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David Foster Wallace: las infinitas lecturas de La broma infinita
Cuando
un libro es tan amado como odiado, cuando genera afectos y desafectos
furibundos e, incluso, cierto pavor o rechazo a la hora de enfrentarse a su
lectura, es que estamos ante algo más que una mera novela. Sin duda, lo peor
para un escritor, y para el texto que escribe, es que su obra pase sin pena ni
gloria, que no produzca el menor impacto en los lectores. Así, puedo concluir
que, lo adores o lo aborrezcas, te parezca una descomunal tomadura de pelo, o
sea el libro de libros, La broma infinita (Ramdom House) del norteamericano David Foster Wallace, tiene algo
especial, dado que genera tantos sentimientos encontrados y polémicos. Y de eso
se trata cuando queremos escribir, o leer, gran literatura.
En
mi anterior columna del pasado viernes dediqué un espacio a proponer algunos
libros especialmente recomendados para leer durante el periodo vacacional
navideño, por aquello del recogimiento hogareño y la introspección más propia
de estas fiestas que de la época canicular. El último libro que propuse fue el
de Foster Wallace, y cerraba el
artículo con la promesa de que el siguiente viernes, es decir, hoy, dedicaría
este rincón de opinión de El Odradek,
a La
broma infinita en profundidad y detenimiento.
Puedes leer
la columna anterior en este enlace:
¿Qué
ofrece, qué propone David Foster Wallace
en esta novela que asusta, irrita y fascina a partes iguales? Porque, sin duda,
en ese carrusel de emociones desencadenado por su lectura debe encontrarse, a
la fuerza, el secreto de su éxito, si por éxito entendemos que la obra ha
pasado a la historia de la literatura como una obra imprescindible, un libro de
culto y, a la par, una completa pérdida de tiempo y la mayor basura que se ha
escrito en los últimos años.
Evidentemente,
La
broma infinita ni es una basura, ni su lectura significa una pérdida de
tiempo, ni es una tomadura de pelo. En efecto, y lo siento por sus detractores
si esperaban encontrarse aquí con otra cosa, es una de las últimas obras
maestras que nos ha legado el arte literario, producto de la inmensa
inteligencia de un escritor admirable que controlaba y conocía los recursos
narrativos como pocos. Es la obra de un superdotado.
Sentadas
las bases de sus virtudes —estamos ante un relato imposible no ya de igualar,
sino tan siquiera de imitar, ni de lejos—, podemos seguir riéndonos o celebrando
que, año tras año, la obra sea incluida entre esas novelas que nunca nadie ha
podido leer o terminar, o de las que todo el mundo habla y nadie ha leído (ni
leerá). Y La broma infinita se alinea en este tipo de listados, algo
irritantes por la memez que resultan, junto al mismísimo Quijote (Cátedra), Guerra y Paz (Alianza Editorial), el Ulises
(Tusquets), La
montaña mágica (Edhasa),
Crimen y Castigo (Cátedra), Los
hermanos Karamazov (Cátedra)
o Anna
Karenina (Alba) —¿pero por
qué hay tanto ruso?—.
Todas
ellas son obras magníficas, y que algún mamarracho las incluya en semejante
lista que concibe la literatura como una tortura, denota, más que nada,
cortedad de entendederas. El problema radica en la carestía de instrumentos por
parte del consumidor de literatura,
es decir, que no hay novelas imposibles o ilegibles, sino lectores mal o poco
preparados. Quizás, y solo quizás, porque esto tampoco lo puedo afirmar a
ciencia cierta, si nunca has leído una novela de más de 150 o, a lo sumo de 200
páginas, entrarle de golpe al mamotreto de Wallace
sea una apuesta directa de fracaso.
Igualmente,
si lo tuyo han sido los productos culturales y los artefactos literarios de Coelho, Bucay, Follet o Dan Brown, a lo mejor debes ir buscando
novelas de transición que te deriven poco a poco hacia Foster Wallace. Ya estoy viendo a más de uno enarcando las cejas y
pensando lo malo que soy, que me acabo de meter con esos gestores culturales.
Pues no, con quién me estoy metiendo es con el lector de esos gestores, porque
padece una enfermedad literaria muy extendida en la actualidad, un mal del que
debemos huir como de la peste, y que amenaza seriamente con lesionar gravemente
a la literatura: el síndrome del comedor de historias.
El
comedor de historias es un lector
que se alimenta de la linealidad máxima y de la mayor sencillez de una
narración. Que puede identificar el inicio, el nudo y el desenlace sin mayores
problemas, que admite, pero no digiere, los flash backs ni los saltos en la novela, y que entiende el libro
como algo que empieza en la página uno —o tal vez en los propios paratextos, dado que muchas veces
compra, compulsivamente, un libro por lo que anuncia en su faja o en sus
solapas— y termina en la última página. Y si es en esa última página, y a ser
posible en la última palabra de la última línea, en donde se resuelve todo el
nudo argumental, entonces, la felicidad es absoluta.
Digamos
que son lectores escépticos y planos,
puesto que no conciben que exista una vida más allá de la lectura simple de la
novela. Cierran el libro y empiezan otro. El mundo de las ideas se termina, se
despeña, al cerrar la página final de la obra. Han consumido. Perfecto. Incluso
entienden aquello de que en una novela puedan existir los nefastos capítulos de transición —sí, esos
mismos, los que al parecer le jugaron una mala pasada a Ana Rosa— y son capaces de saltárselos dado que resultan del todo
inútiles para alcanzar el final del texto.
Cada
vez más, el lector necesita y pide que le cuenten
historias de una forma rápida y sencilla. Sin problemas. Que la novela sea
una evasión, algo así como beberse un refresco rapidito, y poder pasar a la
siguiente cosa sin perderse en complicados recursos técnicos ni bobadas por el
estilo.
El comedor de historias sería feliz con
una literatura oral, y no entiende la novela como un viaje enriquecedor a lo
largo del texto, sino como un fin, una carrera contra el tiempo y contra el
número de páginas, que desembocan en la solución del libro. Por eso, el comedor de historias se enfurece si le
cuentan cómo termina una novela, incapaz de entender que desde hace siglos el
placer de la lectura se mide por eso mismo, por el proceso de la lectura, y no
por la resolución final ni por el atracón de encadenar un libro tras otro en el
menor número de tiempo.
Esto
nos lleva a La broma infinita, que no posee un final como tal, entendido a
la antigua usanza. Simplemente, la narración se detiene, y quizás en lo más
interesante, después de algo más de 1200
páginas de absorbente y esforzada lectura. Además, y esto es criminal para
el comedor de historias, en las
primeras 300 páginas todavía se
siguen presentando personajes, abriendo líneas narrativas, como un Big Bang de literatura que se
expandiera y se nos escapase de las manos.
La
broma infinita puede parecer un libro nada placentero,
por lo expuesto anteriormente y por algunas características que incrementan
notablemente su complejidad, pero son estas peculiaridades, y no otras, las que
hacen que, precisamente, resulte una experiencia deliciosa. Es uno de los
últimos libros que me ha cambiado la vida: mi realidad era una cuando lo
empecé, y es otra bien diferente al haberlo terminado. Lo he incorporado a un
hueco de mi interior, ahora me acompaña a todos los sitios y filtro mi
percepción de la realidad a través de lo que Foster Wallace me ha aportado, contribuyendo a mi entendimiento de
lo que ocurre a mi alrededor y sumándose a otras lecturas que también se me han
instalado en un rinconcito, como algunas novelas de Kafka, Kadaré, Grass, Bernhard, Houellebecq o Bufalino.
¿Qué
motivos hay para odiar La broma infinita? Vamos con ellos:
si eres comedor de historias,
necesitas linealidad, un solo relato, y una solución rápida y de consumo. Así
que olvídate de este texto. A lo que ya he añadido de que las historias y la
galería descomunal de personajes se abre y se expande hasta el paroxismo (necesitarás
300 páginas hasta que reaparezca
alguien de quién se nos habló en la página 15, una vez y de soslayo), hay que
añadir el controvertido asunto de las
notas de la novela.
En
efecto, La broma infinita está repleta de notas presuntamente
aclaratorias, de mano del autor, que constituyen un ejercicio propio de ficción
al margen del texto. En ocasiones complementan acciones o diálogos de la
novela, pero en otras son ejercicios de literatura en sí mismas. Conscientes de
que poco aportaban a la línea argumental de la obra, cuando la novela apareció
en Estados Unidos, los lectores
optaron por desgajar todo el cuadernillo de notas finales, para así aligerar el
libro en unas ciento y pico páginas, lo que convierte al volumen en algo más
manejable (porque lo complejo de su lectura, el dolor de manos que se te pone
si no cuentas con un atril, es otro de los motivos por los que podrías odiar
este libro, imposible de transportar, de leer en el transporte público).
¿Qué
encontramos en esas odiosas (para unos) notas, que son un ejercicio de
inteligencia literaria (para otros)? Pues, por ejemplo, la larguísima nota número 24 de casi 11 páginas
y que glosa con toda exactitud y
minuciosidad la falsa filmografía del director de cine avant garde, James Incandenza,
a la sazón padre de uno de los protagonistas, Hal, y fundador de la Academia
de Tenis Endfield. Durante páginas y páginas se nos habla de películas, con
sus títulos, su catalogación, sus argumentos, sus aspectos técnicos…, para
acabar con la paciencia de cualquier comedor
de historias.
La
acción de la novela se realiza en diferentes lugres, pero fundamentalmente se
centra en la Academia de Tenis Endfield y
en la Casa de Desintoxicación, la Ennet House, que se encuentra muy cerca
de la Academia, apenas separadas por
una colina. Como el libro presenta a multitud de personajes enganchados a las
drogas, que tratan con todo tipo de fármacos y sustancias, que el asunto se
centre en estos dos lugares obedece a una clara intención del autor: los
deportistas de la Academia de Tenis
Enfield se meten de todo, están completamente dopados y enganchados, y los
drogodependientes ingresados en el edificio de enfrente, viven una existencia
limpia, sin rastro de drogas. Foster
Wallace acaba de subvertir un orden establecido, algo que hará a lo largo
de toda la novela.
No
es un secreto que el autor se proyectó como tenista de nivel en su juventud. De
ahí la minuciosa historia de la vida en la Academia.
Como tampoco son un misterio sus depresiones y la toma de cócteles
farmacológicos, de ahí el escenario de la clínica
de rehabilitación, y la abundancia de notas relacionadas con fármacos,
composiciones de productos, efectos de drogas y opiáceos, hasta el punto de que
algunos críticos califican la novela como un tratado de farmacia o un enorme
prospecto sobre antidepresivos, excitantes y relajantes.
Muchos
de esos críticos opinan que la novela aborda la historia de la familia Incandenza, compuesta, aparte del padre
cineasta que se suicidó metiendo la cabeza en un microondas, y de Hal, el hijo tenista, por la madre y
dos hijos más (uno de ellos, Mario,
deforme). Sin embargo, el texto gravita sobre un alumno de la Enfield, Michael Pemulis, marrullero,
tramposo y drogadicto, y se afirma en la arrebatadora personalidad de Don Gately, ladrón y adicto que
encuentra una nueva vida de sacrificios y redención en la Ennet House.
Algunos
secundarios, de entre los cientos de personajes, son inolvidables, como Joelle, también conocida como Madame Psychosis, protagonista de un
programa de radio un tanto gore y que
siempre lleva la cara tapada por un velo dado que sufrió un ataque con ácido.
Mención
aparte merecen los Asesinos de la Silla
de Ruedas, un grupo separatista quebequés que no duda en utilizar acciones
violentas y de terrorismo para llevar a cabo su plan. Precisamente, una
conversación sostenida entre el asesino Rémy
Marathe y el agente, vestido de mujer, Hugh
Steeply, es de lo más criticado de la novela. La charla se sostiene durante
cientos de páginas, y mientras hablan en lo alto de un risco, cae la noche y
amanece un nuevo día. Para muchos, es totalmente prescindible, pero, qué
casualidad, esta conversación trata de los asuntos fundamentales sobre los que
versa La broma infinita.
¿Qué
asuntos son esos? La adicción,
fundamentalmente el poderoso sentimiento de adicción que desarrollamos por
cualquier cosa y por el mero hecho de ser humanos. Ya sea a las drogas, al
consumo, o a la industria del entretenimiento. Pero también al delito, al mal,
a la muerte, al dolor, al sufrimiento.
Incluso cierta adicción a la angustia
interior, como única forma de articularle un sentido a nuestras vidas.
Toda
la novela es una crítica al sistema
norteamericano y, por extensión, a cualquier sistema industrial y de
consumo que anule al individuo. En este sentido, tiene mucha más importancia de
la que parece una película de James Incandenza
cuyo visionado provoca, inevitablemente, la muerte. Es como el experimento
consistente en que un ratón estimule sus centros de placer presionando un
botón. Al final, perece porque incluso se olvida de comer, dado que prima el
placer por encima de todo. Tal es la función de esta película, que los grupos
terroristas de sillas de ruedas buscan desesperadamente para cambiar el mundo
con su uso.
Porque
La
broma infinita, además de una crítica a la sociedad de entretenimiento
y consumo, se reviste con ciertos toques de parodia distópica: Estados
Unidos, Canadá y México se han fusionado conformando un
único país, la ONAN, bajo el mandato
del presidente Gentle, que ha
decidido arrojar residuos tóxicos en una parte entre Canadá y Estados Unidos y
que ha convertido en la Gran Concavidad.
Por
encima de otros aspectos, resulta una idea realmente brillante el que los años
ya no se numeren, y sean patrocinados por marcas comerciales. Así, existe un año subsidiado o subvencionado por la
hamburguesa Whopper, otro será el Año del Parche Transdérmico Tucks, e
incluso hay un Año de la muestra del
Snack de chocolate Dove y otro de la Ropa Interior para Adultos Depend. .
Todo
esto no debe desviar nuestra atención de lo realmente importante: los
personajes del libro son adictos, seres asustadizos que se mueven bajo el yugo
de la inseguridad y la violencia, desesperados por conseguir su siguiente
dosis, ya sea de droga, entretenimiento o adrenalina. Y quizás la broma infinita sea eso, la muerte que aparece, siempre, al
final del camino, que se repite una y otra vez, y convierte todo ese esfuerzo y
sufrimiento en absolutamente nada. Nuestro paso por este mundo es una broma de
mal gusto.
El
libro tiene docenas de aspectos a los que uno podría atender, incluso mantengo
que se trata de una novela cervantina y
me he planteado un reto que quizás jamás consiga llevar a cabo, y es el realizar
un trabajo comparativo de La broma infinita y el Quijote.
Base comparativa hay, desde luego.
Así
que estos son sólo algunos de los motivos por los que la novela de Foster Wallace es un punto y aparte en
la literatura americana y uno de los textos más controvertidos y fascinantes de
nuestra época. Denostarlo porque es una lectura para hipsters, como he leído en alguna crítica, es un absurdo y claro
ejemplo de enanismo mental. Criticarlo por su extensión, o por las dificultades
de un texto que muchos no consiguen desentrañar, es un problema del lector,
incluso del crítico, pero en ningún caso del autor que ha propuesto una obra maestra, con todo lo negativo que
eso implica.
El
libro ha generado su propia industria de frikismo,
como una última vuelta de tuerca a todo lo que critica, y hay desde camisetas
con mensajes crípticos solo comprensibles por los muy avezados en la novela,
hasta diagramas que interconectan el maremágnum de personajes, pasando por
recreaciones de los capítulos en figuritas de Lego, mapas de la Gran
Concavidad, planos de la Academia de
Tenis o incluso, un glorioso videoclip del grupo The Decemberists para
su canción Calamity Song que recrea el complicado juego del Escatón que practican los alumnos de Enfield, y que viene a ser como una
especie de Risk gigantesco llevado a
cabo en varias pistas de tenis y con soporte de ordenadores.
La
comunidad de lectores se ha unido
para afrontar la compleja lectura de la obra, entendiendo que es una tarea que
se puede abordar mejor en grupo. Por ello, hay muchas páginas y blogs, de
personas que han iniciado el libro y van volcando sus impresiones, las
dificultades que encuentran, o simplemente los resúmenes de lo que van leyendo
a cada 50 o 100 páginas.
Se
me ocurre que ver la película El último tour también puede ser una
buena forma de aproximarse al universo del creador de La broma infinita. Se
centra en una entrevista real que un periodista de la revista Rolling
Stone realizó a Wallace durante
cinco días que coincidieron con la promoción de La broma infinita por Estados Unidos. La película refleja la
personalidad el autor, nos aproxima algunos momentos críticos de su vida, y
puede abrirnos alguna de las puertas por las que acceder a su literatura.
Sea
como fuera, Foster Wallace rubricó
su obra maestra a tiempo, porque debemos entender como una gran desgracia que
con 48 años se ahorcara al no poder
sobrellevar una profunda depresión crónica. Afortunadamente, nos ha dejado un
monumental legado que únicamente puede ir creciendo con el paso de los años
hasta ocupar el lugar que merece.
Todo
en Wallace es un reto, para el
lector aproximarse a su obra, para el crítico entenderla y escribir sobre ella.
Yo, con esta columna de hoy, cumplo el segundo de mis desafíos, que era poder
abordar unas páginas críticas sobre la novela. El otro, su lectura, ya lo
culminé hace tiempo. Ahora es vuestro turno. ¿Os atrevéis a escalar este ocho mil de la literatura?
Como
en todos los viajes apasionantes, lo verdaderamente placentero radica en el
trayecto, no le busquéis una culminación gloriosa, salvo lo que no va más allá
del par de fotos que uno se hace cuando alcanza la cima, y se da la vuelta para
bajar de la montaña. Hasta en eso, La broma infinita es perturbadora,
porque puede que sea uno de los pocos libros, si no el único, que te ofrezca la
oportunidad de leerlo durante el resto de tu vida, sin importarte cómo acababa,
incluso lo que ocurre en su interior o qué puñetas cuenta.
Es
puro Foster Wallace. Con eso debería
de estar todo dicho.
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