jueves, 18 de julio de 2013

Confabulario definitivo-Juan José Arreola



LA MISOGINIA COMO ARTE NARRATIVO


Tras la lectura de los relatos de Arreola queda un inevitable regusto a misoginia en el lector, como si la concepción que el mexicano tiene de la mujer fuera acorde con el tradicional machismo que tanto se critica en su país: una visión, la mayoría de las veces, meramente utilitaria. En los cuentos de Arreola que se han incluido en Confabulario la imagen de la mujer como acompañante, que debe satisfacer al macho; aparece como personaje secundario e irrelevante que resulta, cuanto menos, llamativa, sobre todo si se contrapone a esa otra interpretación, destructiva y maligna para el hombre, que también aparece en estos textos.

Si nos fijamos en La migala, Arreola dibuja ese tipo de mujer insensible y capaz de sembrar el dolor en el corazón del hombre, destruyéndolo, asemejándola a una araña, a un ser venenoso, a un insecto: diríase que a una mantis religiosa. Que esa mujer se llame Beatriz no es casualidad, y el mexicano dinamita así uno de los mitos femeninos creados desde la perspectiva masculina y eternizado por Dante y Petrarca: la donna angelicata, puesto que resulta inconcebible que una Beatriz cause tal infierno en el interior del protagonista y que lo lleve a comprarse una araña para que la angustia que desencadena su amada se vea ahogada por la angustia de la amenaza del artrópodo.

Desmontada la mujer curativa, la donna della salute convertida en mujer venenosa, Arreola puede fijar su foco en otra característica: la mujer como objeto, como algo meramente utilitario, incluso como un ser indefenso y zarandeado por los avatares de una vida, vida de leyes y rigores masculinos, que necesita del rescate por parte de un hombre generoso y dispuesto a ello -en este sentido, son varias las mujeres que deambulan por las creaciones de Arreola en el papel de viudas, de madres desamparadas con hijos, de mujeres frágiles que necesitan, imperiosamente, del sexo fuerte para enderezar sus destinos desnortados-.

Esas mujeres objeto pueden ser las que aparecen en la “Parábola del trueque” o las de “Anuncio”, meros maniquíes al estilo de las muñecas hinchables, o la fémina sumisa de "Una mujer amaestrada", y también las que son víctimas del adulterio o lo cometen, manoseadas como mercancías sexuales, incluso ninguneadas como en “El faro”, o disputadas como trozos de carne y estigmatizadas a la mirada masculina en “Corrido”, o el estereotipo que se ofrece de las dos mujeres de “El rinoceronte”: dos caras igual de maniqueas y machistas del papel que en el matrimonio debería ocupar la mujer.

La composición de los protagonistas en Arreola, en sus cuentos, deja muy pocos resquicios a los personajes femeninos, generalmente meros comparsas de los hombres, a quienes suelen iluminar chispazos de genialidad –o de genio, según se mire-, mientras ellas languidecen allí, en las sombras de las esquinas de la página, o entre las tapas del libro repleto de chascarrillos y lucecitas inteligentes en los que trasuda la presunta originalidad del narrador que, no podría ser de otro modo, es genuinamente masculina.

De estas formas, tantas formas, Beatrices y Lauras se han convertido en espectros dañinos que acechan al hombre para someterlo a un imperio de dolor con sus males, o bien, son meros maniquíes, Hortensias inofensivas que pueden remplazarse en el mercado… Pero cuidado, porque incluso ellas, las muñecas, con un mal uso, pueden provocar la muerte.

En este grupo de cuentos todavía hay algunos que se salvan, aunque las maneras chocarreras de su autor, y cierta tendencia a ser cansino y moroso, acaban irritando al lector que agradece las gotas de talento que aparecen, aunque mal administradas o enfocadas, en textos como “El prodigioso miligramo” o “Los alimentos terrestres” donde, las buenas ideas narrativas degeneran alarmantemente en tostón... ¡pero, ay, ese hambre secular del de Góngora y Argote, más allá de toda poesía!

domingo, 7 de julio de 2013

Zama-Antonio Di Benedetto




KAFKA APLATANADO

La peculiar característica del Virreinato del Río de la Plata, parece ser que con cierta provisionalidad y con unas fronteras movibles y no siempre bien definidas, como un apéndice extraño que le hubiera surgido al Imperio español cada vez más moribundo y errático, es uno de los principales motivos que se reflejan en el carácter de los personajes de la novela, que desfilan por ella como desganados, moviéndose entre las dos aguas de la indefinición, muy particularmente su protagonista, don Diego de Zama, burócrata kafkiano y pirandeliano al servicio de la Corona española. Estamos, entonces, ante un problema de identidad, derivado de la desconexión por la lejanía con la Corte, y producto de ese estatus complicado e indefinido: el de americano en territorio americano, en efecto, pero leal servidor -incluso de pasado glorioso- a la potencia conquistadora.

De esa manera, Zama aúna los dos males de ambos mundos. De su relación con España obtiene ese aire de hidalgo venido a menos, atravesado por la miseria secular que estas castas soportaban en España, al estilo de los personajes que aparecen en El Buscón de Quevedo o en El Lazarillo, puras apariencias, pero muertos de hambre (en el sentido literal que Arreola utiliza en un extraño relato para demostrar las miserias de Góngora, permanentemente obsesionado por los alimentos y su provisión de ellos). Será la fama decadente y el porte de Zama un producto de otras épocas, como lo es ya el falso esplendor del Imperio español que a esas alturas sólo puede sujetarse a cuestiones de honor y que es pura fachada.

De esta situación, se construye uno de los principales rasgos del personaje, la espera y la inactividad, la inacción. Zama aguarda a que el enorme y monstruoso aparato burocrático de la metrópoli mueva un dedo y decida trasladarlo a Buenos Aires con su familia, pero la decisión administrativa depende de un sin fin de movimientos políticos, de papeles, cartas, de un panorama más propio de El Proceso de Kafka. Depender de la corona provoca en Zama una espera lánguida y mortecina que baña con su tedio toda la novela y caracteriza al personaje, absolutamente dominado por esta circunstancia.

En segundo lugar, el otro mal de Zama y que se suma a la espera, a la inacción y a depender de la corona moribunda, ambos venidos a menos e intentado vivir por su honor y por encima de sus posibles, será el mal del Nuevo Mundo: ser americano en territorio americano. Zama piensa, a veces, que podrá recabar en España para así aumentar su estatus, pero lo cierto es que, como criollo que recela de su condición y se siente europeo, esa característica no hará sino atenazar su personalidad paralizada por la espera y ahora angustiada por la cuestión de la identidad indefinida o, incluso, extraviada. Zama vive como un hidalgo español sin serlo, pero sufriendo todas sus miserias, y como un americano al servicio de la corona española de la cual depende –y de unos jefes españoles también, que son bien conscientes de su naturaleza criolla-: este doble aspecto nos hace captar bien pronto la realidad de Zama, que jamás recibirá un traslado, que la metrópoli no piensa acordarse nunca de él (en el paralelismo de la espera es imposible no relacionar la idea con El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez).

Esta es la dualidad en la cual se mueve Zama, entre un mundo en decadencia y uno decadente, una circunstancia conformadora de la identidad americana y que, curiosamente, se define como una a-identidad en donde el protagonista se encuentra paralizado.

Con un arranque espectacular, diríase que memorable, de diez, el texto decae bruscamente para dirigirse a un final disparatado, apresurado, que estropea toda la novela y en donde el autor aparece un tanto cansado; se le hizo la narración demasiado larga. Y a nosotros.

martes, 2 de julio de 2013

Narraciones-Jorge Luis Borges



EN LA MENTE DE UN DIOS TENEBROSO

Uno de los aspectos fundamentales de la narrativa de Borges, de sus relatos, es que vienen definidos por el tratamiento que en ellos hace del espacio, casi indisociable del propio tiempo, produciéndose una espacialización y una temporalización del texto que muchas veces presenta un espacio-tiempo exclusivamente mentales. La cuestión del tiempo en los cuentos de Narraciones, presenta un doble aspecto: el tiempo como una cárcel relativa y el tiempo como un fluido mental. El tiempo, en cuanto a creación humana, aparece reflejado en Borges como una condena a la que el hombre no puede evadirse y, por ello, es espacial. El espacio en Borges va íntimamente unido a la concepción tangible del tiempo: en “La Biblioteca de Alejandría” el espacio infinito (que es la mente como universo laberíntico y por descubrir) se pierde en recovecos, celdillas, que recuerdan a los canales cerebrales. Este espacio mental es más denso y palpable que nunca en “Funes el memorioso”, y el relato plantea un claro problema de espacio asociado al recuerdo. Como Funes es capaz de recordarlo todo, absolutamente todo, se produce un problema espacial en su memoria, un problema de saturación puesto que recordar implica, instantáneamente, haber podido olvidar antes otras cosas, ubicarlas en un espacio diferente, alejadas del recuerdo para atraérlas con el ejercicio de la memoria que, así, es un espacio.

Según este criterio de ordenación de Funes, el espacio en Borges es un espacio ordenado, y cuando no lo es, se convierte en una aberración, un espacio de pesadilla, un devenir laberíntico. En “Las ruinas circulares” se nos presenta un espacio concéntrico, un espacio ordenado perfectamente en cuanto a que es un espacio soñado, un espacio producto del fluido mental y que, por ende, puede ser perfecto. En el mismo sentido se mueve la interpretación espacial de la  “Parábola del Palacio” y la “Del rigor en la ciencia”. Será en este último cuento en donde se ponga más de relieve esa capacidad aterradora y aplastante del espacio como producto de una interpretación mental, hasta el punto de que la reproducción abstracta de un terreno es tan idéntica a su original que coincide con su original, convirtiéndose en una cárcel absurda y disparatada. Y, “Pierre Menard, autor del Quijote”, es un problema de espacio temporalizado puesto que, evidentemente, la lectura de El Quijote en la actualidad resulta bien diferente a la que se realizaría en la época en que se escribió; este problema del tiempo viene íntimamente unido a una concepción terrible del espacio: Pierre Menard escribió esos capítulos idénticos a los de Cervantes y ocupan el mismo espacio que los de Cervantes. El problema de interpretación no es ya sólo temporal, sino que se ha convertido en un problema espacial, ya que el espacio desde donde se realiza la lectura de El Quijote, y por tanto sus diferentes comprensiones, no es el mismo en la actualidad que en el año 1600.

El espacio se ordena en anaqueles, en bibliotecas, en círculos concéntricos, pero, de repente, escapa al control mental y empieza a convertirse en pesadilla y, de esa manera, en una pesadilla de la conciencia y en el reflejo de la desesperada existencia del hombre sometido y abocado a ese espacio-tiempo indivisible ante el cual nunca se podrá liberar. Y qué decir de “El Aleph”, conjunción perfecta de esta doble interpretación del espacio como espacio-tiempo producto mental y como cárcel que delimita los sentidos humanos: ese espacio abarca todos los espacios (hasta el interior de unos cajones que almacenan crueles cartas) y podría liberar la mente del hombre, pero se convierte en una miserable condena apareciendo, epifánicamente, en los escalones de un miserable sotanillo. ¿Acaso no querrá Borges, con toda esta retórica filosófica del espacio, advertirnos que la mente humana es eso, un miserable sotanillo húmedo y escasamente iluminado?

Absoluta, rotunda y demoledora obra maestra del espacio mental y laberíntico, porque pocas colecciones de relatos resultan tan memorables –y el adjetivo es mucho más que eso en este caso-; ribeteada del pánico y de la preocupación existencial ante la cantidad de pavores que Borges hace aflorar a la superficie de esa emanación que parece ser el indefenso e inculto de sí mismo: el hombre.




lunes, 1 de julio de 2013

Las hortensias-Felisberto Hernández



 
PARAFILIAS DE PLÁSTICO

Que nos encontramos, en el personaje de Horacio, ante un mirón, un voyeur incorregible, es algo que deja pocas dudas: experimenta gran placer contemplando las escenas que otros han compuesto para él con sus muñecas, le gusta leer las soluciones a las historias que imagina, e incluso apunta en un cuaderno las bromas que le gasta su esposa en un afán de espiarse a sí mismo, de contemplar su vida, y todo lo que discurre a su alrededor, como desde afuera. Transita por la novela contemplándolo todo de reojo: es un espectador de la ficción narrativa. También, es un hombre repleto de parafilias y de fobias, de manías: no soporta verse en los espejos, convive con una muñeca, forma parte de un trío en el que incluye a la propia muñeca y a su mujer, escucha unos ruidos de maquinaria en su cabeza, reparte órdenes disparatadas y, finalmente, su obsesión radica en conseguir una muñeca que, pareciéndose a una mujer lo máximo posible –incluso colocándole un sexo artificial- continúe siendo muñeca. Necesita que la ficción se parezca a la realidad, pero que nunca sea como la realidad, quizás para poder manejarla aunque, al final, la muñeca y su amor por ella, la esclavitud sexual en la que cae, se apoderan de sus actos por completo.

En las desviaciones de Horacio, que evidentemente deben comportar un placer sexual, y en la presunta carnalidad de las hortensias, Felisberto Hernández construye un entramado de juegos eróticos enfermizos y una historia de amor de un hombre por los sucedáneos: en este caso por los sucedáneos de las mujeres hasta el punto de que, pudiendo disfrutar de una verdadera, siempre elige la copia. Sin embargo, cuando la verdadera mujer se hace pasar por la muñeca, Horacio sufre un choque tan fuerte que inicia un rápido proceso de muñequización.

Se puede amar a la muñeca, y ella no pide nada a cambio, tan sólo mantener a la temperatura adecuada el agua que calienta su cuerpo artificial. A la muñeca se la puede llevar de picnic al río, acostarla en una cama, sacarla a pasear o desayunar con ella sin que se enfade. La muñeca resulta ser la amante perfecta de Horacio porque, además, es un ser creado para la  observación en su inanimación y, no lo olvidemos, Horacio es un voyeur –circunstancia esta, la de contemplador erótico, exacerbada con los sucesos del hotel y todo el trabajo que la mirada posee en esas escenas-. En este sentido, Las hortensias se amparan en un erotismo sensorial, un festival de los sentidos –sobre todo vista y tacto- que conducen al placer. La importancia de lo que se ve, y de lo que se imagina cuando se ve, viene a demostrar que el órgano sexual más potente es el cerebro, las maquinaciones que intuye e inventa: en el escaparate en donde se exhiben las muñecas, tan sólo algunas son Hortensias, pero el público pasea de un lado a otro contemplándolas como de soslayo, intentando averiguar cuáles poseen sexo y cuáles no. Es este juego de lo oculto, el misterio que se oculta en las cosas, un misterio que se percibe por la vista, por el tacto, el juego erótico y sexual que propone Felisberto Hernández.

Horacio reúne en su persona un compendio de parafilias sexuales, como fetichismo –por los brazos y las piernas, por ejemplo-, voyeurismo, una fascinación por la violación, o la necrofilia. Es un personaje complejo e inestable que habita un universo propio desquiciado, exacerbado en la parafilia literaria heredera de la tradición clásica: el androidismo, Pigmalión enamorado de la estatua que había creado, su Galatea. Es inevitable pensar en un Horacio que ejerce las veces de Pigmalión, al fin y al cabo la idea de las mejoras sexuales de la muñeca son suyas, pero se añade, irónicamente, una parafilia nueva al personaje: la mecafilia, o atracción por las máquinas. Completamente desquiciado, Horacio corre en dirección al ruido de las máquinas, que desde ahora serán su nueva atracción. 

Una nouvelle que presenta un esquema narrativo dinámico y atractivo, un tema sorprendente y algo inquietante, un texto con cabeza muñequil y brazos de maniquí, un texto plasticoso y con todo ese pavor que despiertan las figuras de cera.