con el complejo de Electra en esta composición. Simplemente, quiero manifestar, de nuevo, el impacto que produce su lectura gracias a la brutalidad encerrada en los paralelismos con el nazismo, los campos de exterminio y la caracterización del padre como un Hitler, incluso como un Drácula, y ese demoledor “cabrón” final.
Por supuesto, la Antología reúne muchos de los poemas más conocidos o determinantes de Sylvia Plath, como ArielMuerte y Cía o Los maniquíes de Múnich. Todos ellos son pedazos, costras, partes de ese gélido corazón de la autora que parece ya no responder a ningún estímulo, que dicta una poesía destructiva de una belleza enferma, ante la cual el lector solo puede dejarse mecer, derivando y asistiendo a lo que será el inevitable final, que se anuncia en Filo, su último poema.

Hasta aquí hemos llegado, se acabó”, enuncia la poeta en uno de los versos de Filo. Pero nada se había terminado. Al contrario, la muchacha del corazón gélido, la poeta de la angustia y del suicidio, Sylvia Plath como cuerpo de literatura, acababa de empezar justo en donde Filo colocaba su punto y final, que no era más que, en una curiosa metamorfosis, un punto y seguido en el camino de la eterna memoria de los poetas.