domingo, 14 de abril de 2013

El señor Presidente-Miguel Ángel Asturias



FESTIVAL NARRATIVO

Es un tema recurrente entre los corrillos de entendidos en literatura y críticos que el lenguaje puede salvar a una novela y que, quizás, al final, es lo que perdura de un texto. También es habitual que las editoriales nos vendan novelas que, en sus paratextos, sean elogiadas por la forma en la que están escritas. En el caso de El Señor Presidente, esto es una realidad, porque la obra de Asturias es, fundamentalmente, lenguaje, pero un lenguaje entendido como un personaje más, quizás el auténtico personaje protagonista del texto.

Desde el mismo inicio, desde la primera palabra, desde ese ya archiconocido “¡Alumbra lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre!”, Asturias ya deja muy clara su voluntad de que el libro será un festival narrativo asentado en todo el poder de la lengua con la que se expresa. Ese primer párrafo define gran parte de la utilización del lenguaje en la novela: la sinestesia, el empleo de onomatopeyas, de palabras que por su sonoridad remiten a otras, la utilidad del adjetivo para conformar la personalidad de los personajes, un derroche de originalidad expresiva en una explosión a veces näif y colorista que, incluso, adorna de una pátina luminosa a las escenas más trágicas, sangrientas o brutales, sabiendo ser delicado en momentos tan terribles como el encarcelamiento y muerte de Miguel Cara de Ángel o la desazonadora, pero no por ello menos lírica, muerte del bebe en brazos de la Niña Fedina mientras, en un golpetazo de realidad, “el amanuense se chupaba las muelas”.

El lenguaje ilumina la novela por completo. En Asturias, el lenguaje narrativo es capaz de levantar mundos y de crear voces personalísimas a través de los discursos que articulan los personajes, repletos de giros característicos, de las formas del habla de las calles o de los palacios, de los políticos y de los poetas, dotando a cada uno de los seres que desfilan por el texto (y son muchísimos) de una personalidad propia que se cuaja en el mismo instante en que abren la boca y se expresan. Ejemplar es la aparición del Señor Presidente, definido por la palabra que utiliza repetidamente en ese capítulo: ANIMAL, con mayúsculas.

Esa delicadeza de orfebre con las formas de hablar de los personajes que tiene Asturias cala en la voz del narrador, incansable en un despliegue de juegos de palabras, retruécanos, onomatopeyas (grande es el valor que concede Asturias a la onomatopeya en su discurso narrativo), incluso en giros rebosantes de originalidad e ingenio que, a veces, recuerdan a las greguerías. El adjetivo de unas “calles intestinales”, para retratar los suburbios, la onomatopeya de la risa que se articula con las cinco vocales para mostrar una humillación, las asociaciones simbólicas casi surrealistas como “la casa que era una regadera de ladridos”, o la adjetivación barroca para hacernos palpar la niebla que es “estuquería de natas con color de pulque y olor a verdolaga”, así como la repetición de ciertas frases en la reiterada descripción de los personajes importantes al estilo de ese “Miguel Cara de Ángel era bello y malo como Satán”, son ejemplos de cómo se desencadena este festival de narratividad que construye Asturias por y para el uso de un lenguaje que adquiere un relieve por encima de los personajes y las situaciones, llegando a ser, casi, el fin mismo de la novela -de sucesos tan brutales que quizás no podría soportar un lenguaje que no los anestesiara con su lirismo inagotable- ya que, no en vano, se cierra con una abstracción lingüística de pura recitación: la letanía de un rosario. No podía ser de otro modo.

Protagonista: el lenguaje. Una lección magistral que aturde y fascina y emboba. Sonoro, maestro y monumental ejercicio de lenguaje.


sábado, 13 de abril de 2013

El pozo-Juan Carlos Onetti



DE PROFUNDIS


La novela de Onetti es un texto opresivo y claustrofóbico sobre la desesperación, la incomprensión y la soledad, que aparece comprimido entre sus párrafos iniciales y finales como si estuviera embutido entre paréntesis, ceñido por un corsé tremendamente efectivo y funcional. El comienzo y el final poseen una función primordial en el desarrollo de la trama: el primero crea un ambiente agobiante e introduce en la narración, predispone al lector, mientras el segundo, el final, deja discurrir el texto hacia una profundidad desolada, oscura e insondable como la boca de un pozo.

El inicio con el protagonista enclaustrado en su cuarto, soportando un calor agobiante, genera una imagen inmediata de angustia existencial que recuerda a ese otro extranjero de sí mismo, Mersault, fumando cigarrillos en su tórrido cuarto de Argel. El primer párrafo de El pozo despierta de golpe al lector, introducido violentamente en un mundo en el que siente, incluso, el peso del aire caliente y lo costoso que puede resultar el respirar. En esas primera líneas, el protagonista descubre, de repente, que por vez primera ve cómo es su cuarto, es decir, tiene una toma de conciencia de la realidad, empieza a percibir las cosas con otros ojos, desengañados y amargados, provocando que su mirada sea, desde ese momento, semejante a la mirada del lector. Medio desnudo, “oliéndose alternativamente las axilas”, propone un juego de novelística sensorial que rápidamente cuaja en la lectura, pudiéndose olfatear el ambiente, el sudor, la opresión.

En esa línea de las imágenes poderosas, a continuación, se nos muestra una evocación de Linacero, la del hombro enrojecido de una prostituta: las ronchas, la piel herida y los clientes desaseados y con la barba descuidada, son asociaciones que pronto acuden a nuestra mente, espoleadas por la figura de un niño mugriento en el patio. De esta manera, el texto ha generado ya un malestar y una estética de lo feo, de lo desagradable, que ya no desaparecerá del horizonte de expectativas del lector, ganado por completo. Entonces, las repeticiones maquinales y con cierto tinte sociópata de “no tengo tabaco, no tengo tabaco”, terminan por introducir al lector en la trama del libro, en la ficción que arranca en ese instante con la declaración del protagonista de que aquello que estamos leyendo es una confesión, son sus memorias. Onetti nos ha burlado el suelo sobre el cual podríamos sustentarnos y, ahora, sólo podemos movernos en su cuerda floja narrativa hasta que en las últimas páginas, en el final, vuelva a colocarnos el desolador piso sobre el que asentarnos en un desenlace demoledor.

Linacero admite que está cansado de haber pasado la noche escribiendo, y el lector desemboca en las últimas páginas agotado, atravesado por la interiorización lírica que, a continuación, acabará explotando. Onetti sume a su personaje en la oscuridad de la noche y en la inmovilidad y, así, al acecho, junto al protagonista, escuchamos el silencio y el ruido de la ciudad, de nuevo apoyados en la ambientalidad que se consigue con lo sensorial: ladridos de los perros, cantos de gallos, pisadas de vigilantes, todo ello en la lejanía, dejando como varado en la noche detenida al protagonista, a solas con su desesperación y convirtiendo al lector en un vecino, en un mirón de ventana indiscreta que se emborracha de la figura que compone Linacero: recortado en las sombras de su habitación, con la banda sonora de fondo de la ciudad cruel, asimilando la certeza de que ya nada vale la pena, de que su alma es como el alma de la ciudad: un pozo oscuro y profundo en el que es terrible ahondar. El paréntesis de la angustia, así, queda cerrado.

La angustia entre paréntesis, y entre las tapas del libro: una obra maestra.

viernes, 12 de abril de 2013

La última niebla-María Luisa Bombal




DE ENTRE LAS BRUMAS DE LA MENTE (ENFERMA)

Si pensamos en la novela de María Luisa Bombal como en la historia de dos procesos mentales enfermos, nos encontramos con una línea de pensamientos atormentados: los del marido obsesionado con su primera mujer, ya muerta, y cuya presencia no puede, ni quiere, olvidar ni superar, y el de la narradora, sometida a un matrimonio sin amor, aplastada por el peso y la imagen de esa otra, y que busca una fuga de la realidad a través de la ensoñación y de lo onírico. Del primero, el marido, sólo conocemos su proceso mental obsesivo-destructivo por lo que nos ofrece la voz de la protagonista-narradora. Sin embargo, del segundo proceso, tenemos toda la novela: la narración de un tiempo mental.

En ese proceso de ensueño, de la creación de una realidad paralela, todos los elementos deben ir coincidiendo y cuadrando. Así, la protagonista tiene que inventarse referencias que doten al delirio de un sentido, de una aplastante naturalidad, como sucede con el episodio del sombrero de paja. En ese marco de referencias que apuntalen el discurso imaginado para hacerlo pasar por real al lector, cobra una vital importancia un personaje menor, el niño de la barca, que será un pivote central y fundamental sobre el que gire el devenir alucinado de la narradora, y que, dentro de una novela repleta de símbolos, será el símbolo más importante de la obra por todo lo que va a significar en ella.

De esta manera, el niño, Andrés, interviene en dos ocasiones que resultan importantísimas para articular la novela. En la primera ocasión asiste como testigo a la aparición del amante de la protagonista en el lago. Incluso, ejerce de contrapunto para sustentar el pacto ficcional con el lector cuando la propia protagonista le pregunta si ha visto lo mismo que ella: al hombre, el amante innominado. El niño ratifica su visión, con lo que se prolonga el estado de duda que alimenta el lector, bastante sospechoso con la posibilidad de que todo sea un sueño, irreal. La declaración del niño afirma los sucesos en la mente de la protagonista y crea un halo de falsa confianza en el lector, que puede proseguir unas cuantas páginas más adelante, pero sólo unas cuantas, hasta que de nuevo aparece Andrés, esta vez en su fatídico desenlace repleto de simbolismo.

Andrés ha muerto ahogado. Y es significativo que sea en el mismo estanque en donde reafirmó con sus ojos la realidad del amante de la protagonista. Ese estanque actúa como elemento unificador entre realidad y ensueño, entre cordura y locura. La muerte del niño significa la apertura al mundo delirante de la protagonista: ahora, al desaparecer el único punto de apoyo que podía sustentar su realidad imaginada, todo se desmorona. El lector comprende que asiste a un delirio alucinado en donde nada es lo que parece, el producto de un proceso de locura, porque la mujer ya no puede vivir sin ese refrendo continuo que encontraba en el niño, único vínculo con la realidad, o única bisagra que enlazaba el mundo ficticio con el real. Esa función de bisagra del niño es muy importante en el texto, porque desde su muerte, se cierra ya una puerta a la posible comprensión por otros medios basados en el contrapunto de la realidad, se asume que todo es alucinación y el libro se dispara veloz hacia su desenlace: tal es la importancia de este personaje, que desbloquea el texto, hace avanzar la novela  hacia su resolución y también simboliza la esterilidad incapacitante de la protagonista.

El amante de la protagonista se sustenta en la ilusión de realidad que le confiere el niño, y desapareciendo el último, dolorosamente, queda eliminado el primero. La novela no puede, así, nada más que terminar.

Delicada bisagra entre la locura y la realidad, un texto breve que podría ser, sin duda, grande y compleja literatura.

jueves, 11 de abril de 2013

Ayer-Juan Emar




EL PEREGRINO CUÁNTICO

Es la historia de Ayer la de un peregrinaje temporal en busca del conocimiento. Todos los espacios que los protagonistas transitan por la novela son como las estaciones de un particular y peculiar vía crucis al que se someten. En esas estaciones, los sucesos van preparando, macerando el momento en el cual en “La Posada de los Descalzos” se produzca la revelación de la sabiduría, que no será otra que la cristalización de una concepción particular del tiempo, interpretado a modo de ese Aleph borgiano que, en el año 49, aparecerá en el sótano de la calle Garay. Esa interpretación del tiempo como una pelota en donde pasado, presente y futuro conviven a la par (y que Günter Grass denomina pasapresenturo) integra a la novela de Emar en un nuevo paradigma, el de la novela quántica, uno de cuyos principales abanderados y teóricos es el crítico García Viñó. Este paradigma quántico quiebra las leyes espacio-temporales de la narrativa y se mueve bajo las leyes de la Mecánica Quántica de Heisenberg, se apoya en sus teoremas del caos, y concluye que todas las realidades pueden ser una misma. Así, una mosca, la epifanía reveladora de la verdad, puede convertirse en tres moscas en alguna otra de las dimensiones que exceden al reducido constructo mental.

Proyectada desde esta nueva arquitectura temporal, Emar crea un ejemplo de novela quántica que sitúa su origen en la reinterpretación del tiempo literario apuntado en Las confesiones por San Agustín de Ipona (no en vano, la acción se desarrolla en San Agustín de Tango). “La Taberna de los Descalzos” (descalzos van los monjes, los ascetas, quienes han obtenido un mayor nivel de conocimiento) es un lugar en donde se produce una iniciación al conocimiento, un saber secreto y diferenciador -sí, diferenciador porque con él se alcanza a Dios- que no será otro que la simultaneidad del tiempo. Emar somete a su protagonista a un complejo proceso mental circular una vez reconocida esta verdad, en un texto que, entonces, se podría denominar como novela cosmológica. La novela, fiel a esta reinterpretación del espacio y del tiempo, se pliega a dos técnicas diferentes: una espacialización del tiempo y una temporalización del espacio. El hombre convertido, así, en un universo propio que alcanza el conocimiento. Semejante conocimiento lo poseía ya el personaje decapitado, y también lo posee el pintor, que con sus dosis de colores obsesivas equilibra en formas quánticas de materia y de anti-materia el mundo, basándose en los teoremas de los contrarios. El conocimiento, sin embargo, entraña sus peligros, y no es conveniente revelarlo, de ahí que el protagonista deba atravesar por el texto como en una especie de viaje iniciático (que abarca desde la contemplación de la ejecución del decapitado hasta la visita al pintor, que ya es un verdadero maestro); sólo así, el personaje central podrá hallar su propia epifanía del espacio-tiempo oculta en los urinarios.

Después, como una especie de Funes el memorioso, pero del tiempo y no del recuerdo, el protagonista disparará sus procesos mentales en los que todo el día de ayer volverá a repetirse sin posibilidad de freno, una y otra vez, en una suspensión quántica y circular del tiempo que no será sino una ascensión al conocimiento por una especie de escalera de Jacob con forma de caracol -una escalera laberíntica que conduce a la eternidad de esa circularidad, a lo Escher- y que dará por cumplimentado el proceso cosmogónico y, si se nos apura, hasta astral, que se inició con un vía crucis delirante y que terminó con una explosión, un big-bang, un punto de fuga: Aleph que demuestra que los hombres son rehenes de sus propios esquemas mentales. Algo que ya sabía muy bien, o mejor sería apuntar, en la línea en que nos movemos con el texto Ayer, algo que ya conocía perfectamente San Agustín de Ipona.

Cuántico, borgiano (¡claro que sí!), iniciático e iluminado. Un trabajo abrumador de un autor minoritario de talento descomunal en una narración sorprendente.

miércoles, 10 de abril de 2013

Vida del ahorcado - Pablo Palacio


 DESDE LA LOCURA A LA REDENCIÓN (O NO)

Posee el texto de Palacio un sentido del humor irónico, cínico, ácido y destructivo que ensambla la novela que, en principio, aparece como una construcción poliédrica repleta de aristas punzantes: son estos ángulos descarnados, en donde la sonrisa se hiela, los que se alternan con piezas suaves y curvadas que encajan unas con otras para que al final, el lector, un personaje más, logre confeccionar el tapiz narrativo.

Nada es en este texto lo que parece, nada se puede leer como está escrito. Valga el ejemplo del capítulo titulado “Odio” que, precisamente, atravesado de un extraño humor negro, habla del amor más extremo. Será dentro de ese código irónico (ironía paródica y sumada a fragmentación: curiosamente, una de las señas de identidad de la novela más actual de la post-posmodernidad) por donde deambule el personaje protagonista, a quien todo le sucede en clave de tragicomedia, que todo lo interpreta desde una visión extraordinariamente afilada, con unos alfilerazos de humor crítico, asfixiante: la visión periférica y desangelada de un ahorcado.

Esta visión de ahorcado se despliega en diferentes planos que corresponden a distintas narraciones lineales que Palacio luego ha fragmentado de forma inmisericorde, añadiéndole, así, una burla más al texto en su construcción, presuntamente, caótica. Si nos fijamos con detenimiento, podemos seguir el rastro de esa linealidad: Andrés Farinago  se despierta un día y descubre que es un ser asocial, alienado, y que no encaja (burla al estilo de vida urbano). Decidido a formar parte de la sociedad, asume un rol comprometido y combativo (burla a los sindicalistas, a los obreros, a las Grandes Ideologías que nada consiguen cambiar), pero no encontrará aceptación sino casándose e integrándose en una inofensiva unidad familiar (con dosis de humor, casi de sainete, conoce a Ana, se casa con ella, le proporciona una prole, y la vida familiar lo asfixia). Tiene un hijo, y entonces siente el mayor de los fracasos, entiende que no hay futuro, que el hombre no escapará jamás de su alienación y extrañamiento (pintados en el texto con toques de humor expresionistas y surrealistas, con fases del absurdo que recuerdan a Ibsen) y decide matar al niño. Después, es detenido, pasa un tiempo en la cárcel recordando algunos aspectos de la vida y la sociedad tan amargos como cargados de sátira, es juzgado en un disparate de juicio, condenado y ahorcado en un bosque… desde el cual recuerda partes de la historia, repletas de amargura y de cinismo.

Valga esta reconstrucción de la linealidad ocultada para culminar la novela con la gran broma que se le hace al lector: aparentemente, todo vuelve a empezar… entonces, descubrimos en las últimas palabras la burla definitiva: quizás todo el texto no fue sino el discurso de descargo del condenado frente al tribunal, un tribunal del cual el lector forma parte. Si elegimos la absolución de Farinago la novela acabará aquí. Pero si condenamos al ahorcado… volveremos a situarnos en la primera línea de la novela porque con nuestro veredicto de culpabilidad nos colocamos entre la masa, formamos parte de la plebe, somos borricos que se mueven en la noria circular, condenados a repetir la alienación una y otra vez, una y otra vez…

¿Es Farinago un loco? O, acaso, no será el loco quién se tome la realidad con las mayores dosis de humor…

Esperpéntico, disolvente, caústico, fractalizado, algo kafkiano (por qué no)... Al fin, lúcido y deslumbrante como la locura.