miércoles, 28 de octubre de 2015

La calle Great Jones-Don DeLillo




ENTRE LO GENIAL Y LA DESMESURA


Hace tiempo que a DeLillo le llevo dando una oportunidad. Sé, o creo saber, mientras no encuentre pruebas que me demuestren lo contrario, que un gran Don DeLillo se oculta detrás de sus libros, tras cada uno de sus párrafos, presto a salir, pero el caso es que me cuesta dar con él. En primer lugar fue la deficiente El hombre del salto, una aproximación al drama del 11-S demasiado apresurada, interesada y comercial, chapucera, como para ser tenida en serio dentro de su extensa bibliografía; un suspenso a todas luces, y es una lástima que un escritor norteamericano no se mostrara más serio y más sensible produciendo un trabajo acorde a su calidad literaria a la hora de tratar un asunto tan delicado. Aunque en su descargo cabe destacar otra maniobra del mismo estilo en la persona de John Updike, y mira que lo admiro, con el agravante en este escritor que su Terrorista pasará a los anales como su última novela, otro intento timorato y aprovechado, a la carrera, utilizando el anzuelo del revuelo post atentado al World Trade Center, donde la historia de células terroristas islámicas, y asuntos por el estilo, traídas por los pelos y la desgana, manchan una impecable trayectoria literaria.
           Volviendo a Don DeLillo, y a mi historia con las oportunidades perdidas, tras la decepcionante El hombre del salto, llegó otra aún peor, Body Art, de un  barroquismo plúmbeo, un delirio ególatra hasta el extremo, y una de las obras de DeLillo menos salvables, sino la peor. Finalmente, acometí la lectura de Libra, un libro en todo excesivo, con la esperanza de hallar en ella la redención de su autor… y bueno, aquí empezó a descollar otro DeLillo, si bien lastrado por una extensión imposible, por el propio peso de los acontecimientos y de intentar abarcar un sinfín de situaciones y personajes… Libra ya era otra historia que, sin satisfacerme del todo, al menos dejaba mostrar las cualidades de ese DeLillo de quien tanto había oído hablar.
            Es La calle Great Jones, su tercera novela, y es más de lo mismo en este sentido, y lo lamento, porque me van quedando pocas ganas de otorgarle nuevas oportunidades. Sí que, tras el vodevil sobre el rock and roll y la cultura de masas que representa el texto, del cual se pondría en pie una interesante opereta rock, aparecen las virtudes de ese que se supone es el mejor DeLillo: unos párrafos demoledores, en ocasiones unas descripciones de una originalidad brillantísima, junto con algunos personajes realmente inspirados, como es el caso del retrato que hace del escritor clandestino y de sus hábitos de trabajo. Por el contrario, los males son los males de siempre, el barroquismo exacerbado de su prosa, la incontinencia verbal, el excesivo recorrido de un libro al que parecen sobrarle continuamente páginas, muchas veces incluso nos da la sensación de estar leyendo, literalmente, prosa de relleno, junto a una trama casi insostenible, gratuitamente enmarañada y que, si bien goza de algún personaje magnífico, muestra un número bastante alto de otros actantes secundarios ciertamente poco atractivos, por no decir que gratuitamente poco definidos. El libro, además, va de más a menos, pierde mucho fuelle en sus capítulos finales, para terminar cansando. La historia necesitaba de un cierre muchísimo antes.
            Sin embargo, de entre todo ello, aparece ese DeLillo deslumbrante con el juego del lenguaje, con ciertas perspectivas en la narración y en la construcción literaria, trufada de reflexiones interesantes, de comparaciones sorprendentes, y con un humor extraño y delirante (en la transcripción de las canciones del grupo de rock, por ejemplo) que hacen que leer La calle Great Jones, en algunos momentos, haya merecido la pena y no haya sido una completa pérdida de tiempo, y que incluso, después, le pueda segir dando una nueva oportunidad a su autor. Pero ya le resta poco crédito, en eso le ocurre igual que a Thomas Pynchon, de quién, tras haber leído El arco iris de gravedad y La subasta del lote 49, y ratificarme plenamente en mi decepción, tan sólo le concederé ya la clemencia de V, como última oportunidad de redención. La elección de una novela más de DeLillo será determinante en la suerte de este autor, y no soy ajeno a sus grandes triunfos como Submundo, Ruido de fondo, Mao II o Cosmópolis; de entre una de ellas aparecerá el DeLillo que me subyugue o el DeLillo que aborrezca. Por lo pronto, de La calle Great Jones, salvo la tibieza que deja su lectura, con el recuerdo de algún momento narrativo memorable y algún retrato literario aceptable, poco más se puede argumentar. Un libro que colocar en la hilera de obras publicadas por DeLillo, que pierde fuelle, y aún perderá más fuelle con el paso de los años, pese a algunos aciertos más que evidentes albergados en su inflamado y por momentos monótono interior.

El libro va de más a menos, acaba de una forma decepcionante, y el sentimiento, tras haberlo leído, es ese, de haber asistido a una novela fracasada, de que era una idea ambiciosa en la cabeza del autor, que podría haber sido mucho más, pero que se ha quedado en menos precisamente por un tratamiento errado del texto, en su mayor parte demasiado grandilocuente, y que desmejora, así, algunos de los momentos buenos y de los evidentes aciertos que posee.



sábado, 24 de octubre de 2015

Menos que cero-Bret Easton Ellis


LA CONGELACIÓN DE LA MODERNIDAD

Cabe preguntarse si existe vida literaria, talento, algún signo de escritura, en las obras anteriores o posteriores de un autor eclipsado por un éxito mayúsculo. Esta pregunta ya me la formulé con Chuck Palahniuk tras su exitosa Club de lucha –y afortunadamente la respuesta fue afirmativa–. Me atrevo a decir que el resto de sus novelas son mucho más sobresalientes que el debut que lo encumbró. Siguiendo con algunos de los representantes de la llamada Generation X, me he planteado la misma duda con otro de sus grandes autores, Bret Easton Ellis: ¿cabía esperar algo decente antes o después de la abrumadoramente exitosa American Psycho? El problema era mío, desde luego, causa de mi ignorancia supina: aunque, obviamente, las andanzas del asesino en serie Bateman lo habían encumbrado mundialmente, ya su primera novela, Menos que cero, había sido un triunfo literario en los Estados Unidos.
Y motivos para ello, para ser un texto magnífico, no le faltan, hasta el punto que deja a la exitosa American Psycho como una obrita menor que sólo cobra sentido si se lee en paralelo, o buscándole interpretación junto al Infierno de la Divina Comedia de Dante, asunto al que dedicaré otra entrada más adelante en esta misma bitácora. En efecto, el estilo de Menos que cero ya presenta a un escritor debutante que ha sabido encontrar una aterradora voz propia, vestida con algunos recursos demoledores: la distancia, el automatismo, la frialdad y la indiferencia en la narración de unos sucesos que se presentan casi como planos o secuencias, como retales o retazos, como video clips fugaces que golpean al lector una y otra vez, página tras página, en una concatenación fulgurante de hastío, drogas, violencia, sexo y amargura sin sentido que revuelven el estómago.
Clay, el protagonista, es un universitario que ha regresado a casa por las vacaciones de navidad. El panorama que se encuentra en Los Ángeles es demoledor. Todo lo que ocurre en su mundo sucede de una manera automática, desprovista de sentido, de alma, de aura, de sensaciones, y ocurre porque así tiene que ocurrir, sin más, en un remedo de relaciones humanas que son como cáscaras o sucedáneos, desde las paterno y materno filiales, pasando por las que se establecen entre hermanos, hasta las de pareja. El sexo es mecánico, las drogas lo inundan todo, y el dinero es el único imperativo que mueve las ideas de los personajes. En ese caldo de cultivo, prolifera la prostitución de componente sádico, e incluso el consumo de pornografía hardcore, llegando hasta las snuff movies. El mundo de Clay es un mundo de lujo que oculta tras sus gafas de sol un vertedero de depravación. Un mundo que necesita de psiquiatras y cócteles para poder sobrellevarse, un mundo de coches de lujo, de clubs de campo y putos para sostenerse, así como de canales de video clips y pinchazos de heroína con los que sustituir la decepcionante realidad podrida hasta las raíces.
Entre la high class de Los Ángeles, conformada por cineastas, artistas, modelos y miembros de una sofisticada jet-set alcoholizada, campan a sus anchas los trapicheos de los camellos (muchos personajes tienen su propio dealer), los prostitutos del comercio del sexo masculino, las agencias de acompañantes que son mucho más que eso, y los grupos de rock and roll con sus groupies como excusa de sexo, alcohol y drogas conseguidas y consumidas a gran velocidad. A todo ello asiste Clay, como el resto de los personajes de la novela, y por supuesto el propio lector, desde el pasmo alucinado, con una visión gélida y congelada. Todos se mueven en un compás robótico, como maniquíes, narrados desde una distancia automática que, lejos de disminuir el dolor de la herida, aumenta el grado del daño. Un daño helado, desalmado, cruel, ilógico, inhumano y deshumanizado, insensible, un dolor de papelinas, de rayas de coca: de morgue.  


lunes, 19 de octubre de 2015

Mientras dan las nueve-Leo Perutz

UN THRILLER KAFKIANO

Una cinematográfica amargura queda en el lector como poso al término de Mientras dan las nueve, la que tal vez sea la obra maestra del escritor praguense Leo Perutz. “Cinematográfica”, porque su novela lo es, en efecto, y quienes me conocen saben de mi poca simpatía por lo cinematográfico pero, sin embargo, o pese a ello, la propuesta de Perutz es casi sobresaliente. La leyenda sobre esta obra se alimenta del interés, o casi la adoración, del propio Alfred Hitchcock por el texto, que lo utilizó en alguna escena de una de sus filmaciones. Los derechos de la novela, ya representada como obra de teatro con gran éxito, y publicada por entregas en prestigiosos diarios de Praga, Viena y Berlín, fueron adquiridos, al parecer, por una importante compañía cinematográfica. Sin embargo, pese a sus evidentes cualidades narrativas para la gran pantalla, jamás fue llevada a ella.
La historia, un drama de impotencia y fracaso en la persona de Stanislau Demba, se estructura en una inspirada construcción de secuencias que mucho tienen de cinematográficas, cargadas de un componente visual y ambiental que aproximan a su autor hasta ciertos momentos del vienés Schnitzler en su Relato soñado, y salpicadas de esos elementos absurdos que, como buen praguense, hereda de Kafka. Porque la tenacidad en la impotencia de su lucha, y el fracaso al que se ve abocado el protagonista, hermanan a Stanislau Demba con Gregorio Samsa y, algunos de los instantes delirantes de la obra, así como su rica variedad de disparatados personajes secundarios, lo hacen con El proceso.
 Algo tiene Viena, o tal vez mucho, de opresiva, enigmática, onírica, cruel y aniquiladora del individuo. Sólo así puede explicarse esta recurrencia en la literatura, el que dicha ciudad aparezca habitualmente bajo aspectos asfixiantes. Perutz construye una visión urbana agobiante que aplasta la individualidad y que conecta directamente con los discursos de Thomas Bernhard, por ejemplo, o con las visiones desesperadas de Joseph Roth. El protagonista huye de una ciudad deshumanizada, donde sus habitantes han extraviado la empatía por su semejante, en donde casi es imposible encontrar unas migajas de solidaridad, y cuando esa circunstancia ocurre, todo se vuelve en contra de Demba, tal es su destino fatal.
Mientras dan las nueve es una obra de secundarios, dado que los personajes secundarios sustentan el texto. Y no son unos secundarios cualquiera: crispan los nervios del lector, erizan la paciencia del protagonista, y terminan por agotar su resistencia. Por las páginas de la novela desfila todo un compendio de lo que sería el retrato de la sociedad vienesa de la época, desde los sustratos más bajos, integrados por los tenderos y los obreros, pasando por las clases burguesas repletas de oficinistas chupatintas, hasta los grandes banqueros, los hombres de negocios y las personas acaudaladas. Todos estos secundarios aparecen con un único objetivo, el de  interactuar con Demba hasta demostrar la imposibilidad del protagonista para conseguir sus objetivos, como si la sociedad vienesa, toda Viena, al fin y al cabo, conspiraran en su contra para quebrantar su voluntad.
Alejada de otro de tipo de historias más esotéricas como puedan ser El Marqués de Bolívar o El Judas de Leonardo, Leo Perutz busca un misterio más terrenal en Mientras dan las nueve, pero lo carga con cierta denuncia, el de la sociedad de su tiempo, el de la sociedad de consumo y del dinero; por encima de todo, son las cadenas que el propio hombre se autoimpone para no ser capaz, jamás, de alcanzar nunca su propia libertad. No en vano, el texto fue publicado por entregas en la prensa con ese título, Libertad, lo que dice bien a las claras lo que buscaba transmitir Perutz con esta novela, que se transforma, así, en una especie de parábola sobre el fracaso de la condición humana que no consigue culminar ni uno solo de sus anhelos cuando trata de sacudirse el yugo que le oprime, parábola del estudiante Stanislau Demba, una especie de Ecce Homo vienés condenado a sufrir en sus carnes para servirnos, a todos, de ejemplo.
Una lectura cargada de prometeicas cadenas, esposada, angustiada, huidiza y exhausta, pero también una lectura notable, gracias a una deslumbrante arquitectura narrativa y a un magnífico manejo de los resortes del misterio, sin descuidar por ello los toques de humor, a veces absurdo, a veces disolvente como un chorretón de lejía.