DE ENTRE LAS BRUMAS DE LA MENTE (ENFERMA)
Si pensamos en la novela de María Luisa Bombal como en la historia de dos procesos mentales enfermos, nos encontramos con una línea de pensamientos atormentados: los del marido obsesionado con su primera mujer, ya muerta, y cuya presencia no puede, ni quiere, olvidar ni superar, y el de la narradora, sometida a un matrimonio sin amor, aplastada por el peso y la imagen de esa otra, y que busca una fuga de la realidad a través de la ensoñación y de lo onírico. Del primero, el marido, sólo conocemos su proceso mental obsesivo-destructivo por lo que nos ofrece la voz de la protagonista-narradora. Sin embargo, del segundo proceso, tenemos toda la novela: la narración de un tiempo mental.
En ese proceso de ensueño, de la creación de una
realidad paralela, todos los elementos deben ir coincidiendo y cuadrando. Así,
la protagonista tiene que inventarse referencias que doten al delirio de un
sentido, de una aplastante naturalidad, como sucede con el episodio del sombrero de paja. En ese marco de
referencias que apuntalen el discurso imaginado para hacerlo pasar por real al
lector, cobra una vital importancia un personaje menor, el niño de la barca,
que será un pivote central y fundamental sobre el que gire el devenir alucinado
de la narradora, y que, dentro de una novela repleta de símbolos, será el
símbolo más importante de la obra por todo lo que va a significar en ella.
De esta manera, el niño, Andrés, interviene en dos
ocasiones que resultan importantísimas para articular la novela. En la primera
ocasión asiste como testigo a la aparición del amante de la protagonista en el
lago. Incluso, ejerce de contrapunto para sustentar el pacto ficcional con el
lector cuando la propia protagonista le pregunta si ha visto lo mismo que ella:
al hombre, el amante innominado. El niño ratifica su visión, con lo que se
prolonga el estado de duda que alimenta el lector, bastante sospechoso con la
posibilidad de que todo sea un sueño, irreal. La declaración del niño afirma
los sucesos en la mente de la protagonista y crea un halo de falsa confianza en
el lector, que puede proseguir unas cuantas páginas más adelante, pero sólo
unas cuantas, hasta que de nuevo aparece Andrés, esta vez en su fatídico
desenlace repleto de simbolismo.
Andrés ha muerto ahogado. Y es significativo que sea
en el mismo estanque en donde reafirmó con sus ojos la realidad del amante de
la protagonista. Ese estanque actúa como elemento unificador entre realidad y
ensueño, entre cordura y locura. La muerte del niño significa la apertura al
mundo delirante de la protagonista: ahora, al desaparecer el único punto de
apoyo que podía sustentar su realidad imaginada, todo se desmorona. El lector
comprende que asiste a un delirio alucinado en donde nada es lo que parece, el
producto de un proceso de locura, porque la mujer ya no puede vivir sin ese
refrendo continuo que encontraba en el niño, único vínculo con la realidad, o
única bisagra que enlazaba el mundo ficticio con el real. Esa función de
bisagra del niño es muy importante en el texto, porque desde su muerte, se cierra
ya una puerta a la posible comprensión por otros medios basados en el
contrapunto de la realidad, se asume que todo es alucinación y el libro se
dispara veloz hacia su desenlace: tal es la importancia de este personaje, que
desbloquea el texto, hace avanzar la novela
hacia su resolución y también simboliza la esterilidad incapacitante de
la protagonista.
El amante de la protagonista se sustenta en la
ilusión de realidad que le confiere el niño, y desapareciendo el último,
dolorosamente, queda eliminado el primero. La novela no puede, así, nada más
que terminar.
Delicada bisagra entre la locura y la realidad, un texto breve que podría ser, sin duda, grande y compleja literatura.
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