lunes, 22 de octubre de 2018

Diálogos con el papel-Alfonso Aguado Ortuño



Alfonso Aguado Ortuño es un poeta de Piccasent (Valencia) que puede entenderse como un hombre casi renacentista. A su enorme producción lírica de más de una veintena de poemarios debemos sumar sus creaciones como pintor y fotógrafo, habiendo realizado, además, diferentes exposiciones. Solo así podemos explicarnos el importante contenido visual de su poesía, que prima las imágenes como esencia de sus versos. Además, Ortuño es artista digital y postal, escultor, poeta tipográfico, con una obra repleta de originalidad y que incluye libros-objeto y naipes manipulados que se convierten, así, también, en una suerte de poemas visuales.
Inmersos en este torrente creativo, dos poemarios: Diálogos con el papel (2008) y Poemas desde mi jardín (2010) —ambos editados por Frutos del tiempo—, presentan una muestra significativa de su trabajo poético, así como una gran parte del imaginario que los motiva.
Diálogos con el papel contiene el espíritu de pintor de su autor. El papel en blanco es un lienzo sobre el cual poder dibujar las emociones, las vivencias, donde plasmar la voz poética, pero no sin trabajo, casi con sufrimiento. Así, en el primer poema, Encuentro, se nos plantea esa colisión del escritor con la página en blanco al estilo de un lanzazo en un costado: la sangre que brota será la tinta que mancha el papel de versos, versos que después se convierten en poemas. Ortuño nos advierte que ha vaciado su vida y que por esa herida ha salpicado las páginas del libro, quedándonos estos treinta y cuatro diálogos con las cuartillas, que conforman, así, el poemario.
La intención meta literaria está bien clara desde el inicio del libro, se trata de escritura sobre escritura, literatura hablando de literatura, poesía construida sobre el acto de elaborar poesía: meta poesía. La conversación del poeta con el papel ha nacido desde una herida, y no puede, por eso, resultar sencilla, ni ausente de dolor, más aún cuando entiende que sus versos lastiman el papel con palabras que son como “azuladas heridas”.
El papel, además, sufre con la escritura de los versos una interesante metamorfosis: se convierte en espejo, lugar sobre el cual el poeta puede verse reflejado, e incluso en una especie de legajo acusador, porque señala directamente al poeta con las confesiones que almacena, producto de toda una vida.
Esta relación del autor con el papel nos llega mediante una estructura binaria de amor y odio. Sin duda, al escribir sus versos ennoblece la página, aunque la daña, y confiando sus intimidades líricas al papel lo reviste de poder. Porque en este caso, más que nunca, la poesía es un arma cargada, o mejor dicho, un arma que se va cargando de significado y potencia con el paso del tiempo.
En uno de los mejores poemas del libro (SéptimoOrtuño conjuga los colores que amarillean las hojas con el paso del tiempo, los compara con las frutas, y entiende que desde la perspectiva del correr de los años sus poemas encontrarán su justa sazón: “La fruta verde/ que nadie quiere// Pero el tiempo/ te pintará de amarillo/ y serás fruta madura/ cargada de azúcar/ y de pensamiento”.
Ortuño es un poeta visual, pictórico, y nada puede haber más visual y pictórico que el campo. De esta forma, entiende también la poesía, como una zona en donde arar y los poemas son sus semillas. En Decimoquinto lo expresa así: “Paso una hoja/ que ya no es una hoja/ sino campo/ donde la tinta ha penetrado/ en los poros,/ en busca/ de las semillas/ que se precipitaron”.
Siguiendo con el trabajo de ese campo semántico, nos encontramos ahora con la mano del propio autor que planea sobre la página blanca al estilo de un pájaro que volase trazando círculos sobre la cosecha.
Las imágenes de este Diálogos con el papel remiten muchas veces a la sangre, a la tarea de escribir como un esfuerzo sangriento o sangrante, volcado desde heridas permanente abiertas que empapan las páginas. Es la dicotomía de lo que estos papeles significan para el autor: a veces los ensucia con sus palabras, otras veces los raya como si fuera un niño que garabatea sobre una pared, confiando, a pesar de todo, lo más valioso del escritor que son los versos; el destilado de sus poemas.
Desde ese momento, ambos, papeles y poeta, pueden renacer, porque la escritura significa eso para Ortuño, la posibilidad de ajustar cuentas con el pasado, dejar prendidas en ellas los recuerdos y, así, renacer. Pero para renacer, el poemario debe ser leído. Y ese lector será como Howard Carter cuando se encontró con la tumba de Tutankamón, porque todo poema, toda poesía y poemario, esconde, en su interior cavernario de oscuridades y silencios, un preciado tesoro por descubrir.

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