lunes, 7 de noviembre de 2011

El Palacio de los sueños -Ismaíl Kadaré-



DANTE Y KAFKA SE CITAN EN TIRANA

La presencia del Estado totalitario como un engranaje que tritura a los individuos, incluso controlando sus pensamientos, es la denuncia de Kadaré en esta novela simbólica que elige el Imperio Otomano para establecer una comparación, sin nombrarlo, con el estalinista y el de Enver Hoxha. Es el recurso de la novela histórica, que denuncia situaciones anteriores de gran paralelismo con las actuales. Aunque en este caso la novela de Kadaré vaya más allá, con su componente kafkiano y onírico; entronca con el control de las masas del Orwell de 1984. El tema de las novelas de Kadaré siempre gira en torno a la alienación del individuo dentro de una sociedad, la mayoría de las veces, con reglas incomprensibles. Hasta tal punto alcanza el absurdo y lo arbitrario en algunas de sus novelas, como es en el caso de El Palacio de los sueños, que el autor parece cuestionar la verdadera realidad de la experiencia de sus personajes, es decir, lo que ven, oyen, sienten, incluso recuerdan. En este sentido, se abre una vía directa, igual que en el caso de Norman Manea y de Ivan Klíma, que enlaza a Kadaré con Kafka. Esto no es casual. Lo que distancia, al final, a uno de otro, es que tal vez el albanés no esté tan interesado en lo absurdo, sino más en lo trágico, con una base de amor por los clásicos (en concreto Homero) que no aparece en el checo.
Así pues, los mitos griegos como referencia intertextual de Kadaré, pero también las leyendas albanesas de las que se nutre, de abundante tradición oral, y una extraña condición abierta de sus obras, al estilo de los ciclos de la épica oral, que le lleva a reescribir las novelas una y otra vez, sin considerar nunca ningún texto definitivamente cerrado. El mundo otomano, pero como ingrediente de un realismo mágico propio y especial, que podría calificar como realismo mágico balcánico, y la guerra y el totalitarismo como temas centrales. De esta manera, la novela que me ocupa, El Palacio de los sueños, se encuadra dentro de la preocupación sobre el tema del Estado entendido como un poder despótico, pero enmarcados los sucesos en el Imperio otomano. La Albania de los años en que se redacta la obra (a principios de los años ochenta), la Albania incomunicada, hostil, la Albania del tirano decrépito y solitario, aislado, Enver Hoxha, queda en un segundo plano, en una penumbra en donde también se mantiene en otras muchas de las novelas del autor. Puede parecer, de esta manera, que Kadaré opte por silenciar los crímenes que están ocurriendo en esos momentos, pero una ausencia muy significativa que salpica sus obras hace pensar, por omisión, que la crítica existe. No mencionar el Partido en la literatura sometida al realismo socialista, donde los ingenieros del alma componían a mayor gloria del Partido. Y criticar, como critica, al sistema viviendo integrado en el propio centro del sistema de Hoxha y de su sucesor, Ramiz Alia. Con el enorme mérito, además, de que Kadaré consiguió publicar gran parte de la obra en Albania, burlando el cerco de la censura y de las represalias. Además, por si todo ello no significara ya un enorme riesgo, las obras de Kadaré suelen contener claves, pactos secretos con sus lectores, los albaneses coetáneos, que encuentran referencias a personajes públicos, lugares, acontecimientos, bien conocidos por sus compatriotas y que al leerlos asociaban de inmediato con la realidad política y cultural del momento. Nada más comenzar el relato, Mark-Alem, su protagonista, realiza un recorrido por las calles de la ciudad, cuyo nombre Kadaré evita mencionar, que parece ser fácilmente asociable o reconocible con una topografía de la Tirana de ese momento, concretamente el centro de la ciudad, los lugares donde se encontraban ministerios y edificios estatales.
El tema del tiempo, de la ubicación de El Palacio de los sueños en un tiempo otomano, no es una cuestión que el autor haya elegido por capricho o por mero oportunismo de tipo comercial: no es una simple treta literaria. Kadaré se caracteriza en sus novelas por recuperar los ejes temáticos fundamentales de la humanidad, esos universales temáticos comunes a todas las civilizaciones, el imaginario que reposa y rebosa, que rezuman las fuentes de la tradición clásica (en Esquilo, en Homero) y las grandes obras maestras de la literatura universal (Shakespeare, Cervantes). La línea temporal de temas tratados desde la Grecia clásica a la Inglaterra renacentista o la España barroca demuestra que el poder, las intrigas, las guerras y la violencia, de uno u otro modo, de muchos modos, son consustanciales a la historia de la literatura. Si la gran obsesión de Kadaré en su obra son los mecanismos totalitarios y la forma en que oprimen al individuo, en El Palacio de los sueños, siguiendo una línea que desarrollará en otras de sus novelas, busca, además, reflejar cómo el sistema consigue horadar hasta conformar la conciencia de uno de los integrantes de ese aparato despótico, que lo convierte en cierta monstruosidad burocrática, acabando por integrar y asumir el mecanismo de sojuzgación del que forma parte y que sabe, en algún momento, lo destrozará a él también. En este caso, ese individuo que trabaja al servicio del Estado absoluto tiene nombre: Mark-Alem. Un nombre que muy bien podría darse la mano con Josef K. o el Agrimensor K. E incluso con Winston Smith y el camarada Rubashov. En este sentido, Kadaré se muestra en esta novela muy cercano a Kafka, Orwell y Koestler.
El espíritu que alimenta el propio lugar, también nace de un disparate: la importancia de los sueños y el papel que juegan en los destinos de los Estados y en sus gobernantes. Por eso, el lugar examina y clasifica los sueños de todos los súbditos del Imperio, en una tarea faraónica y absurda, además de imposible. Es en este momento cuando lo grotesco, lo kafkiano, deja paso a una visión de la kadaria que hace que la sonrisilla de estupefacción hasta ahora esbozada se hiele en los labios, intuyendo la magnitud de la tragedia que se está fraguando. Se trata de un intento de control mental absoluto, descubriendo lo que piensan los súbditos incluso cuando esos pensamientos escapan a su control, en el sueño. Es de una malignidad absoluta. Mil novecientas secciones provinciales, con sus propias subsecciones, someten a una purga previa los sueños recolectados, antes de remitir los sueños al Palacio. Entonces, llega el turno del departamento de Selección, que ejecuta una nueva criba que los divide en tres: sueños privados, los vinculados al ser carnal del hombre (provocados por hambre, fiebre, enfermedad) y los simulados, inventados por la gente para lograr notoriedad. Una vez eliminadas esas tres categorías, desde allí, los sueños válidos, es decir los que tienen que ver con el Estado, pasan a Interpretación. Allí, aparte de la detección de un posible sueño que augure un atentado contra la integridad del Estado, se elige, además, cada viernes, el Sueño maestro o suprasueño, considerado el más importante y que se le presenta personalmente al Soberano.
El profesor Ioan Culianu escribió un ensayo acerca del simbolismo del relato de Borges La muerte y la brújula (1944), en donde uno de los personajes se siente como Mark-Alem en el interior del Palacio: “Yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir”, afirma el asesino del relato. Para Culianu, lo que busca Borges es “huir de la tiranía de un sistema mental y entrar en tantos otros como sea posible para obtener, al completarlos, una libertad de percibir el mundo”. ¿Acaso Kadaré no ha intentado algo de eso con sus novelas, no ha luchado, con su escritura, por conseguir su propia libertad de percibir el mundo cuando lo tenía por completo prohibido?

Si se puede calificar a una novela como de obra maestra, desde luego que esta se lo merece. Y no es la única obra maestra de Kadaré, afortunadamente. Un texto opresivo kafkiano, kadaresco, kakánico, castillesco, kubinesco, archivesco, y, en particular, rotundo por su valentía y lucidez.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Amor y basura -Ivan Klíma-.



SINFONÍA DEL ESTADO EN DESCOMPOSICIÓN

Ivan Klíma refleja de una forma descorazonadora la impotencia existencial y social que el régimen produce en sus ciudadanos: ese es uno de los hilos conductores de Amor y basura, novela que podría denominarse como una narración lírica, y que presenta un curioso tapiz compositivo, con un puñado de asuntos que aparecen continuamente dentro de la narración, leitmotivs que construyen una estructura reiterativa. Así, salta de un párrafo a otro sin aparente solución de continuidad, mezcla acciones de forma repentina, sin cambios, y provoca cierto despiste y bastante estupefacción en el lector con una especie de sinfonía de toques amargos. El libro se divide en cinco partes, pero eso resulta totalmente caprichoso, porque muy bien podría aparecer sin esas divisiones, o que fueran diferentes, ya que prácticamente no separan nada, ni acotan, ni dotan de un ritmo temporal o espacial a la obra. Estas partes, insertadas en el discurso global, se asemejan a movimientos, repletas de leitmotivs que las articulan. Amor y basura: novela lírica en cinco movimientos; esa podría ser una definición.

De las formas que hay de denunciar los totalitarismos, adoptar la forma de un diario es una de ellas. Klíma escribe sus reflexiones personales como escritor que ha sido censurado y que para ganarse la vida debe probar con diferentes oficios variopintos (enfermero, tipógrafo, conductor de ambulancias) y en este caso se nos presenta como basurero en la ciudad de Praga: refleja un régimen burocrático y moribundo que aplasta al individuo y combate la individualidad en cualquier forma y expresión. El autor, internado durante la invasión nazi en el campo de Terezín, muy pronto plantea algunos dilemas fundamentales de difícil solución, relacionados con totalitarismo, individualidad y aplastamiento, entre los que destaca uno de especial interés: la indignidad del superviviente, un problema en el que ya han indagado Primo Levi e Imre Kertész, entre otros. Para el autor rumano Norman Manea, la literatura se le presenta como una forma de reconciliarse, de recuperar su lengua, de abandonar el extrañamiento. Para Klíma, la literatura, la escritura, son actividades que lo reviven. Y con ello consigue superar la indignidad del superviviente. Y aún así, pese a la compleja perplejidad del indigno superviviente, Klíma se entrega a la denuncia, deslizada en el interior de una novela de relaciones, de amantes y adulterios, de amor, al fin y al cabo, ya que el libro contiene una herencia de cierto tipo de literatura tradicional, de temas comunes y habituales a lo que se denomina literatura de Praga, con raíces ancladas en los motivos que caracterizan un estilo peculiar, particularmente centroeuropeo.

Klíma arranca su Amor y basura con la llegada a un vestuario donde el ser pensante, seducido por la individualidad, va a reintegrarse al pensamiento único al formar parte de una brigada de basureros. Es decir, ser basurero para colocarse en la alienación, escapar, así, de las voces que lo hacen ser consciente de la situación y de la realidad. Para colocarse entre ellos, entre la brigada de limpieza, lo primero que necesita es un uniforme que acalle su individualidad y lo sumerja en un colectivo: el chaleco naranja. El vestuario, así, se antoja, dentro del asunto del uniforme, como un lugar de gran importancia, por ser el primero en donde la persona muda de piel y aplaca sus deseos de vida al margen de lo absoluto. El protagonista, que mantiene una relación adúltera, que es un escritor prohibido, que publica de forma clandestina, un completo húligan, aspira a descubrir en el mono naranja de basurero toda una nueva hermenéutica que lo redima con esa sociedad en la que su presencia resulta tan incómoda. Un uniforme para sentirse nuevo e integrado, como un capirote procesional, una máscara carnavalesca o un uniforme repleto de heroicos entorchados. De hecho, integrarse en la brigada de limpieza ya es como pertenecer a un ejército en miniatura, un ejército de color naranja con sus jerarquías que reproducen, fielmente, los gigantescos estratos del Estado.

Esta teoría general del uniforme presenta un aspecto de suma importancia: los llamados uniformes verbales, el ya bautizado por Norman Manea como lenguaje de madera, un lenguaje oficial o totalitario con el cual cimentar las consignas: los disparates que se emiten en dirección del Estado al ciudadano para adoctrinar, y que cuajan en el ciudadano como una especie de anestesia ante el horror. En este sentido, encontramos un análisis retórico decisivo en Arthur Koestler y en su definitoria novela El cero y el infinito, con el subtítulo tan significativo de la ficción gramatical. Un constructo estatalizado del lenguaje, al que Klíma denomina yerkish, en uno de los grandes hallazgos de la novela: “Hace poco leí en un periódico estadounidense la alentadora noticia de que catorce subnormales profundos e incapacitados para el lenguaje habían aprendido yerkish. Éste es el nombre que recibe un lenguaje de doscientas veinticinco palabras desarrollado en Atlanta para la comunicación entre personas y chimpancés (…) Inmediatamente se me ocurrió que por fin habían encontrado una lengua en la que podía expresarse el espíritu de nuestro tiempo (…) que sería la lengua del futuro”. Ha nacido así una literatura yerkish, que es la maldad del sistema en su totalidad, que va penetrando, calando hondo, intoxicando, inficionando, como ocurre con El palacio de los sueños de Ismaíl Kadaré y la insidiosa actividad que allí se realiza.

Entonces, el lector empieza a reflexionar acerca del título, de ese Amor y basura, más concretamente de ese término: basura, y de lo que con ello se nos quiere realmente transmitir… ¿es la basura el lenguaje corrompido?, ¿acaso el propio sistema político?, ¿qué debe esforzarse por limpiar el narrador? Y la pregunta más importante: ¿por qué la basura? La basura es omnipresente, se apodera de todo, todo lo posee, lo controla, lo ocupa. Como el Gran Hermano orwelliano. Y como el Gran Hermano, el Estado totalitario se obsesiona por ocultar y manipular la Historia, presente y pasado; para ello, el nuevo lenguaje es un arma de poderío: “Ya llegan los basureros yerkish (…) borrando todos los recuerdos del pasado, todo lo que fue elevado y sublime en otros tiempos. Y cuando se plantan con deleite en un lugar que les parece debidamente higienizado, llaman a alguno de sus artistas yerkish y éste les erige un monumento al olvido (…) desprovisto de espíritu y alma, pero que el poder oficial presenta como el rostro de un artista, de un pensador, de un científico o de un héroe nacional”. Basureros del lenguaje, que con sus términos amaderados limpian y barren hasta el olvido. He aquí el porqué, una de las explicaciones a la basura.

Klíma ha reflexionado a lo largo de esta novela, de este diario, y ha concluido que debe continuar su camino por el huliganismo, que ser un inadaptado, un outsider, es necesario siendo escritor. Debe abandonar la integración yerkish y, por ello, decide abandonar la brigada de basureros y, lo más importante y definitorio: el chalequillo del uniforme. La fuerza unificadora y alienadora del uniforme no ha podido imponerse al escritor, superviviente, la persona, al fin y a la postre, el individuo. Las cosas están claras: hay que presentar batalla; debe presentar batalla. Los que prefieren la alienación yerkish seguirán embutiéndose en el uniforme con cada amanecer. Por ello, Klíma se decide a escribir Amor y basura: “Voy a escribir una novela en la que el protagonista barra con todo aquel que encuentre en su camino hacia la felicidad y la satisfacción. Y barrerá y barrerá mientras otro no le barra a él y lo quite de en medio. Si es suficientemente resuelto, hostil, decidido, despiadado y a la vez cauteloso, no tiene por qué darse tal eventualidad; sólo barrerá la propia muerte”.

Excelente libro, brillante narración, pleno de sufrimiento y sensibilidad, un mordisco al corazón humano, pero también a la historia, a la política y a todos esos constructos absurdos y sociales que nos martirizan. Kafka late por debajo de cada línea, Koestler respira en los párrafos, Orwell está presente, y de la amalgama se yergue Klíma: poderoso y delicado, inolvidable.