EL PEREGRINO CUÁNTICO
Es la historia de Ayer la de un peregrinaje temporal en busca del conocimiento. Todos los espacios que los protagonistas transitan por la novela son como las estaciones de un particular y peculiar vía crucis al que se someten. En esas estaciones, los sucesos van preparando, macerando el momento en el cual en “La Posada de los Descalzos” se produzca la revelación de la sabiduría, que no será otra que la cristalización de una concepción particular del tiempo, interpretado a modo de ese Aleph borgiano que, en el año 49, aparecerá en el sótano de la calle Garay. Esa interpretación del tiempo como una pelota en donde pasado, presente y futuro conviven a la par (y que Günter Grass denomina pasapresenturo) integra a la novela de Emar en un nuevo paradigma, el de la novela quántica, uno de cuyos principales abanderados y teóricos es el crítico García Viñó. Este paradigma quántico quiebra las leyes espacio-temporales de la narrativa y se mueve bajo las leyes de la Mecánica Quántica de Heisenberg, se apoya en sus teoremas del caos, y concluye que todas las realidades pueden ser una misma. Así, una mosca, la epifanía reveladora de la verdad, puede convertirse en tres moscas en alguna otra de las dimensiones que exceden al reducido constructo mental.
Proyectada desde esta
nueva arquitectura temporal, Emar crea un ejemplo de novela quántica que sitúa
su origen en la reinterpretación del tiempo literario apuntado en Las
confesiones por San Agustín de Ipona (no en vano, la acción se desarrolla
en San Agustín de Tango). “La Taberna de los Descalzos” (descalzos van los
monjes, los ascetas, quienes han obtenido un mayor nivel de conocimiento) es un
lugar en donde se produce una iniciación al conocimiento, un saber secreto y
diferenciador -sí, diferenciador porque con él se alcanza a Dios- que no será
otro que la simultaneidad del tiempo. Emar somete a su protagonista a un
complejo proceso mental circular una vez reconocida esta verdad, en un texto
que, entonces, se podría denominar como novela cosmológica. La novela, fiel a
esta reinterpretación del espacio y del tiempo, se pliega a dos técnicas
diferentes: una espacialización del tiempo y una temporalización del espacio.
El hombre convertido, así, en un universo propio que alcanza el conocimiento.
Semejante conocimiento lo poseía ya el personaje decapitado, y también lo posee
el pintor, que con sus dosis de colores obsesivas equilibra en formas quánticas
de materia y de anti-materia el mundo, basándose en los teoremas de los
contrarios. El conocimiento, sin embargo, entraña sus peligros, y no es
conveniente revelarlo, de ahí que el protagonista deba atravesar por el texto
como en una especie de viaje iniciático (que abarca desde la contemplación de
la ejecución del decapitado hasta la visita al pintor, que ya es un verdadero
maestro); sólo así, el personaje central podrá hallar su propia epifanía del
espacio-tiempo oculta en los urinarios.
Después, como una especie
de Funes el memorioso, pero del tiempo y no del recuerdo, el protagonista
disparará sus procesos mentales en los que todo el día de ayer volverá a repetirse sin posibilidad de freno, una y
otra vez, en una suspensión quántica y circular del tiempo que no será sino una
ascensión al conocimiento por una especie de escalera de Jacob con forma
de caracol -una escalera laberíntica que conduce a la eternidad de esa
circularidad, a lo Escher- y que dará por cumplimentado el proceso cosmogónico
y, si se nos apura, hasta astral, que se inició con un vía crucis
delirante y que terminó con una explosión, un big-bang, un punto de fuga:
Aleph que demuestra que los
hombres son rehenes de sus propios esquemas mentales. Algo que ya sabía muy
bien, o mejor sería apuntar, en la línea en que nos movemos con el texto Ayer,
algo que ya conocía perfectamente San Agustín de Ipona.
Cuántico,
borgiano (¡claro que sí!), iniciático e iluminado. Un trabajo abrumador de un
autor minoritario de talento descomunal en una narración sorprendente.
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