domingo, 31 de diciembre de 2017

Calle Este-Oeste-Philippe Sands (1)


*Esta reseña apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/calle-este-oeste-philippe-sands-libro-del-ano-2017-achtung/


Calle Este-Oeste de Philippe Sands: Libro del año 2017 para Achtung!

No es una novela. Ni está escrita por un autor de renombre que haya firmado grandes obras. Realmente, no presenta una estructura original ni es un dechado de recursos narrativos. Sin embargo, gracias a todo esto, muestra algo que es muy necesario en la escritura: una verdad literaria, que no necesariamente debe ser una verdad real y tangible, aunque en este caso también lo sea. Porque se trata de una historia tremenda. Una historia terrible, elaborada desde la inocencia y la sencillez. Y por todo eso, es el libro del año para Achtung!

En mi anterior columna de El Odradek, la perteneciente al día 22 de diciembre, aproveché para dar un repaso a las lecturas del 2017, y terminé anunciando que, el libro del año, lo dejaba para este último Odradek y así cerrar haciéndole los honores que se merece. Puedes consultarla en este enlace:


El libro del que voy a hablar me llegó de sorpresa. Un poco como suelen llegar todos aquellos libros llamados a perforarnos el alma y hacerse con un huequecito en nuestro interior. Me lo envió, para celebrar mi 50 cumpleaños, una de esas grandes amistades del Instagram literario. Yo apenas había oído hablar de él, acaba de salir. Pero algo me dijo que ese texto de 600 páginas sería el encuentro con una historia de las que no se olvidan. Un libro de los que no me han servido las editoriales, de esos que no han tenido la amabilidad de enviarme para que ejerza mi crítica que, como bien sabéis, siempre es independiente y libre aquí en Achtung!

Y aun así, y dado que no suelo atender a libros que no vengan desde la editorial, porque considero que el enorme esfuerzo que significa mi tarea de leer, comparar, enlazar y analizar, al menos se merece la molestia de que alguien meta un libro en un sobre y se acerque hasta correos a cambio del inmenso favor que le estamos haciendo —qué menos—, pues pese a todo eso, es el libro del año. Sin duda.

Y también lo es en homenaje a la persona que me lo regaló, que desde el primer momento ya supo que este libro estaba escrito para mí, que era más mio que de cualquiera.

Vayamos con el autor: Philippe Sands, londinense. No es un escritor de novelas. Ni de ningún tipo de obra de ficción. De hecho, es profesor de Derecho Internacional y abogado. Es autor de ensayos jurídicos y legales y ejerce de columnista en algunos medios. Y ha participado en algunos documentales.

Con motivo de una conferencia que tuvo que dar en la ciudad de Lviv —quizás más conocida por nosotros los españoles como Lvov—, se activaron los resortes del recuerdo, de la indagación personal, de la investigación familiar y del retrato biográfico. Con eso, le fue suficiente para escribir un relato de vidas y sucesos encadenados al horror del siglo XX, aferrados al nazismo, al Holocausto y al exterminio.

Calle Este-Oeste, editado por Anagrama, es el mejor libro que se ha publicado en España durante el año 2017. Así lo consideramos en Achtung!, y en parte se debe a la forma en que se plantea, se escribe y se resuelve un empeño ya de por sí mastodóntico: retratar biográficamente a dos personalidades como las de Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin, cuyo aporte legal ha sido primordial para conceptualizar jurídicamente los términos crímenes contra la humanidad y genocidio.

Sin embargo, el empeño no queda ahí. Había que desafiar a la historia con su contrapunto tenebroso, y allí emerge la tremenda y terrible figura de Hans Frank, el Gobernador General de la Polonia ocupada por los nazis y encargado de convertir toda aquella zona en un monumental vertedero de razas destinadas al exterminio. El problema en Frank, además, radicaba en su condición de abogado, con lo que puso al servicio de la ley una complicada ilegalidad que debía hacerse legítima.

Frank debía justificar, lo necesitaba, con sus peregrinos fundamentos de derecho, toda la operación destinada a admitir el reasentamiento de millones de judíos en sus territorios, en donde, además, se erigían los peores campos de exterminio.

De este modo, nos topamos con un binomio narrativo de un magnetismo irresistible: dos abogados que batallan, cada uno por su lado, para tipificar los crímenes de guerra, y un criminal de guerra que lucha por declararse inocente en los Juicios de Núremberg. Todo ello, aderezado con la fascinante indagación del autor en los orígenes de su propia familia, víctimas a su vez de los nazis, de Frank y del Holocausto.

En el libro de Sands todo posee su reverso, su opuesto, su negativo. Es como si creyera en un equilibrio cósmico en donde las fuerzas del mal y del bien se acaban nivelando. Así, a las figuras luminosas de Lauterpacht y Lemkin se les opone Hans Frank. Al abuelo del autor, Leon, se le confronta el amante de Rita, su mujer, y a este amante se le contrapone el propio amor homosexual de Leon por su mejor amigo, Max.

Este equilibrio de fuerzas encontradas, alcanza la sublimación en dos figuras antagónicas: Niklas, el hijo de Hans Frank, que aborrece a su padre y lo considera un asesino, y Horst, el hijo de Otto von Wätcher, que fue gobernador nazi del distrito de Galizia. Horst, sin embargo, cree que su padre actuó con rectitud y diligencia, que su padre era un ser maravilloso. Así se contraponen las fuerzas en el libro.

Entonces, descubrimos con pasmo que todo el siglo XX, por no retroceder más atrás dado que eso sería un ejercicio tan pasmoso como enloquecedor, ha estado en permanente lucha, en continuo equilibrio milimétrico entre luz y oscuridad, bien y mal, salvación y horror, crimen y redención.

Es decir: entre nazismo y Walter Benjamin, Holocausto y Primo Levi, fosas comunes y Stefan Zweig, espanto y pensamiento, tortura y Jean Améry, muerte y testimonio, verdugos y testigos, Reinhard Heydrich y Elie Wiesel, la conferencia de Wansee y los Juicios de Núremberg, Auschwitz y todos nosotros, lectores.

El sistema elegido por Sands para poner en marcha su relato es bien simple. Nos cuenta la historia de Lauterpacht desde sus ascendientes, hasta el inicio del Juicio de Núremberg, de una forma completamente biográfica. Después, repite el esquema con Lemkin, y también lo hace con Frank. Entre cada capítulo biográfico de estos personajes inserta otros apartados en donde nos muestra sus propias indagaciones familiares, movidas con cierto sentido del género negro, realizando las pesquisas pertinentes y explicándonos los métodos de investigación seguidos.

Así, el libro alcanza un punto determinante. Prácticamente resueltos los enigmas familiares, ahora toca juntar a los tres protagonistas históricos en Núremberg y ver como Lauterpacht, Lemkin y Frank se desenvolvieron durante el juicio, el momento crucial en sus vidas. Realmente, el texto se ha encargado de cuatro biografías (si incluimos la historia familiar de Sands como una biografía) y de la historia de un juicio tratado con cierta asepsia.

¿Qué quiero decir con esto? Que realmente Calle Este-Oeste no es una novela, desde luego es a lo que menos se parece. Podría ser un relato biográfico con ciertos toques de autobiografía o autoficción, dado que el autor se incluye como personaje en la narración. Nos encontramos ante un libro que no es nada de lo anterior, y por tanto, es todo ello: esta es su principal virtud, el cruce de géneros, sin perder de vista el potente componente del biografismo histórico. Y así, es como Sands ha sido capaz de alcanzar esa cualidad tan valiosa: aproximarnos a la verdad literaria.

¿De qué verdad literaria estoy hablando? ¿A qué me refiero? Me refiero al motivo por el cual este libro es el libro del año. Toda obra literaria, si no es bastarda, interesada, o meramente falsaria, encierra en su interior una Verdad con mayúsculas, una Verdad tan grande, incuestionable y demoledora, que la convierte en una obra de arte. En esa Verdad aparece la voz del autor, la forma en que ha elegido la manera de contar su historia, y en función a la sinceridad, quizás a la honestidad que se encierra en aquella Verdad, la obra adquiere un relieve que la hace trascender en sí misma y que nos trasciende a nosotros. Entonces, se consigue el milagro.

Eso ocurre con Calle Este-Oeste, que logra trascender, primero como obra de arte literaria, después como vehículo que encierra una Verdad tan enorme y abrumadora, tan aplastante, que nos transforma una vez que la hemos leído. Y ningún libro de los publicados durante el 2017 consigue eso. Es una característica privativa y personal de Philippe Sands y de su trabajo, un hallazgo conseguido en el momento en que decide elegir formas simples de aproximarse al dolor, al sufrimiento, a la realidad, al mal del siglo XX, sin grandes efectos, únicamente contando las cosas como son, con cierto orden cronológico, destapando, mostrando, enseñando.

Cualquier otra estructura hubiera marchitado la Verdad que se contiene en Calle Este-Oeste. La historia es la historia de sus protagonistas, en donde el autor se relega a ser un mero narrador-compilador de los hechos, que expuestos de forma comprensible son suficientes para apoderarse de todo el protagonismo y hacernos entender. Y detrás de este discurso simple y sencillo se encuentra, se escucha, la voz de las víctimas, pero también (en uno de esos contrapuntos espeluznantes que caracterizan el libro) el bramido de los verdugos.

La historia de Sands es, fundamentalmente, la historia de las víctimas. De ahí la enorme importancia del libro, y el acierto a la hora de elegir una estructura que no ahoga esas voces y que, todo lo contrario, las individualiza y amplifica, y nos las hace llegar claras y nítidas. Y así, leyendo las 600 páginas redactadas por Sands, cumplimos con la idea de Elie Wiesel: quién escucha a un testigo, o lo lee, se vuelve en un testigo también. Eso es lo verdaderamente importante.

Lo mismo sirve para la presentación y reflexión acerca del mal que se caracteriza en Hans Frank o en algunos comparsas que aparecen en el texto. Todo ha sido tratado de una conveniente forma natural para que los mensajes sean recibidos con velocidad, con una presteza que puede parecer imposible si se almacena en 600 páginas de escritura abigarrada de muertes y horrores.

Este libro es un trans-género literario que aglutina memorias, autoficción, biografía, autobiografía, relato, narración, investigación, misterio, Historia, crónica de tribunales, informes jurídicos, testimonio, crónica de sucesos…, pero en absoluto novela; por ello, es Gran Literatura. Porque la Verdad salta a la vista en cada uno de los elementos que configuran el libro. La realidad, tan dolorosa e insoportable, aparece en relieve, palpita angustiosa, para instalarse en nuestro interior y cambiarnos la vida.


Es el milagro de la literatura. Es el milagro de Calle Este-Oeste.

viernes, 22 de diciembre de 2017

La acusación. Cuentos Prohibidos de Corea del Norte-Bandi



Esta crítica apareció en el sitio achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/la-acusacion-cuentos-prohibidos-corea-del-norte-la-escritura-pavor-cotidiano/


La acusación, cuentos prohibidos de Corea del Norte o la lupa de la escritura sobre el pavor cotidiano


Nuevamente aparecen esas imágenes en el telediario de la tarde: Corea del Norte acaba de lanzar otro misil como prueba de su poderío balístico. En una plaza, formado frente a una descomunal pantalla de televisión, el pueblo asiste al evento y ovaciona a su Líder. Toda la escena recuerda a los Dos Minutos de Odio orwellianos de la novela 1984 (Destino). Porque es necesario preguntárselo: ¿Toda esta gente sabe que existe otra realidad posible, otra vida posible? Por fuerza, en el seno de esa masa controlada y, evidentemente, atemorizada, deben existir voces —y cabezas pensantes— que no puedan aceptar tanta ignominia. Así es: Bandi, un escritor que ha sido publicado por Impedimenta, me lo ha demostrado con su conjunto de relatos titulado La acusación.

1. La literatura como resistencia

Corría el año 1936 cuando en los astilleros Blohm und Voss de Hamburgo se botó el buque de la marina alemana Horst Wessel, con la presencia de Adolf Hitler. La multitud, presa del furor colectivo, celebró el nuevo éxito de la ingeniería naval con el saludo nazi. Y una fotografía captó el acontecimiento. Un mar de manos, de brazos en alto…, pero un momento, allí, arriba a la derecha de la imagen, un hombre cruza, temerariamente, sus brazos. Es August Landmesser, reconocido por casualidad por una de sus hijas en el año 1991. Es August Landmesser, que se opone a Hitler, que va contra el pensamiento único, contra la masa; tiene muy claro que él piensa resistir. Es un Bandi contra el nazismo.

No tiene nombre. No sabemos cómo se llama esa persona que un 5 de junio de 1989 detuvo el tiempo y también nuestra respiración al colocarse enfrente de una columna de tanques en la Plaza de Tiananmén. Simplemente, hizo lo que creía que era su derecho: reclamar un espacio para la humanidad en aquella Avenida de la Paz Eterna. Era un Bandi chino.

Estos ejemplos demuestran que por muy extremo que sea un régimen totalitario, siempre existen posibilidades de oponerse a él. Desde luego, los riesgos son enormes, y hay que tener la inmensa valentía de hacerlo porque la muerte suele ser la respuesta del sistema represivo. Seguramente, Bandi llevará una vida de terror en Corea del Norte, incluso puede que se congregue delante del pantallón para aplaudir los misiles priápicos del Líder. Nunca se expondrá frente a los tanques, ni dejará de hacer un saludo, pero habrá elegido otra forma de resistirse. Y es igual de heroica: la literatura.

Poco nos importa la forma en que estos textos hayan alcanzado nuestro mundo, este lado del mundo; sobre las peripecias del manuscrito hay suficiente información en los apéndices del libro. Lo que realmente me resulta admirable es la elección de la literatura como una forma de resistencia.

He dedicado algunos de mis trabajos a investigar la producción de la literatura como oposición al crimen totalitario. En Biografías del Terror: Laureano Albán y el deber del llanto, atiendo a esta función reparadora de la literatura que, mediante la convocación de los sucesos, consigue un desagravio de las víctimas. Sobre este asunto he reflexionado también al hilo de mi estudio crítico del último libro del escritor albanés Bashkim Shehu, Angelus Novus (Siruela), y que se puede consultar en este enlace:


Sin embargo, fue en La novela como resistencia al totalitarismo. Tres ejemplos: Norman Manea, Ivan Klíma e Ismaíl Kadaré, en donde abundé en la capacidad de la literatura como elemento desestabilizador de un régimen dictatorial, así como una manera de subsistencia por parte de aquellos que tienen algo que decir, que necesitan algo que afirmar, y sólo encuentran alivio en las palabras.

Evidentemente, en el seno del terror de semejantes sistemas políticos, esa práctica entraña un riesgo mortal. A lo largo de los numerosos regímenes criminales, diferentes escritores nunca han cejado en su empeño de escribir como una forma de alimentar su individualidad en el seno de un mundo que trataba de aplastarlos. La literatura se mostró, así, como un vehículo para alcanzar lo que el Estado totalitario negaba sistemáticamente a sus ciudadanos. No en vano, el albanés Ismaíl Kadaré ha manifestado en diferentes ocasiones que él no llegó a la literatura desde la libertad, sino al contrario, a la libertad desde la literatura. Tal es el poder de la escritura.

Pero, ¿cómo se han conducido estas personas que sentían que tenían algo que decir, rebelarse, actuar en contra de las situaciones de injusticia? Sus reacciones son similares: escriben, en efecto. Pero también son bien diferentes, aunque en sus textos persigan el mismo objetivo (atacar al Régimen, demostrar lo descarnado de su existencia), porque son muy distintos en sus métodos literarios para conseguir el objetivo final.

Por ejemplo, para el rumano Norman Manea, se tratará de un complejo entramado literario que jugará con la autoficción; para el checo Ivan Klíma, una especie de sinfonía lírica; para el húngaro Kertész, unas memorias desgarradas en busca de una identidad desgajada…

Por su parte, el albanés Ismaíl Kadaré, unas veces pondrá en pie una novela presuntamente histórica que bajo su disfraz esconderá el germen de Franz Kafka, de Robert Musil y de Jorge Luis Borges,  y otras veces se camuflará en una narración de la vida cotidiana de los ciudadanos; también recreará un mito clásico, adoptando la denuncia en destellos, en reflejos literarios del totalitarismo que se ocultan bajo caparazones y disfraces que puedan engañar, burlar, al censor y vigilante Régimen de Enver Hoxha, o tal vez abrazando la meta cuántica, con un tratamiento del tiempo y del espacio de una forma delirante, con la estructura laberíntica y de fractales, imbricando sus tramas con la novela negra.

En otras ocasiones, fueron las copias manuscritas de las novelas, esa cripto literatura de samizdat, como en el caso de El maestro y margarita (Debolsillo) de Bulgakov o El doctor Zhivago (Anagrama) de Pasternak, para burlar al estalinismo, o el más reciente caso de Los versos satánicos (Mondadori) de Salman Rushdie, distribuido en copias escritas a mano en el Irán de la fatwa.

Son todas ellas aproximaciones válidas a un mismo tema: la denuncia del Estado totalitario, realizadas por testigos que han decidido convertir al hombre, bajo esa desgracia, en su objeto de estudio, a menudo lidiando con la censura, con la represión y las represalias, bajo el peligro de la condena, poniendo en riesgo su integridad —con amenazas de cárcel o incluso de muerte— en el empeño de conseguir escribir unas páginas.

Porque, tal y como afirma el checo Ivan Klíma

Una verdadera obra literaria nace como el grito de protesta de su creador contra el olvido que lo acecha, a él, a sus predecesores y a sus contemporáneos, a su época y a la lengua que habla. Una obra literaria es algo que desafía a la muerte”.

Un desafío que se sublima si se lleva a cabo en el seno del régimen totalitario, dado que se produce una gran paradoja: la actividad de la escritura, que les insufla de vida a los autores, es un acto de imprudencia descabellada que puede conducirlos a la muerte. Ya nos lo advierte Bandi en su libro:

Nunca se es lo suficientemente precavido, y esa es la regla para sobrevivir en Pyongyang”.

2. Bandi o los horrores cotidianos

En efecto, le ha llegado el turno a Bandi. Bajo ese seudónimo de Luciérnaga —el autor brilla con la luz de la verdad literaria para alumbrar las tinieblas totalitarias—, escribe en el seno de uno de los peores regímenes totalitarios de la historia, una ignominia para el mundo. Y sus relatos, bajo el título común de La acusación, muestran una doble cara. En primer lugar, en los cuentos hay una condena que recae sobre alguna persona, incluso sobre familias enteras. Condena que ha sido el producto de una acusación. Sin embargo, en retruécano cruel, la acusación a la que se refiere el título es la denuncia que ese conjunto de relatos hacen del propio Régimen norcoreano.

Aquí radica el asunto, Bandi acusa al Régimen con sus cuentos, y lo hace glosando escenas de la vida común de sus paisanos. Atendiendo al día a día del régimen, ampliando el foco, la lupa sobre lo cotidiano del horror. Se trata de la mejor manera de exponer la forma en la que los mecanismos represivos tratan de aniquilar al individuo.

Un ejemplo descomunal de esta práctica lo podemos encontrar en la novela del albanés Kadaré, El gran invierno (VOSA), que en alguna ocasión he denominado como una especie de Capilla Sixtina del comunismo, precisamente por esa atención a los minúsculos detalles cotidianos. Puedes consultar un estudio más en profundidad de esta novela aquí:


Los recursos como narrador de Bandi pueden parecer algo limitados, pero son tremendamente efectivos. Repite una estructura similar en los siete relatos, ubicándose en un momento determinado de la acción y realizando un largo flash back que desembocará de nuevo en el presente para, desde allí, desencadenar el final.

Al abrigo de la reiteración de esta estructura se nos cuenta la insensibilidad del sistema, que impide a un hombre el viaje hasta su aldea para asistir a su madre que agoniza, o la historia de un niño que se asusta y llora cuando ve un cuadro de Marx o del Líder, porque piensa que se tratan de las imágenes de un demonio.

Bandi presta atención a los horrores cotidianos. A la hambruna crónica, al trabajo a destajo, a la deshumanización absoluta. Entre los relatos destaca La capital del Infierno, en donde una mujer del pueblo coincide con el Gran Líder Kim Il-sung, incluso viaja en su coche oficial, y es tratada con una extraña e inquietante humanidad que pone al descubierto toda la hipocresía descarnada del Régimen.

Un Régimen que no duda en ejecutar como un traidor a quién arruina una mínima parte de una cosecha de arroz porque no consigue que arraigue, o porque ha manchado de excrementos unas manzanas destinadas a la URSS. Un Régimen que prolonga las abominaciones cometidas por los abuelos —nimiedades aumentadas millones de veces por el implacable espíritu crítico de la ideología Juche— culpando a los padres y a los hijos de estos.

El castigo del Régimen se prolonga generación tras generación, para alimentar de pavor a una sociedad apelmazada por el miedo porque, en la concepción eugenésica del enemigo que ha puesto en pie el Estado, igual que la constitución física, también se transmiten las ideas por la genética. Pertenecer a una familia de traidores también es algo que se hereda. Porque para sobrevivir en Pyongyang, afirma Bandi en uno de los párrafos, uno debe aprender a sentir miedo cuanto antes.

Nos encontramos ante un lugar en donde no merece la pena vivir, o al menos traer una vida nueva a este mundo de pesadilla presenta un dilema ético, tal y como se lo plantea uno de los personajes del libro:

Cuando una madre trae una vida al mundo lo hace con la esperanza de que su hijo sea feliz. Pero qué madre puede dar a luz si sabe que el niño no podrá hacer nada excepto avanzar a través de un campo de zarzas. ¡Una madre que quisiese dar a luz en tales circunstancias será la criminal más cruel de entre todos los criminales!

Al Líder de Corea del Norte, ya fuera en su momento  Kim Il-sung o Kim Jong-il, que abarcan la época a la que hacen referencia los textos de La acusación, o al actual Kim Jong-un, no debe de hacerle mucha gracia que sea la literatura uno de los elementos utilizados para denunciar al Régimen. Y esto es porque los tiranos siempre han tenido una especial propensión a escribir grandes mamotretos que alberguen sus obras completas, perorando sobre lo divino y lo humano: un tirano, si algo ambiciona por encima de todo, es ser escritor.

Ahí están los ejemplos de las obras monumentales, repletas de tomos, de Stalin (aproximadamente 15 volúmenes) o de Ceauşescu (unos 14 volúmenes). Pero claro, también en esto, se lleva la palma Kim Jon-il, que parecía ser capaz, no solo de opinar sobre literatura o teatro, haciendo extensiva su obra a regular y decidir cómo deberían ser, desde su perspectiva de la doctrina Juche, actividades tan dispares como la agricultura, la arquitectura o el cine. Dejó, aproximadamente, 50 volúmenes. Junto a ellos, parece mucho más modesto el legado literario de Benito Mussolini y, ya no digamos, el único libro de Hitler.

Por supuesto, esta exhibición de verborrea literaria no brotó de la pluma del tirano norcoreano. Todo un sequito de escritores (¿o más bien debería calificarlos como escribanos o amanuenses?) se dedicó en cuerpo y alma a producir las obras del Líder. Estamos ante un caso parecido al del dictador albanés Enver Hoxha, cuya obra se calcula en unas 48.000 páginas, y sus llamadas “obras escogidas” constan de 76 volúmenes, que afortunadamente quedaron incompletas, cuando ya se había alcanzado la recolección de todos los escritos hasta 1979. El historiador francés Gabriel Jandot plantea la posibilidad, más que certera, de que un grupo de diez personas escribieran una gran parte de esta ingente obra en nombre de Hoxha, una obra que en los desfiles del Primero de Mayo aparecía expuesta sobre un carromato ambulante.

Todo esto, además, se agrava porque en las obras de los tiranos no aparecen más que memeces y tonterías, mientras la fuente de la cultura y la literatura se agosta en sus países, bien sea bajo el dictado de las reglas del realismo socialista o por culpa de las novelas de la sangre y de la tierra arias (novelas Blut und Boden nazis). Por eso, el caso de Bandi, portavoz de un país de 25 millones de personas, resulta más llamativo. El gran instrumento aleccionador del aparataje comunista, la escritura, ahora se ha vuelto en contra de los sátrapas.

3. Bandi y la literatura antisolar

Y la literatura puede decir muchas cosas, incluso sin decirlas aparentemente. Encuentro en los relatos de Bandi un rastro de algo que he bautizado como literatura antisolar, a raíz de mi estudio de la denuncia del régimen totalitario de Enver Hoxha en la obra de Ismaíl Kadaré. El albanés presenta un tipo de resistencia climática en donde las narraciones aparecen trufadas de frío, nieve y viento, para mostrar un clima de helada que se corresponde con la congelación interna que experimentan los ciudadanos. Y además, se contrapone al inmenso esfuerzo del Estado por ofrecer una imagen de personas sonrientes hasta el paroxismo bajo el luminoso sol comunista.

Al igual que hace Kadaré, la prosa de Bandi nos habla de clima frío y tempestades de nieve, de lluvias torrenciales y tiritonas. Es la literatura antisolar de Kadaré trasvasada al régimen de Corea del Norte, en donde:

Hace frío. Una tempestad de nieve llena el mundo con sus copos”.

El pavor de los hombres sumidos en el sistema represivo se nos revela en una interesante frase antisolar:

No es la oficina la que da calor a los hombres, sino los hombres los que calientan la oficina”.

Evidentemente, nos encontramos ante una máxima demoledora. El Estado se proyecta en esa oficina. Por tanto, la caldera del Sistema criminal se alimenta del esfuerzo de sus súbditos, en ningún caso es el Estado quien vela por arroparlos. Toda la parafernalia calorífica del Partido, las máximas de bienestar, han quedado subvertidas con la frase climatológica de Bandi, que continúa:

Con la puesta del sol, el frío, en una especie de competición consigo mismo, se intensifica”.

El frío atmosférico compite con el frío político, sumándose así helada sobre helada, la escarcha natural sobre la escarcha en el pecho y en los corazones de los norcoreanos. Será la escarcha la gran imagen antisolar de denuncia, en un párrafo cargado de significados:

Pero no es solo el suelo lo que está frío. La pared que hay tras los únicos muebles de la habitación, un armario y un gran televisor de un modelo mu antiguo, está cubierta por una capa de escarcha”.

Bandi nos habla de una casa que, por trasposición, puede ser todo el país. Una casa helada por la escarcha, un país congelado por el crimen. El frío es el mal. Un hallazgo que empleó en su día Kadaré en su novela El ocaso de los dioses de la estepa (Alianza) cuando aseguraba que en la Unión Soviética hacía frío:

Hace frío en Rusia, hermano. Hace infamia”.

El clima desolado que refleja Bandi, por tanto, se refiere a algo más, a mucho más: los nublados, las nieves y los fríos, permanecerán en el interior, en las tripas de sus personajes. Se trata del binomio, trabajado por Kadaré, del frío-totalitarismo: el frío como símbolo de una existencia que se mueve en el umbral de lo ultraterreno, entre la muerte y el pequeño hálito de vida. De una vida miserable y casi medieval en donde está prohibida la tristeza, es decir, y en palabras del título de un libro de relatos del rumano Norman Manea, se vive bajo una Felicidad obligatoria (Tusquets).

En el relato Tan cerca, tan lejos, Bandi nos lo explica:

En este país incluso llorar está considerado un acto de sedición y podría suponer una condena a muerte. La ley exige que la gente sonría pese a sus sufrimientos y cada uno debe tragarse solo su amargura”.

La malignidad del sistema político es capaz de obrar extrañas alquimias con los sentimientos colectivos de la gente:

Solo una fuerza mágica y cruel podía convertir los alaridos del tormento en aquella sonrisa de la felicidad (…) Toda la población de aquel país, que se hallaba bajo el hechizo del brujo, vivía en una ficción ajena a la realidad”.

Una felicidad obligatoria que tan sólo se tornará en tristeza por decreto a la hora de llorar la muerte del Amado Líder. Entonces, mucho cuidado con no mostrar el suficiente dolor desgarrador porque los agentes de la policía secreta y la seguridad del Estado están vigilantes.

4. La decepción como deus ex machina

Muchos de los personajes de Bandi experimentan una profunda decepción al descubrir que el sistema por el cual lo han dado todo es, en realidad, un Régimen inhumano. En ese momento, en el del desengaño, se desencadena la acción. Es como si, educados desde pequeños en el juchismo, necesitaran de una epifanía desmoralizadora, una toma de conciencia de la realidad, para que se activen los resortes internos de resistencia ante el régimen opresor:

Nada en el mundo es comparable a la decepción y al remordimiento que supone tomar conciencia de que todas las esperanzas y convicciones (…) no son nada más que un espejismo”.

Son vidas que se han desarrollado en el engaño, y en un momento determinado han despertado. En cierto modo, tamaños desencantos me recuerdan a la obra del escritor eslovaco Ladislav Mnacko, aunque en su Invierno en Praga (Noguer) me resulta algo más insincero con su desilusión al respecto del comunismo, que se queda en una mera autocrítica. Puedes consultar una reseña que hice de este libro hace tiempo:


En cualquier caso, estas decepciones que movilizan las historias de Bandi, no dejan de ser una especie de autocrítica pero a lo bestia. La autocrítica, la desgastada palabra que sustenta cualquier régimen comunista, hasta empastarlo en la mentira. “Un clamor de autocrítica”, llega a denominar Bandi la gran decepción que experimenta uno de sus personajes.

Está repleto de símbolos anti totalitarios este libro de Cuentos prohibidos de Corea del Norte, tal y como reza el subtítulo que le ha colocado la editorial. Desde un olmo que representa la creencia en la política del Partido, pasando por unas setas venenosas cuyo color rojizo se asemeja con el edificio de las oficinas del Partido, o entendiendo los engranajes del Estado como una bestia que cuando te atrapa te descuartiza.

Son imágenes, todas ellas, de la naturaleza, como si el Régimen de Corea del Norte, para Bandi, tuviera un componente venenoso y feroz que solo puede darse en las fieras salvajes. Y de hecho, los ciudadanos viven domados y en jaulas, como una forma de completar esta analogía.

Sumisos, aguantándose las ganas de llorar, sólo les queda esbozar una sonrisa desmayada y continuar mirando hacia adelante. Bueno, no es la única solución. También, como ha hecho Bandi, uno puede elegir ser un héroe y empezar a resistir con su literatura.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

La broma infinita-David Foster Wallace



*Esta crónica apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/david-foster-wallace-las-infinitas-lecturas-de-la-broma-infinita/

David Foster Wallace: las infinitas lecturas de La broma infinita

Cuando un libro es tan amado como odiado, cuando genera afectos y desafectos furibundos e, incluso, cierto pavor o rechazo a la hora de enfrentarse a su lectura, es que estamos ante algo más que una mera novela. Sin duda, lo peor para un escritor, y para el texto que escribe, es que su obra pase sin pena ni gloria, que no produzca el menor impacto en los lectores. Así, puedo concluir que, lo adores o lo aborrezcas, te parezca una descomunal tomadura de pelo, o sea el libro de libros, La broma infinita (Ramdom House) del norteamericano David Foster Wallace, tiene algo especial, dado que genera tantos sentimientos encontrados y polémicos. Y de eso se trata cuando queremos escribir, o leer, gran literatura.

En mi anterior columna del pasado viernes dediqué un espacio a proponer algunos libros especialmente recomendados para leer durante el periodo vacacional navideño, por aquello del recogimiento hogareño y la introspección más propia de estas fiestas que de la época canicular. El último libro que propuse fue el de Foster Wallace, y cerraba el artículo con la promesa de que el siguiente viernes, es decir, hoy, dedicaría este rincón de opinión de El Odradek, a La broma infinita en profundidad y detenimiento.

Puedes leer la columna anterior en este enlace:

¿Qué ofrece, qué propone David Foster Wallace en esta novela que asusta, irrita y fascina a partes iguales? Porque, sin duda, en ese carrusel de emociones desencadenado por su lectura debe encontrarse, a la fuerza, el secreto de su éxito, si por éxito entendemos que la obra ha pasado a la historia de la literatura como una obra imprescindible, un libro de culto y, a la par, una completa pérdida de tiempo y la mayor basura que se ha escrito en los últimos años.

Evidentemente, La broma infinita ni es una basura, ni su lectura significa una pérdida de tiempo, ni es una tomadura de pelo. En efecto, y lo siento por sus detractores si esperaban encontrarse aquí con otra cosa, es una de las últimas obras maestras que nos ha legado el arte literario, producto de la inmensa inteligencia de un escritor admirable que controlaba y conocía los recursos narrativos como pocos. Es la obra de un superdotado.

Sentadas las bases de sus virtudes —estamos ante un relato imposible no ya de igualar, sino tan siquiera de imitar, ni de lejos—, podemos seguir riéndonos o celebrando que, año tras año, la obra sea incluida entre esas novelas que nunca nadie ha podido leer o terminar, o de las que todo el mundo habla y nadie ha leído (ni leerá). Y La broma infinita se alinea en este tipo de listados, algo irritantes por la memez que resultan, junto al mismísimo Quijote (Cátedra), Guerra y Paz (Alianza Editorial), el Ulises (Tusquets), La montaña mágica (Edhasa), Crimen y Castigo (Cátedra), Los hermanos Karamazov (Cátedra) o Anna Karenina (Alba) —¿pero por qué hay tanto ruso?—.

Todas ellas son obras magníficas, y que algún mamarracho las incluya en semejante lista que concibe la literatura como una tortura, denota, más que nada, cortedad de entendederas. El problema radica en la carestía de instrumentos por parte del consumidor de literatura, es decir, que no hay novelas imposibles o ilegibles, sino lectores mal o poco preparados. Quizás, y solo quizás, porque esto tampoco lo puedo afirmar a ciencia cierta, si nunca has leído una novela de más de 150 o, a lo sumo de 200 páginas, entrarle de golpe al mamotreto de Wallace sea una apuesta directa de fracaso.

Igualmente, si lo tuyo han sido los productos culturales y los artefactos literarios de Coelho, Bucay, Follet o Dan Brown, a lo mejor debes ir buscando novelas de transición que te deriven poco a poco hacia Foster Wallace. Ya estoy viendo a más de uno enarcando las cejas y pensando lo malo que soy, que me acabo de meter con esos gestores culturales. Pues no, con quién me estoy metiendo es con el lector de esos gestores, porque padece una enfermedad literaria muy extendida en la actualidad, un mal del que debemos huir como de la peste, y que amenaza seriamente con lesionar gravemente a la literatura: el síndrome del comedor de historias.

El comedor de historias es un lector que se alimenta de la linealidad máxima y de la mayor sencillez de una narración. Que puede identificar el inicio, el nudo y el desenlace sin mayores problemas, que admite, pero no digiere, los flash backs ni los saltos en la novela, y que entiende el libro como algo que empieza en la página uno —o tal vez en los propios paratextos, dado que muchas veces compra, compulsivamente, un libro por lo que anuncia en su faja o en sus solapas— y termina en la última página. Y si es en esa última página, y a ser posible en la última palabra de la última línea, en donde se resuelve todo el nudo argumental, entonces, la felicidad es absoluta.

Digamos que son lectores escépticos y planos, puesto que no conciben que exista una vida más allá de la lectura simple de la novela. Cierran el libro y empiezan otro. El mundo de las ideas se termina, se despeña, al cerrar la página final de la obra. Han consumido. Perfecto. Incluso entienden aquello de que en una novela puedan existir los nefastos capítulos de transición —sí, esos mismos, los que al parecer le jugaron una mala pasada a Ana Rosa— y son capaces de saltárselos dado que resultan del todo inútiles para alcanzar el final del texto.

Cada vez más, el lector necesita y pide que le cuenten historias de una forma rápida y sencilla. Sin problemas. Que la novela sea una evasión, algo así como beberse un refresco rapidito, y poder pasar a la siguiente cosa sin perderse en complicados recursos técnicos ni bobadas por el estilo.

El comedor de historias sería feliz con una literatura oral, y no entiende la novela como un viaje enriquecedor a lo largo del texto, sino como un fin, una carrera contra el tiempo y contra el número de páginas, que desembocan en la solución del libro. Por eso, el comedor de historias se enfurece si le cuentan cómo termina una novela, incapaz de entender que desde hace siglos el placer de la lectura se mide por eso mismo, por el proceso de la lectura, y no por la resolución final ni por el atracón de encadenar un libro tras otro en el menor número de tiempo.

Esto nos lleva a La broma infinita, que no posee un final como tal, entendido a la antigua usanza. Simplemente, la narración se detiene, y quizás en lo más interesante, después de algo más de 1200 páginas de absorbente y esforzada lectura. Además, y esto es criminal para el comedor de historias, en las primeras 300 páginas todavía se siguen presentando personajes, abriendo líneas narrativas, como un Big Bang de literatura que se expandiera y se nos escapase de las manos.

La broma infinita puede parecer un libro nada placentero, por lo expuesto anteriormente y por algunas características que incrementan notablemente su complejidad, pero son estas peculiaridades, y no otras, las que hacen que, precisamente, resulte una experiencia deliciosa. Es uno de los últimos libros que me ha cambiado la vida: mi realidad era una cuando lo empecé, y es otra bien diferente al haberlo terminado. Lo he incorporado a un hueco de mi interior, ahora me acompaña a todos los sitios y filtro mi percepción de la realidad a través de lo que Foster Wallace me ha aportado, contribuyendo a mi entendimiento de lo que ocurre a mi alrededor y sumándose a otras lecturas que también se me han instalado en un rinconcito, como algunas novelas de Kafka, Kadaré, Grass, Bernhard, Houellebecq o Bufalino.

¿Qué motivos hay para odiar La broma infinita? Vamos con ellos: si eres comedor de historias, necesitas linealidad, un solo relato, y una solución rápida y de consumo. Así que olvídate de este texto. A lo que ya he añadido de que las historias y la galería descomunal de personajes se abre y se expande hasta el paroxismo (necesitarás 300 páginas hasta que reaparezca alguien de quién se nos habló en la página 15, una vez y de soslayo), hay que añadir el controvertido asunto de las notas de la novela.

En efecto, La broma infinita está repleta de notas presuntamente aclaratorias, de mano del autor, que constituyen un ejercicio propio de ficción al margen del texto. En ocasiones complementan acciones o diálogos de la novela, pero en otras son ejercicios de literatura en sí mismas. Conscientes de que poco aportaban a la línea argumental de la obra, cuando la novela apareció en Estados Unidos, los lectores optaron por desgajar todo el cuadernillo de notas finales, para así aligerar el libro en unas ciento y pico páginas, lo que convierte al volumen en algo más manejable (porque lo complejo de su lectura, el dolor de manos que se te pone si no cuentas con un atril, es otro de los motivos por los que podrías odiar este libro, imposible de transportar, de leer en el transporte público).

¿Qué encontramos en esas odiosas (para unos) notas, que son un ejercicio de inteligencia literaria (para otros)? Pues, por ejemplo, la larguísima nota número 24 de casi 11 páginas y  que glosa con toda exactitud y minuciosidad la falsa filmografía del director de cine avant garde, James Incandenza, a la sazón padre de uno de los protagonistas, Hal, y fundador de la Academia de Tenis Endfield. Durante páginas y páginas se nos habla de películas, con sus títulos, su catalogación, sus argumentos, sus aspectos técnicos…, para acabar con la paciencia de cualquier comedor de historias.

La acción de la novela se realiza en diferentes lugres, pero fundamentalmente se centra en la Academia de Tenis Endfield y en la Casa de Desintoxicación, la Ennet House, que se encuentra muy cerca de la Academia, apenas separadas por una colina. Como el libro presenta a multitud de personajes enganchados a las drogas, que tratan con todo tipo de fármacos y sustancias, que el asunto se centre en estos dos lugares obedece a una clara intención del autor: los deportistas de la Academia de Tenis Enfield se meten de todo, están completamente dopados y enganchados, y los drogodependientes ingresados en el edificio de enfrente, viven una existencia limpia, sin rastro de drogas. Foster Wallace acaba de subvertir un orden establecido, algo que hará a lo largo de toda la novela.

No es un secreto que el autor se proyectó como tenista de nivel en su juventud. De ahí la minuciosa historia de la vida en la Academia. Como tampoco son un misterio sus depresiones y la toma de cócteles farmacológicos, de ahí el escenario de la clínica de rehabilitación, y la abundancia de notas relacionadas con fármacos, composiciones de productos, efectos de drogas y opiáceos, hasta el punto de que algunos críticos califican la novela como un tratado de farmacia o un enorme prospecto sobre antidepresivos, excitantes y relajantes.

Muchos de esos críticos opinan que la novela aborda la historia de la familia Incandenza, compuesta, aparte del padre cineasta que se suicidó metiendo la cabeza en un microondas, y de Hal, el hijo tenista, por la madre y dos hijos más (uno de ellos, Mario, deforme). Sin embargo, el texto gravita sobre un alumno de la Enfield, Michael Pemulis, marrullero, tramposo y drogadicto, y se afirma en la arrebatadora personalidad de Don Gately, ladrón y adicto que encuentra una nueva vida de sacrificios y redención en la Ennet House.

Algunos secundarios, de entre los cientos de personajes, son inolvidables, como Joelle, también conocida como Madame Psychosis, protagonista de un programa de radio un tanto gore y que siempre lleva la cara tapada por un velo dado que sufrió un ataque con ácido.

Mención aparte merecen los Asesinos de la Silla de Ruedas, un grupo separatista quebequés que no duda en utilizar acciones violentas y de terrorismo para llevar a cabo su plan. Precisamente, una conversación sostenida entre el asesino Rémy Marathe y el agente, vestido de mujer, Hugh Steeply, es de lo más criticado de la novela. La charla se sostiene durante cientos de páginas, y mientras hablan en lo alto de un risco, cae la noche y amanece un nuevo día. Para muchos, es totalmente prescindible, pero, qué casualidad, esta conversación trata de los asuntos fundamentales sobre los que versa La broma infinita.

¿Qué asuntos son esos? La adicción, fundamentalmente el poderoso sentimiento de adicción que desarrollamos por cualquier cosa y por el mero hecho de ser humanos. Ya sea a las drogas, al consumo, o a la industria del entretenimiento. Pero también al delito, al mal, a la muerte, al dolor, al sufrimiento. Incluso cierta adicción a la angustia interior, como única forma de articularle un sentido a nuestras vidas.

Toda la novela es una crítica al sistema norteamericano y, por extensión, a cualquier sistema industrial y de consumo que anule al individuo. En este sentido, tiene mucha más importancia de la que parece una película de James Incandenza cuyo visionado provoca, inevitablemente, la muerte. Es como el experimento consistente en que un ratón estimule sus centros de placer presionando un botón. Al final, perece porque incluso se olvida de comer, dado que prima el placer por encima de todo. Tal es la función de esta película, que los grupos terroristas de sillas de ruedas buscan desesperadamente para cambiar el mundo con su uso.

Porque La broma infinita, además de una crítica a la sociedad de entretenimiento y consumo, se reviste con ciertos toques de parodia distópica: Estados Unidos, Canadá y México se han fusionado conformando un único país, la ONAN, bajo el mandato del presidente Gentle, que ha decidido arrojar residuos tóxicos en una parte entre Canadá y Estados Unidos y que ha convertido en la Gran Concavidad.

Por encima de otros aspectos, resulta una idea realmente brillante el que los años ya no se numeren, y sean patrocinados por marcas comerciales. Así, existe un año subsidiado o subvencionado por la hamburguesa Whopper, otro será el Año del Parche Transdérmico Tucks, e incluso hay un Año de la muestra del Snack de chocolate Dove  y otro de la Ropa Interior para Adultos Depend.     .

Todo esto no debe desviar nuestra atención de lo realmente importante: los personajes del libro son adictos, seres asustadizos que se mueven bajo el yugo de la inseguridad y la violencia, desesperados por conseguir su siguiente dosis, ya sea de droga, entretenimiento o adrenalina. Y quizás la broma infinita sea eso, la muerte que aparece, siempre, al final del camino, que se repite una y otra vez, y convierte todo ese esfuerzo y sufrimiento en absolutamente nada. Nuestro paso por este mundo es una broma de mal gusto.

El libro tiene docenas de aspectos a los que uno podría atender, incluso mantengo que se trata de una novela cervantina y me he planteado un reto que quizás jamás consiga llevar a cabo, y es el realizar un trabajo comparativo de La broma infinita y el Quijote. Base comparativa hay, desde luego.

Así que estos son sólo algunos de los motivos por los que la novela de Foster Wallace es un punto y aparte en la literatura americana y uno de los textos más controvertidos y fascinantes de nuestra época. Denostarlo porque es una lectura para hipsters, como he leído en alguna crítica, es un absurdo y claro ejemplo de enanismo mental. Criticarlo por su extensión, o por las dificultades de un texto que muchos no consiguen desentrañar, es un problema del lector, incluso del crítico, pero en ningún caso del autor que ha propuesto una obra maestra, con todo lo negativo que eso implica.

El libro ha generado su propia industria de frikismo, como una última vuelta de tuerca a todo lo que critica, y hay desde camisetas con mensajes crípticos solo comprensibles por los muy avezados en la novela, hasta diagramas que interconectan el maremágnum de personajes, pasando por recreaciones de los capítulos en figuritas de Lego, mapas de la Gran Concavidad, planos de la Academia de Tenis o incluso, un glorioso videoclip del grupo The Decemberists para su canción Calamity Song que recrea el complicado juego del Escatón que practican los alumnos de Enfield, y que viene a ser como una especie de Risk gigantesco llevado a cabo en varias pistas de tenis y con soporte de ordenadores.


La comunidad de lectores se ha unido para afrontar la compleja lectura de la obra, entendiendo que es una tarea que se puede abordar mejor en grupo. Por ello, hay muchas páginas y blogs, de personas que han iniciado el libro y van volcando sus impresiones, las dificultades que encuentran, o simplemente los resúmenes de lo que van leyendo a cada 50 o 100 páginas.

Se me ocurre que ver la película El último tour también puede ser una buena forma de aproximarse al universo del creador de La broma infinita. Se centra en una entrevista real que un periodista de la revista Rolling Stone realizó a Wallace durante cinco días que coincidieron con la promoción de La broma infinita por Estados Unidos. La película refleja la personalidad el autor, nos aproxima algunos momentos críticos de su vida, y puede abrirnos alguna de las puertas por las que acceder a su literatura.


Sea como fuera, Foster Wallace rubricó su obra maestra a tiempo, porque debemos entender como una gran desgracia que con 48 años se ahorcara al no poder sobrellevar una profunda depresión crónica. Afortunadamente, nos ha dejado un monumental legado que únicamente puede ir creciendo con el paso de los años hasta ocupar el lugar que merece.

Todo en Wallace es un reto, para el lector aproximarse a su obra, para el crítico entenderla y escribir sobre ella. Yo, con esta columna de hoy, cumplo el segundo de mis desafíos, que era poder abordar unas páginas críticas sobre la novela. El otro, su lectura, ya lo culminé hace tiempo. Ahora es vuestro turno. ¿Os atrevéis a escalar este ocho mil de la literatura?

Como en todos los viajes apasionantes, lo verdaderamente placentero radica en el trayecto, no le busquéis una culminación gloriosa, salvo lo que no va más allá del par de fotos que uno se hace cuando alcanza la cima, y se da la vuelta para bajar de la montaña. Hasta en eso, La broma infinita es perturbadora, porque puede que sea uno de los pocos libros, si no el único, que te ofrezca la oportunidad de leerlo durante el resto de tu vida, sin importarte cómo acababa, incluso lo que ocurre en su interior o qué puñetas cuenta.


Es puro Foster Wallace. Con eso debería de estar todo dicho.