martes, 23 de octubre de 2018

La familia de Pascual Duarte-Camilo José Cela




*Esta reseña apareció en Mi Nueva Edad:
https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/10/2/el-libro-del-mes-la-familia-de-pascual-duarte/

La importancia de una primera novela

Mentiría si no dijera que por un tiempo no existió para mí otro escritor mejor que Camilo José Cela —de eso fue hace mucho, lo reconozco—. Sin embargo, algo lo cambió todo: el Premio Nobel de 1989. Ese triunfo lo transformó en un monigote de las revistas del corazón, grosero y soberbio que, prácticamente, ya no escribió nada, y lo poco que hizo, fue sin la chispa que le llevó a ganar el Nobel, con un trasfondo de escándalo de plagio que su descomunal carrera no merecía.
Obviamente, eso no fue siempre así. El Nobel fue muy justo gracias a un conjunto de novelas extraordinarias y por algunos libros de viajes imprescindibles para las letras españolas: La familia de Pascual DuarteLa ColmenaMazurca para dos muertos, Cristo versus ArizonaViaje a la Alcarria o Del Miño al Bidasoa, por ejemplo.
De ellos, el libro que hoy recomendamos en Mi Nueva Edad es su primera novela, con todo lo que eso significa para un autor. La primera novela suele ser una obra dubitativa o insegura, tanto que a veces los escritores prefieren ignorar este tipo de debuts cuando ya han cosechado otros éxitos (Delibes y su relación con La sombra del ciprés es alargada es un buen ejemplo, a pesar de que el libro fue premio Nadal en 1947).
La familia de Pascual Duarte no tiene nada de eso: ni dudas ni tembleques, ni indecisiones narrativas. Es, quizás, la mejor novela de Cela, o casi una de las mejores. En el texto, el torrente violento de tremendismo, puesto en pie con frialdad de recursos, hiela el alma del lector y marca un antes y un después en la novela española.
Publicada en la delicada fecha de 1942, nunca ha estado exenta de polémica: se dijo que Cela utilizó enchufes para editarla, pero dejando de lado esos tejemanejes extraliterarios, lo cierto es que el discurso puesto en pie en el libro es un discurso directo, contundente y valiente, especialmente para aquellos momentos en los que mostrar la España de posguerra, sucia y miserable, grotesca y virulenta, incluso repulsiva, era una forma de criticar la sociedad del momento de manera valiente, muy arriesgada. Tanto, que la segunda edición de la novela fue prohibida, aunque no hubo manera de detener su desbocado cauce narrativo. Es uno de los libros españoles más traducidos y con mayor número de ediciones.
El compendio de violencia, de instintos asesinos, desgracias y destrucción, de crímenes ocurridos en un pueblo de Badajoz, no ha envejecido 77 años después de su estreno. Pascual Duarte goza de buena salud, es más, de una salud envidiable gracias a algunos resortes que elevan al libro a esa cualidad de obra maestra.
Sin duda, uno de los grandes aciertos de Cela radica en haber elegido una primera persona protagonista impresionante y perturbadora. Después, supo anclar la narración en ese realismo naturalista al estilo de Zola o de Galdós para combinarlo con lo trágico, convirtiéndose en el libro de referencia del género del tremendismo.
La crudeza, la pulsión destructiva, el escenario de podredumbre, la marginalidad de los personajes y el festival del lenguaje que utiliza el autor, justo, exacto, riguroso, duro, áspero, concreto y contundente, pero repleto de virtuosismo, hacen de este texto un libro extraordinario.
Otros recursos, como la estructura de novela picaresca, el cargado acento confesional de la primera persona del Duarte o la presencia cervantina, no hacen sino mostrar la riqueza de un escritor, Cela, que con su primera novela revolucionó el panorama literario español, y la importancia de un libro imprescindible para cualquier lector de novela en castellano.
De verdad, olvidemos al autor histriónico y mamarracho que nos queda en el recuerdo después del Nobel, y disfrutemos, de nuevo, del genio de su pluma que alumbró aquella primera novela. Así se nos revelará, otra vez, uno de los mejores escritores de la literatura española y una de sus mayores obras.
Nota: aunque en la foto que ilustra esta recomendación hemos utilizado la edición de Seix Barral, recomendamos la de Destino porque no podemos imaginar el Duarte leído en otra editorial que no sea la que publicó y popularizó lo mejor de su obra.

lunes, 22 de octubre de 2018

Poemas desde mi jardín-Alfonso Aguado ortuño


Por su parte, Poemas desde mi jardín presenta un propuesta deconstructivista de las Bucólicas de Virgilio, lo que en principio es muy interesante, pero el poemario tal vez termine algo lastrado por cierto barroquismo que albergan los textos, a veces recargados. Se trata de una visión exultante del jardín en el que descansa el poeta, que alcanza desde lo micro hasta lo macro.
En efecto, porque la mirada lirica de Ortuño se puede detener en los insectos, en las diminutas criaturas, pero también en los aviones que sobrevuelan ese jardín. De esta forma conforma un bodegón animado de numerosas plantas, animalillos, en el cual el propio poeta se inserta, componiendo al final una especie de retrato de escritor en su jardín con aspecto arcimboldesco.
El poeta, ya viejo, descansa en ese jardín, pero lejos del ambiente bucólico virgiliano, aquí no impera un ambiente lírico, sino antilírico“Se escuchan pájaros/ de mal agüero y los perros no paran/ de ladrar a mi alrededor”.
El poeta no encuentra ese acomodo vivificador que Virgilio experimentaba en la naturaleza, al revés, está incómodo, junto a “tijeretas y babosas”“la aridez impera”. Tal vez sea este jardín un reflejo de la vejez del escritor que, en un alarde de poesía cuántica, se ha contemplado en un poema “desde el tejado me veo más viejo, con pocas ganas, sentado, enfermizo”.
De esta forma, se nos propone un texto saturado, dificultoso. Narrativo en su poeticidadque, a pesar del evidente simbolismo que puedan poseer las plantas e insectos que aparecen —y son muchos, desde luego— busca en la escasez de imágenes acercarnos esa mirada magnificada de pulgones, libélulas o gatos que pululan en derredor de un yo poético que, cada vez más, se metamorfosea con el entorno: “Formo parte de estos árboles, de estas plantas”, afirma contundente y certero.
El poemario se transforma, así, casi en un insectario, un estudio entomológico y natural de las especies que circundan a ese hombre, poeta envejecido y cansado que quizás se da a la tierra antes de tiempo, derrotado. Pero no es una asimilación con el entorno traumática, al contrario, la adecuación del hombre con el jardín es afable y tranquila, lenta, como si la naturaleza representase lo temporal de la vida y lo eterno de la muerte: “Tiene mi jazmín mil flores y mil dolores tengo”.
La simbología del jardín, con sus flores y sus plantas, es rica y compleja, porque en los brotes, en los retoños, florecen recuerdos antiguos convocados por el sentimiento bucólico. Pero una vez más, esa naturaleza contiene en sí misma su propia descomposición“el trastero abierto deja ver las cajas enmohecidas donde guardo los recuerdos”.
Impertérrito, el poeta accede a la noche del jardín, una noche que trae inquietudes para su ánimo que “sangra lombrices de tierra”. Los pavorosos recuerdos y el dolor de antaño se enlazan con los insectos que horadan el suelo y se mueven entre el mantillo y el barro.  El hombre es un súbdito de la naturaleza y, por eso, los poemas que compone son como plantas. Si las plantas no se riegan no crecen y se agostan; los poemas que compone son “bajitos” porque “no los riega casi nadie con su mirada”.
Algunas composiciones están aromatizadas de haikus, pero no cumplen estrictamente ni con sus leyes ni con su espíritu porque así lo decide el poeta. Porque el poeta es como un cuervo “capaz de entonar todos/ los sonidos del mundo”. Y en mitad de esa naturaleza que es descomposición y muerte, el yo lírico se encuentra como en su “cementerio”. Demasiados frutos en descomposición, demasiada vida empeñada en pudrir como para no entender que todo lo que ocurre en ese jardín es un retorno a la fusión espiritual con la naturaleza. Y la mariposa de la esfinge de la calavera, que aparece sobre el ocaso, transporta los recuerdos de su padre y la advertencia de la fragilidad del tiempo presente.
Es una realidad áspera, la realidad de la vida, la realidad del jardín, la realidad de esta naturaleza antivirgiliana en la que la lírica de Arcimboldo que se ha puesto en pie termina por marcar la dirección que toma el protagonista: el abandono del jardín para siempre. ¿Es una muerte poética? ¿El acceso a una dimensión superior? ¿La quiebra de una tradición compositiva deconstruida?
En cualquier caso, estos Poemas desde mi jardín, por momentos excesivos y por veces vertiginosos, son el manifiesto de un momento muy determinado de un poeta cansado que buscaba el reacomodo en la naturaleza, y que le dio la espalda. Desde ahí, cada cual puede cargar de sentido metafórico y simbólico esta naturaleza muerta de Ortuño.

Diálogos con el papel-Alfonso Aguado Ortuño



Alfonso Aguado Ortuño es un poeta de Piccasent (Valencia) que puede entenderse como un hombre casi renacentista. A su enorme producción lírica de más de una veintena de poemarios debemos sumar sus creaciones como pintor y fotógrafo, habiendo realizado, además, diferentes exposiciones. Solo así podemos explicarnos el importante contenido visual de su poesía, que prima las imágenes como esencia de sus versos. Además, Ortuño es artista digital y postal, escultor, poeta tipográfico, con una obra repleta de originalidad y que incluye libros-objeto y naipes manipulados que se convierten, así, también, en una suerte de poemas visuales.
Inmersos en este torrente creativo, dos poemarios: Diálogos con el papel (2008) y Poemas desde mi jardín (2010) —ambos editados por Frutos del tiempo—, presentan una muestra significativa de su trabajo poético, así como una gran parte del imaginario que los motiva.
Diálogos con el papel contiene el espíritu de pintor de su autor. El papel en blanco es un lienzo sobre el cual poder dibujar las emociones, las vivencias, donde plasmar la voz poética, pero no sin trabajo, casi con sufrimiento. Así, en el primer poema, Encuentro, se nos plantea esa colisión del escritor con la página en blanco al estilo de un lanzazo en un costado: la sangre que brota será la tinta que mancha el papel de versos, versos que después se convierten en poemas. Ortuño nos advierte que ha vaciado su vida y que por esa herida ha salpicado las páginas del libro, quedándonos estos treinta y cuatro diálogos con las cuartillas, que conforman, así, el poemario.
La intención meta literaria está bien clara desde el inicio del libro, se trata de escritura sobre escritura, literatura hablando de literatura, poesía construida sobre el acto de elaborar poesía: meta poesía. La conversación del poeta con el papel ha nacido desde una herida, y no puede, por eso, resultar sencilla, ni ausente de dolor, más aún cuando entiende que sus versos lastiman el papel con palabras que son como “azuladas heridas”.
El papel, además, sufre con la escritura de los versos una interesante metamorfosis: se convierte en espejo, lugar sobre el cual el poeta puede verse reflejado, e incluso en una especie de legajo acusador, porque señala directamente al poeta con las confesiones que almacena, producto de toda una vida.
Esta relación del autor con el papel nos llega mediante una estructura binaria de amor y odio. Sin duda, al escribir sus versos ennoblece la página, aunque la daña, y confiando sus intimidades líricas al papel lo reviste de poder. Porque en este caso, más que nunca, la poesía es un arma cargada, o mejor dicho, un arma que se va cargando de significado y potencia con el paso del tiempo.
En uno de los mejores poemas del libro (SéptimoOrtuño conjuga los colores que amarillean las hojas con el paso del tiempo, los compara con las frutas, y entiende que desde la perspectiva del correr de los años sus poemas encontrarán su justa sazón: “La fruta verde/ que nadie quiere// Pero el tiempo/ te pintará de amarillo/ y serás fruta madura/ cargada de azúcar/ y de pensamiento”.
Ortuño es un poeta visual, pictórico, y nada puede haber más visual y pictórico que el campo. De esta forma, entiende también la poesía, como una zona en donde arar y los poemas son sus semillas. En Decimoquinto lo expresa así: “Paso una hoja/ que ya no es una hoja/ sino campo/ donde la tinta ha penetrado/ en los poros,/ en busca/ de las semillas/ que se precipitaron”.
Siguiendo con el trabajo de ese campo semántico, nos encontramos ahora con la mano del propio autor que planea sobre la página blanca al estilo de un pájaro que volase trazando círculos sobre la cosecha.
Las imágenes de este Diálogos con el papel remiten muchas veces a la sangre, a la tarea de escribir como un esfuerzo sangriento o sangrante, volcado desde heridas permanente abiertas que empapan las páginas. Es la dicotomía de lo que estos papeles significan para el autor: a veces los ensucia con sus palabras, otras veces los raya como si fuera un niño que garabatea sobre una pared, confiando, a pesar de todo, lo más valioso del escritor que son los versos; el destilado de sus poemas.
Desde ese momento, ambos, papeles y poeta, pueden renacer, porque la escritura significa eso para Ortuño, la posibilidad de ajustar cuentas con el pasado, dejar prendidas en ellas los recuerdos y, así, renacer. Pero para renacer, el poemario debe ser leído. Y ese lector será como Howard Carter cuando se encontró con la tumba de Tutankamón, porque todo poema, toda poesía y poemario, esconde, en su interior cavernario de oscuridades y silencios, un preciado tesoro por descubrir.

domingo, 7 de octubre de 2018

Un obús directo al corazón-Wadji Mouawad

El teatro de Wajdi Mouawad: un obús directo al corazón



*Esta columna apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/el-teatro-de-wajdi-mouawad-un-obus-directo-al-corazon/


He visto Litoral. He visto Incendios. He visto las obras de Wajdi Mouawad. Podría decir que, teatralmente, ya me puedo morir tranquilo. Además, he tenido la fortuna de haber visto Un obús en el corazón, adaptación para la escena de una de sus novelas. Es decir, tres obras del mayor genio de los escenarios del siglo XXI. El pasado 27 de marzo fue el día Mundial del Teatro, por ello quiero traer hoy a este genio de las tablas hasta esta columna de El Odradek.

En efecto: He visto Litoral. He visto Incendios. Y he visto Un obús en el corazón. Son obras del libanés, pero nacionalizado canadiense, Wajdi Mouawad, un prodigio narrativo a la hora de situar un texto en escena. Son estas tres obras a las que me refiero las que me cambiaron por completo como espectador de teatro, provocaron una profunda transformación en mi forma de aproximarme a este género y, desde luego, cumplieron a rajatabla con la máxima aristotélica de la catarsis a la que el espectador debe acceder a través de la tragedia.
Catarsis: porque el teatro del libanés provoca una honda conmoción, una purificación emocional y espiritual, una pasión redentora al más puro estilo clásico, aunque, precisamente, las piezas de Mouawad si de algo se alejan, es de las representaciones de teatro clásico.

Sobre las tablas: el despliegue de originalidad en una concepción moderna, muchas veces rompedora, presenta una puesta en escena en donde conviven varias acciones a la vez, incluso separadas por tiempos distintos, así los personajes pueden aparecer desdoblados, o en distintas etapas de su vida, llevando a cabo un teatro cuántico de diferentes planos y líneas de acción que se suceden solapadas, unas sobre otras.
Esta forma de entender el teatro: como un momento y un movimiento continuo del espacio-tiempo. Es una de las claves definitorias de Mouawad. Por eso, aúna el concepto más clásico de catarsis mediante unas historias que destrozan hondamente la resistencia del espectador, con unos recursos narrativos innovadores: y de ahí brota lo absolutamente genial de sus obras.
Presenciar hoy en día una obra de este autor: vendría a ser lo mismo que, en pleno Siglo de Oro, en algún Corral de Comedias, pudiera verse la última de LopeCalderón o Tirso. De ahí la inmensa fortuna que he tenido al poder ver Litoral, Incendios y Un obús en el corazón.
Las dos primeras: Litoral Incendios, forman parte de la tetralogía titulada La sangre de las promesas, que se completa con las obras Bosques Cielos. Es necesario decir de inmediato que esta tetralogía está publicada al completo por la pequeña editorial ovetense KRK ediciones, en unos libritos preciosos, cuidadísimos y que son una joya para el lector.


La cadencia temporal (de esta tetralogía maestra para comprender el mundo desde el teatro del cambio del siglo) es la siguiente: Litoral (1997), Incendios (2003), Bosques (2006) y Cielos (2009). En un instante memorable para el mundo de la escena, las tres primeras se interpretaron seguidas en el Festival de Teatro de Aviñón de 2009. Un momento histórico. Más de once horas de representación, de caviar teatral, de conmoción, de emoción, de estallido.


Estallido: porque, como ese obús en el corazón que da nombre a una de las tres novelas que el autor tiene en su haber, el teatro que compone remueve las tripas hasta lo insoportable, te aproxima al borde la náusea, te arrebata el llanto y te echa una mano a la garganta. Es cierto, es realmente cierto esto de la catarsis aristotélica. Yo no creía mucho en ello, la verdad, y eso que soy habitual consumidor de teatro, pero nunca había abandonado mi butaca transido, cambiado, alterado, machacado, de la forma en que lo hice tras presenciar cada una de las obras de este genio.
Fortuna: tuve la fortuna de disfrutar del primer trago de Mouawad con la puesta en escena de Litoral, hace ya unos años. Recuerdo el aturdimiento al terminar la obra, producto de un asombro que me había devorado durante una representación agotadora, repleta de estímulos emocionales, aderezada con la puesta en escena más rompedora e innovadora que había visto en toda mi vida.
Después: ya hace menos de esto, he podido saborear Incendios de otra forma. Ya sabía quién era este genio libanes-canadiense, y lo que me iba a ofrecer con tanta generosidad en su obra. Incendios, con la dirección de Mario Gas en el teatro de La Abadía de Madrid y de la mano de Nuria Espert, certificó el inolvidable viaje por el asombro que nos ofrece un autor tocado por la mano de las musas de la misma forma que en su época lo estuvieron los grandes del género.


Aunque alguno se rasgue las vestiduras o no alcance a entender tal afirmación (quizás sea porque no ha visto una obra de Wadji Mouawad) su nombre pude colocarse a continuación de esta lista: EsquiloCervantesShakespeareMoliereLope de VegaCalderónTirso de MolinaValle InclánIonescoPirandelloBrecht… Tan grande, tal es el calado del autor al que estoy dedicando esta columna.
Aunque no hubiera escrito nada más: simplemente por las dos primeras obras que conforman la tetralogía de La sangre de las promesas, esos Litoral e Incendios, el escritor ya se habría ganado un lugar de honor en el Parnaso teatral, junto a los nombres que he citado antes y sin ningún tipo de recelos o problemas.
Estas dos obras: ofrecen una indagación en los orígenes de la violencia del hombre, en la forma más descarnada de sus comportamientos, pero también una reflexión sobre el amor como motor universal y la presencia permanente de la muerte. Son obras cargadas de tristeza, incómodas, plagadas de monólogos desgarradores, de personajes arrollados por el dolor de los recuerdos, traumatizados por experiencias violentas en permanente búsqueda de sus raíces, es decir, de su identidad. Y todo ello, al final, para concluir, o mostrarnos, la eterna bestialidad del ser humano.

En el comienzo de esta columna: me he referido, también, a la adaptación teatral de Un obús en el corazón, una de las tres novelas de Mouawad. De ellas, tenemos edición en español de la última, Ánima(Destino), del año 2012. La novela Un obús en el corazón fue escrita en 2007 y representada en los madrileños Teatros del Canal por un conmovedor, monumental y estremecedor Hovik Keuchkerian.


El intenso monólogo: es un puñetazo en la conciencia de cada espectador. Como ya ocurre en Incendios, será un recuerdo de la niñez del propio autor lo que sostenga la angustia del protagonista: en Beirut y con seis años Mouawad presenció cómo las milicias cristianas acribillaban en un atentado un autobús repleto de refugiados palestinos, al comienzo de aquella devastadora guerra civil libanesa que tan presente está en todas sus obras.
Esta escena: la del autobús, narrada de una u otra manera, articula la tesis de Wajdi Mouawad respecto a la brutalidad del hombre y la única forma de redención, que es a través del perdón, pero sin perder de vista los elementos decisivos de su teatro: el recuerdo, la reivindicación de las víctimas y la reparación de los inocentes al traerlos con nosotros, a nuestro lado, sentándolos en la butaca contigua, cuando no sobre las propias rodillas para que los acunemos con infinito cariño al estilo del cuerpo del padre muerto de Litoral o de esa madre que fallece de cáncer en Un obús en el corazón.
La enfermedad, la muerte, el pavor, los miedos, la violencia: todo ello lo representa esa mujer de las extremidades de madera que aterroriza al protagonista de Un obús en el corazón, y que tan sólo podrá superar enfrentándose a ella, es decir, a la realidad, a las cicatrices, al dolor, a la necesidad de tomar conciencia de que, todo ello, es lo que nos hace humanos.

He visto: Litoral: He visto: Incendios. He visto: Un obús en el corazón. Aún no he leído la única novela traducida al español de Wajdi Mouawad, pero espero hacerlo pronto. Si no habéis visto LitoralIncendios, o Un obús en el corazón, no dejéis de hacerlo en cuanto se os presente la oportunidad. Cambiará vuestra forma de ver algunas cosas y la rotura que os provocará en el interior ya jamás podrá ser reparada, ni siquiera mal remendada.
Y desde entonces: seréis uno más de los que viajan, de quienes viajamos, con el cuerpo hecho jirones y la convicción de que, como asegura en Incendiosla infancia es un cuchillo en la garganta por culpa de Wajdi Mouawad. Y podemos reconocernos como si formáramos parte de una sociedad secreta porque en nuestro interior se acuna ese tremendo costurón, el remendón del teatro del genio libanés incorporado a nosotros y que ya nunca podrá sernos extirpado.
En cierto modo: es un tipo de herida gozosa. Bueno: es realmente el agujero de un obús que nos golpeó, directamente, en el corazón. Y ya no hay quién lo saque de allí. Y tampoco queremos que eso ocurra nunca.

Nuestra inocencia-Wadji Mouawad

Nuestra inocencia, de Wadji Mouawad: un puñetazo teatral inolvidable



*Esta crítica apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/nuestra-inocencia-de-wadji-mouawad-un-punetazo-teatral-inolvidable/

El pasado domingo tuve el privilegio de presenciar una nueva obra de Wadji Mouawad. En efecto, privilegio, porque la propuesta, los personajes, los argumentos que trata, la puesta en escena, están convirtiendo a este libanés-canadiense en todo un clásico de las tablas, tal vez en la mayor autoridad escénica de nuestro tiempo. Mouawad conmueve, Mouawad provoca, Mouawad emociona. Y su gran virtud: después de presenciar una obra suya, al término, el espectador ya no es el mismo. Y nunca volverá a serlo. Produce una metamorfosis que va más allá de la tan conocida catarsis teatral. Te injerta unas emociones que ya no se desprenderán jamás.

Hasta la fecha, he asistido a cuatro representaciones de obras de MouawadLitoralIncendiosUn obús en el corazón y la del pasado domingo, Nuestra inocencia. Las dos primeras pertenecen a esa monumental tetralogía de La sangre de las promesas, y que se completa con Cielos y Bosques (todas ellas publicadas por KRK ediciones). De Un obús en el corazón —y pro extensión de la obra de Mouawad—, ya hablé aquí en Achtung!:
Pero hoy quiero centrarme en el prodigioso despliegue al que pude asistir en el teatro Valle Inclán del Centro Dramático Nacional. Una obra en francés con subtítulos, cuya intrahistoria nos advierte que se fue prefigurando a medida que se ensayaba. El resultado: un nuevo puñetazo teatral inolvidable.
Cartel de la obra que nos trajo el Centro Dramático Nacional.
Nuestra inocencia, o Notre Innocence, es un texto dramático molesto, que escuece, una serie de acusaciones formuladas por la juventud de ahora hacia nosotros, los propietarios de la cincuentena, más culpables de lo que parece de la situación actual que viven ellos. En efecto, argumentan que son inocentes ante el desgraciado momento en el que se encuentran, prácticamente sin un futuro, y lo hacen lanzando reproches amartillados con furia.
Los protagonistas son un coro, un coro al estilo del clásico coro griego, que durante gran parte de la obra se dirigirá al patio de butacas como una sola voz en un ejercicio de garganta que roza con el síndrome de tourette más desencadenado.
18 jóvenes agriados y enfadados, irritados, que nos arrojan su amargura mientras reflexionan sobre las redes sociales, la pornografía o la sociedad de consumo, acusaciones enmarcadas en un ajuste de cuentas de la juventud actual con quienes hicieron el mayo del 68 y todavía se creen revolucionarios con derecho a exigir algo, a reclamar un activismo que, quizás, ya no pertenezca a estos tiempos.
Los protagonistas de la obra: el coro.

El motivo que desencadena la obra es el suicido aparentemente inexplicable de una mujer joven que decide lanzarse desde la ventana de su casa y deja huérfana a una niña de nueve años. El impacto que este suceso provoca en su pandilla de amigos es demoledor, y hace que salgan a flote todos los reproches y conflictos de esa juventud desamparada, desorientada, que no comprende la realidad a la que se esté enfrentando, y que se siente ahogada por todo lo que les rodea.
De modo que los protagonistas son 18 actores y actrices de entre 23 y 30 años: llevan a cabo un prodigioso despliegue de vitalidad; bailan sobre las tablas, discuten, se mueven espasmódicamente, sostienen un largo rato de inmovilidad mientras recitan pedazos de historia de la vida de la suicida, Valerie, y también de quienes habitaron antes que ella el apartamento del suicidio (un matarife cuyo oficio se detalla con profusión de sangre y vísceras y un obrero industrial polaco que murió de una forma atroz —la cabeza arrancada por unas aspas—). Toda una puesta en abismo de lo que significa vivir manchados de sangre y junto a la omnipresencia de la muerte.
Wadji Mouawad, un futuro Premio Nobel.

El comienzo de la obra aturde al espectador, lo deja aplastado sobre butaca. Es una cascada de palabras, un coro como una catarata que habla y habla, que recoge parte de la improvisación que Mouawad llevó a cabo en el taller que impartió en el Théâtre de la Colline de París. Es un knock out directo al oído, agotador y efervescente, con todas esas gargantas formulando preguntas y acusaciones, batallando con nuestra generación en una lucha existencial desesperada. Exigen que nos hagamos responsables de lo que les estamos dejando en herencia. Y lo que les estamos dejando es, de verdad, una porquería.
Tras el asfixiante coro que todavía retumba en la cabeza, la música electrónica a todo volumen contribuye al mayor aturdimiento, y conecta a esa juventud acusadora con la juventud desencadenada, la que nos parece irresponsable e incomprensible. Bailan, se mueven frenéticos mientras su amiga Valerie se empotra contra el suelo. Esto significa el fin de la fiesta, la toma de conciencia con la realidad, esa realidad que viene de la mano de la muerte, siempre.
Los protagonistas bailando en una actuación agotadora.
Los jóvenes se sienten culpables del desastre. Han cometido con Valerie cierto mobbing o acoso vía teléfono móvil con bromas de mal gusto, pero en una reunión que mantienen, repleta de reproches, acaba apareciendo el lado oscuro que oculta cada uno de ellos. Hay una forma de aliviar el dolor: hacerse cargo de Alabama, la hija de nueve años de Valerie.
Discusiones y desencuentros provocados por el suicidio de Valerie.
Sin embargo, en esta niña radica uno de los momentos fundamentales, de los puntos de giro de la obra. Alabama representa la entelequia, el sueño, lo imaginado, la posibilidad de lo que puede ser y no llegará a ocurrir. Alabama es, en su dulce inocencia onírica, la representación del mayor de los males de nuestra sociedad en este momento: la impostura, las vidas ficticias y mentirosas que se camuflan tras un perfil de Facebook o Instagram. Las letales apariencias.
Esta obra polifónica quiere desgajar a la juventud actual de cualquier tipo de culpa heredada del pasado. Del pasado solo somos responsables nosotros, y no podemos cargar sobre los muchachos y sus comportamientos todos los males de la sociedad actual, porque los hemos creado antes de que ellos existieran. Entre esos males, se encuentran la desesperanza y la desesperación que conducen al suicidio.
De esa manera, Nuestra Inocencia abraza, además, otro asunto polémico y controvertido: la cuestión del suicidio. El suicidio es un veneno que destroza a quienes lo presencian o lo sufren. Los amigos, los familiares, se preguntarán siempre por los motivos, por las causas que llevaron a sus seres queridos a tomar esa decisión tan trágica como contundente y si podrían haber hecho algo para evitarlo. Un suicidio, peor si además es el de una persona joven, sume en la zozobra y socaba los pilares de la sociedad.
Por ello, el suicidio tal vez sea una de las acciones más revolucionarias que existen, la guinda de la protesta. Negarse la vida en la sociedad actual es negarle a esa misma sociedad su capacidad de ofrecer una oportunidad, aunque sea solo una, a la persona que ha decidido quitarse la vida.
Sin embargo, y aunque brutal, Mouawad mantiene que suicidarse es un regalo que uno puede hacerse a sí mismo, y que no debemos, quizás, atormentarnos demasiado preguntándonos por los motivos y por nuestra culpabilidad. Ocurre y listo. El suicida es soberano en su decisión y, aquí viene lo terrible, le sobran motivos para hacerlo. Realmente, en el mundo en el que vivimos, a todos nos sobran los motivos para tirarnos por una ventana, y no hay culpables determinados.
Cada acto de la obra es un ejercicio de reflexión relacionado con la muerte, con la sangre, con el cuerpo, con la naturaleza y con la existencia. Cada acto nos ofrece un oscuro retrato del interior de las personas, de nuestro interior, pavoroso, desbocado, egoísta e insolidario, que apenas puede perturbarse ante las muchas desgracias que podemos llegar a presenciar en nuestro mundo.
Y entonces, va Mouawad y nos emociona; lo consigue: consigue lo imposible, perturbarnos con su texto, con sus actores, con su teatro. Con su concepción del mundo, este patio de desgracias, ese escenario de dolores que se transforma dentro de nosotros con una sensación extraña, como de resaca de culpabilidad. Y el milagro ya está obrado.
Mouawad ha conseguido con su obra, aunque sea tan sólo por unos instantes, hacernos mejores personas. ¿Acaso el teatro no trata de eso?