FESTIVAL NARRATIVO
Es un tema recurrente entre los corrillos de entendidos en literatura y críticos que el lenguaje puede salvar a una novela y que, quizás, al final, es lo que perdura de un texto. También es habitual que las editoriales nos vendan novelas que, en sus paratextos, sean elogiadas por la forma en la que están escritas. En el caso de El Señor Presidente, esto es una realidad, porque la obra de Asturias es, fundamentalmente, lenguaje, pero un lenguaje entendido como un personaje más, quizás el auténtico personaje protagonista del texto.
Desde el mismo
inicio, desde la primera palabra, desde ese ya archiconocido “¡Alumbra lumbre
de alumbre, Luzbel de piedralumbre!”, Asturias ya deja muy clara su
voluntad de que el libro será un festival narrativo asentado en todo el poder
de la lengua con la que se expresa. Ese primer párrafo define gran parte de la
utilización del lenguaje en la novela: la sinestesia, el empleo de
onomatopeyas, de palabras que por su sonoridad remiten a otras, la utilidad del
adjetivo para conformar la personalidad de los personajes, un derroche de
originalidad expresiva en una explosión a veces näif y colorista que, incluso,
adorna de una pátina luminosa a las escenas más trágicas, sangrientas o
brutales, sabiendo ser delicado en momentos tan terribles como el
encarcelamiento y muerte de Miguel Cara de Ángel o la desazonadora, pero no por
ello menos lírica, muerte del bebe en brazos de la Niña Fedina mientras, en un
golpetazo de realidad, “el amanuense se chupaba las muelas”.
El lenguaje
ilumina la novela por completo. En Asturias, el lenguaje narrativo es capaz de
levantar mundos y de crear voces personalísimas a través de los discursos que
articulan los personajes, repletos de giros característicos, de las formas del
habla de las calles o de los palacios, de los políticos y de los poetas,
dotando a cada uno de los seres que desfilan por el texto (y son muchísimos) de
una personalidad propia que se cuaja en el mismo instante en que abren la boca
y se expresan. Ejemplar es la aparición del Señor Presidente, definido por la
palabra que utiliza repetidamente en ese capítulo: ANIMAL, con
mayúsculas.
Esa delicadeza de
orfebre con las formas de hablar de los personajes que tiene Asturias cala en
la voz del narrador, incansable en un despliegue de juegos de palabras,
retruécanos, onomatopeyas (grande es el valor que concede Asturias a la
onomatopeya en su discurso narrativo), incluso en giros rebosantes de
originalidad e ingenio que, a veces, recuerdan a las greguerías. El adjetivo de
unas “calles intestinales”, para retratar los suburbios, la onomatopeya
de la risa que se articula con las cinco vocales para mostrar una humillación,
las asociaciones simbólicas casi surrealistas como “la casa que era una
regadera de ladridos”, o la adjetivación barroca para hacernos palpar la
niebla que es “estuquería de natas con color de pulque y olor a verdolaga”,
así como la repetición de ciertas frases en la reiterada descripción de los
personajes importantes al estilo de ese “Miguel Cara de Ángel era bello y
malo como Satán”, son ejemplos de cómo se desencadena este festival de
narratividad que construye Asturias por y para el uso de un lenguaje que
adquiere un relieve por encima de los personajes y las situaciones, llegando a
ser, casi, el fin mismo de la novela -de sucesos tan brutales que quizás no
podría soportar un lenguaje que no los anestesiara con su lirismo inagotable-
ya que, no en vano, se cierra con una abstracción lingüística de pura
recitación: la letanía de un rosario. No podía ser de otro modo.
Protagonista: el lenguaje. Una lección
magistral que aturde y fascina y emboba. Sonoro, maestro y monumental ejercicio de lenguaje.
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