lunes, 30 de abril de 2018

Ampliación del campo de batalla-Michel Houellebecq (2)

Título: Ampliación del campo de batalla
Autor: Michel Houellebecq
Editorial: Anagrama
Número de páginas: 174
Año: 1999

El debut del genio furioso

He aquí la primera novela de quién, con el paso de los años, se ha convertido en l´enfant terrible de la literatura francesa, pero también en el mejor escritor de su generación, que ya ocupa uno de los lugares de privilegio. Su debut, con esta Ampliación del campo de batalla, es toda una declaración de intenciones: señalar el camino que ha llevado al hombre moderno hasta la incomunicación, la derrota y el aislamiento.
En ese sentido, Ampliación del campo de batalla puede leerse teniendo en la cabeza la novela de El extranjero de Camus, he incluso La transformación de Kafka, dado que el protagonista houellebecquiano se nutre de ciertos comportamientos apuntados en Mersault y Gregorio Samsa. Al fin y al cabo, estos personajes son una cáscara humana que ha sido reducida a la insignificancia a causa de un trabajo de zapa llevado a cabo por una sociedad aplastante y alienadora. En ese sentido, el protagonista de la novela de Houellebecq es una especie de puesta al día de ambos.
Pero la novela busca algo más: realiza una crítica destructiva y casi apocalíptica de una forma de vida, la nuestra, y de una sociedad anclada en unos pocos y crueles parámetros necesarios para mensurar si alguien posee éxito o si, por el contrario, es un fracasado: el consumo y el sexo. Al tanto tienes, tanto vales, se le puede añadir el con tantas mujeres te acuestas, tanto triunfo social posees. Son los indicadores de una sociedad enferma que aplasta y segrega a los incapaces, un sistema cruel que nos obliga a permanecer en un estado de batalla campal contra todo y contra todos, sin descanso.
El protagonista del libro es un informático con cierto estatus profesional, pero que socialmente se encuentra aniquilado por la cotidiana obligación de tener que pasar por el aro de toda una lista de convenciones hipócritas que le permitan mantener una imagen de falso éxito. Pero, ¿con qué fin? ¿Es realmente necesario? Los personajes que lo acompañan en su día a día son un retrato de miserias, un compendio de frustraciones y amarguras que han aceptado su rendición al sistema, y que así lo alimentan y lo hacen aún más fuerte.
Sin llegar a ser un libro incómodo de leer, Houellebecq resulta en ocasiones desasosegador, y apunta las maneras disolventes que amplificará en sus trabajos posteriores. Es un debut con mucha mala leche, pero cargado de contención, lo que hace del libro una obra inquietante pero reflexiva, bagaje que irá perdiendo paulatinamente en sus siguientes novelas, hasta convertirse en esa especie de punk de la literatura, azote generacional y niño terrible, siempre cargado de razón y obsesionado por dejar al descubierto el hueso de la vergüenza de la impostura, de la pobreza social que nos domina, y que nos hace, cada día, un poco mas miserables.

sábado, 28 de abril de 2018

Lobos de la Stasi-David Young


*Esta crítica apareció en achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/genero-negro-totalitario-lobos-de-la-stasi-y-una-magnifica-oportunidad-perdida/

Género negro totalitario: Lobos de la Stasi y una magnífica oportunidad perdida

Corren tiempos regulares para el género negro literario, en concreto para aquello que se ha venido a denominar como “negro totalitario” o como “novela negra totalitaria”. Por un lado, son malos momentos porque hace bien poco, el pasado 23 de marzo, falleció de cáncer uno de los maestros del género, el autor británico Philip Kerr. Adiós al padre de la saga del detective alemán Bernie Gunther y parón definitivo a la serie de Scott Manson —que apenas había empezado a caminar con tres títulos— y estaba marcando un nuevo rumbo de lo negro, en este caso lo que podríamos denominar como novela negra de fútbol. Por otro lado, bebiendo directamente del noir totalitario, un autor joven, el británico David Young, ha revitalizado el estilo con la publicación de unas novelas de evidente éxito: Hijos de la Stasi y Lobos de la Stasi (ambas en HarperColins Ibérica), novelas de la detective Karin Müller, ambientadas en la RDA.

Así que hemos perdido a Philip Kerr, el padre de este tipo de novelas, pero por otro lado el género había cosechado un éxito con Hijos de la Stasi que, lamentablemente, ha comenzado a resquebrajarse en Lobos de la Stasi. Antes de pasar a un análisis de los motivos por los cuales David Young ha herido gravemente el género que acababa de resucitar, puedes leer mi reseña para Achtung! de la primera entrega, Hijos de la Stasi, en este enlace:
Después de la primera aproximación al sórdido mundo criminal de la RDA en Hijos de la Stasi, lo que fue un evidente acierto en cuanto a la localización de los sucesos narrativos, la serie ha visto su continuación en Lobos de la Stasi.
Esta segunda novela nace herida por causa de su planteamiento inicial, por cierto, pésimamente entendida, una vez más, por los encargados de confeccionar los paratextos y que presentan como gancho una frase absurda, tan desafortunada como mentirosa: “¿Es posible resolver un crimen sin hacer una sola pregunta?”. Verdaderamente, no lo comprendo. En la novela se formulan muchísimas preguntas con la intención de resolver una más que desvaída trama que se encuentra a años luz de la intriga presentada en la primera entrega, y eso que tampoco aquella era nada del otro mundo.
David Young tiene sus puntos fuertes y sabe explotarlos de maravilla. Es un autor que desarrolla sus tramas y los misterios que se imbrican en ellas con seguridad y solidez, que trabaja la ambientación de una forma excelente hasta el punto de que en Lobos de la Stasi eso es lo mejor de la obra, pero todas estas virtudes las esta agriando con sus personajes cada vez más planos e insulsos e, incluso, marchitando aquellos que aparecían bien construidos en Hijos de la Stasi.
El problema de los argumentos se ha agudizado en Lobos de la Stasi. En la primera novela la trama del reclutamiento, los métodos de espionaje en la RDA y el papel que los jóvenes se veían obligados a desemplear dentro del sistema represivo, funcionaban durante las tres cuartas partes del libro.
En esta nueva entrega resulta imposible sostener el entramado histórico que por otra parte tan brillantemente se había presentado. El robo de niños, en concreto de gemelos, no es nada atractivo para el lector, lo que unido a una serie de casualidades increíbles para lograr que avance la acción —que son producto de la desmotivación y de lo rutinario a la hora de entender la tarea del escritor como un oficio repetitivo, monótono y del todo previsible— consiguen que todo el trabajo se quede reducido en una maraña vacía, pero repleta de escenas inconexas y giros de la trama desafortunados.

David Young había tenido una verdadera inspiración al ubicar sus dos obras en la RDA. La primera junto al mismo muro de Berlín, la segunda (y este es el grandísimo acierto) en la artificial ciudad de Halle-Neustadt, un lugar de nueva construcción que pasaba por ser el modelo ejemplar de urbe comunista. El escenario es extraordinariamente atractivo, casi con sesgos de género distópico, pero pronto, demasiado pronto, se desinfla el asunto.
Por eso sostengo que la oportunidad era magnífica para llevar a cabo una novela realmente importante. Pero se ha dejado escapar, o a Young se le ha escurrido entre cierto conformismo y algo de autocomplacencia, independientemente de algunos factores externos que acierto a intuir.
El baile de gemelos, de niños raptados, de personajes absurdos, junto a una lentitud tan impropia del género como desesperante, amenazan con el tedio del lector. Entonces, como si Young lo supiera y fuera a la desesperada, se pone manos a la obra para anunciarnos la visita de Fidel Castro al modélico enclave urbanístico, lo que significa una descarga de desfibrilador para el lector durante unos pocos capítulos porque, aquello que prometía tantísimo, acaba sucediendo sin pena ni gloria y de forma fugaz, dejándonos con un palmo de narices ante lo que podría haber sido y que, por falta de recursos o de ganas del autor, apenas queda en un esbozo.
Si las tres cuartas partes de Hijos de la Stasi eran más que aceptables, aunque la cosa se desmoronaba en un final escasamente convincente y poco contundente, ahora este problema que con los finales tiene, evidentemente, el autor, viene a significar el colofón negativo a una novela de tono desmayado que termina sumida en un coma del que a la serie (porque esto se plantea como una serie) le será bien complicado despertar.

Aunque la ambientación ha sido prodigiosa y original, y las expectativas generadas muchas, el libro falla, se convierte en un ejercicio rutinario (un autor que ya en su segunda novela anda con rutinas…) y da la sensación de que Young ha llevado a cabo un harakiri con lo que otrora fue su acierto literario.
Young ha desgastado a sus personajes de una forma salvaje, los ha exprimido primero para luego sumergirlos en el sopor, ha limado las tramas hasta hacerlas poco o nada interesantes y ha destruido todo lo bueno que puso en pie con su primer libro. Eso no quita que, dentro de lo comatoso de la situación literaria actual, de la enfermedad que atraviesa la novela de género, sea un texto medianamente digno, porque en el país de los ciegos el tuerto es el rey.
La dignidad, es decir, que este correctamente escrito, y que contenga un par de aciertos, no creo que sean elementos suficientes para que una novela sea buena. Aunque claro, ya ofrece, aun así, mucho más que otras que parecen escritas por aburridos plagiadores que desprecian absolutamente a sus lectores.
En este sentido, David Young, escritor al que considero muy capaz, además de inteligente, debería percatarse del riesgo que corre si, como se argumenta, está preparando una tercera entrega de la serie. Si no se percata de ello, quizás alguien debería advertírselo. Porque los personajes moribundos (como el ayudante de la inspectora, Tilsner) o exhaustos (la propia Karin Müller) no dan, ni de lejos, para una tercera entrega.
En efecto: Young ha querido darle relieve a su protagonista, enfrascándola en una historia personal y familiar de escasísimo interés y viajando una y otra vez a los lugares comunesYoung devora a sus propios personajes, los explota hasta dejarlos agotados, y eso le ha ocurrido con su dupla protagonista. De los secundarios, que ya eran meros esbozos maniqueos en la primera entrega, mejor ni hablamos, porque han virado hasta alcanzar lo caricaturesco.
Por si todo esto no fuera poco, la novela recurre, de fondo, al asunto de las mujeres violadas por los soldados soviéticos durante la caída de Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial. De nuevo aparece aquí ese utilitarismo, el mismo intento reivindicativo que en la primera novela fue la utilización de jóvenes como espías, pero que aquí pasa sin pena ni gloria y tan solo actúa como reclamo, cuanto menos, de dudoso gusto. Si las reivindicaciones populistas se diluían en la primera novela, de mayor calidad literaria que esta, ahora son un recurso tan fantasmal como irritante.
David Young apuntó alto con su Hijos de la Stasi y reactivó un género para colocarse tras la pista de un maestro como Philip Kerr. Sin embargo, poco le ha durado la inspiración, o tal vez le ha podido el compromiso, porque en Lobos de la Stasi ha firmado una segunda entrega fallida que ha echado por tierra la posibilidad de asistir a una serie de novelas gozosas.
No debería haber una tercera, pero los mecanismos literarios son un enigma. Quizás, entre todos, estén empeñados en destrozar, también, a un autor talentoso que, simplemente, se ha equivocado o tal vez precipitado. Errar y precipitarse es humano y, por tanto, perdonable.
Pero la insinceridad literaria, el desprecio a los lectores, la escritura en modalidad de piloto automático, el creerse que el lector es imbécil y se traga cualquier cosa, todo ello, es mucho más grave y difícilmente aceptable. Esperemos que Young sepa escuchar a quienes todavía le van a dar oportunidades como escritor, tratándolo todavía de autor y no como a una máquina de hacer dinero o como a una fábrica de éxitos desprovistos de todo valor literario: unos éxitos en los que siempre está ausente la propia esencia de la literatura.
La decisión será solo suya, del señor Young, pero el resultado lo sufriremos o lo disfrutaremos todos nosotros, sus lectores, que somos la enorme razón de ser de su oficio.

lunes, 16 de abril de 2018

Antología poética-Sylvia Plath (3)



*Esta crítica apareció en el blog de pensamiento poético Verde Luna:
https://verdeluna2012.wordpress.com/2018/04/16/navona-nos-trae-la-antologia-poetica-de-sylvia-plath-versos-en-la-siberia-del-corazon/

Navona nos trae la Antología poética de Sylvia Plath: versos en la Siberia del corazón

Título: Antología poética
Autor: Sylvia Plath
Editorial: Navona
Calificación: *** (Libro de referencia)
La recuperación de la obra de la poeta norteamericana Sylvia Plath es una extraordinaria noticia para la literatura. Un paso más, un avance en esta tarea, es el más que notable trabajo editorial de Navona, que ha presentado la Antología poética que llevó a cabo el marido de Plath, el también poeta Ted Hughes, de forma póstuma y al poco tiempo de haberse suicidado su esposa. Navona, dentro de su colección de Ineludibles, corona esta labor de reivindicación de la autora presentando una nueva y vigorosa traducción de mano de la también poeta Raquel Lanseros.
Hay que reconocer la dificultad del trabajo de Raquel Lanseros afrontando unos poemas tan complicados como estos que son, además, la expresión de una voz única y personalísima. Es todo un reto, y en el prólogo conciso y directo la traductora reconoce la zozobra y la responsabilidad que significan afrontar semejante desafío, que ha resuelto sobresalientemente.
Hughes ordena las piezas por fecha de composición, con lo que construye una Antología poética que también es un recorrido por la compleja evolución, o tal vez descomposición, de la personalidad de la poeta.
La trayectoria literaria vital de Sylvia Plath, en lo relativo a sus publicaciones es muy escasa. De poesía tan solo publicó un libro: El coloso en 1960. Y una narración ya al final de su vida: La campana de cristal de 1963, que se considera una novela juvenil dado que rememora algunos momentos de la adolescencia de Sylvia, pero que al estar escrita al borde del abismo contiene un inquietante mundo que coquetea con el suicidio, la depresión, la locura y la muerte, acusando una especie de barroquismo desasosegante de novela gótica victoriana.
El primer poema seleccionado por Ted Hughes para la Antología poética ya es toda una declaración del estado de ánimo que se irá apoderando de la escritora a lo largo de su vida, lidiando siempre con los instintos suicidas, el desencanto depresivo y la angustiosa presencia de la muerte.
Se trata de La señorita Drake se dispone a cenar, escrito en 1956, y en donde ya aparece el desequilibrio mental de una paciente de un psiquiátrico. Es la primera gran imagen de la locura que antecede a la muerte y que tanto se repetirá en los poemas siguientes. Por eso, el segundo poema, Solterona, nos permite ver el mundo interior de Sylvia Plath: un mundo yermo y helado, en donde no son capaces de arraigar los sentimientos. En un juego climático, la voz protagonista del poema se resiste a la llegada de su primavera interior. Uno de los principales problemas de la autora, su permanencia continuada en una Siberia del corazón.
Una sensación, la de encontrarse congelada, aplastada, sumergida en el agua, que es una fijación en su vida y en su obra. En A cinco brazas de profundidad nos lo advierte con un verso final desolador; “preferiría respirar agua”. La poeta se ubica en toda una tradición de poetas suicidas que se ahogaron, con referencia especial a Virginia Woolf, de quien admiraba tanto su obra como su muerte.
Por todo esto, el suicidio es un motivo continuado. El poema Suicidio en Egg Rock vuelve a trabajar y percutir sobre los mismos mimbres y nos permite intuir el futuro que le aguardaba a Sylvia. La decadente punta de Egg Rock en Massachusetts se había convertido en el lugar favorito y perfecto de los suicidas. Tenía un magnetismo especial para la autora, que no puede evitar rendirle un poema. En La campana de cristal ya señala esta ubicación como el sitio en el que tal vez podría afrontar su suicidio.
Este Suicidio en Egg Rock es una de las obras maestras de la escritora, y lo es, en parte, por el poderío de sus imágenes, perturbadoras, que traen la presencia de la muerte de una manera descarnada y directa: “las moscas se filtraban por la cuenca del ojo de una raya muerta” o “las palabras de su libro abandonaron las palabras como gusanos”, mientras pasa un “chucho corriendo al galope”, como alertado por la presencia de la desgracia en el lugar.
Aunque aparece en la Antología poética como un poema único, Las piedras es la séptima parte de Poema para un cumpleaños. Se trata de un recuerdo de la terapia de electro choque a la que la autora se sometió después de su primera tentativa de suicidio, buscando una cura a esos impulsos. Los rastros que la electricidad deja en la poeta la llevan a equipararse al monstruo de Frankenstein, algo de lo que, en ciertos aspectos, ya habla también en la novela La campana de cristal.
Será en El balneario calcinado en donde podamos comprobar en todo su relieve el mundo visual de las composiciones de Sylvia. Son las ruinas del antiguo balneario de Saratoga Springs como un osario blanqueado al sol, también los restos románticos y decadentes de un naufragio. Es el intento de esta poesía la búsqueda de una forma en la que pueda enseñarnos la enfermedad de los cuerpos. La anatomía entendida como un vehículo para la muerte, una vasija en la que viaja la descomposición, la putrefacción, como unas flores colocadas en un jarrón. Pronto se marchitarán.
Por eso, el cuerpo humano es vida y promesa de muerte en la poesía de Sylvia, y de ese desgarro que provoca tal dualidad nacen algunos de sus poemas más hermosos, pero también más torturados. La naturaleza encierra ese ciclo de vida y descomposición, por tanto es un excelente motivo poético al que referirse para explicitar esta contradicción: OlmoTulipanes y Amapolas de julio son composiciones que giran sobre este concepto.
Esta comprensión de la existencia lleva, casi de forma inevitable, a un angustioso devenir que se transforma en insomnio; de ahí que el poema Insomne sume, a la exasperación de una vida insoportable, la destrucción que provoca el no poder conciliar el sueño por las noches. Una situación que, quienes la conocemos muy bien, lleva a entender el amanecer de un nuevo día como la llegada de “la enfermedad blanca” que todo lo inunda con una luz de amargura.
Será Espejo un poema que aúne los principales motivos de la escritora de forma contundente. Cierta mitología romántica, el concepto de locura asociado a personajes míticos como la Ofelia de Shakespeare y, como no, la idea del doble, también muy del Romanticismo alemán en su figura de Doppelgänger o “gemelo maligno”. El tema del doble es un referente en Sylvia Plath. Tanto, que a él dedicó su tesis doctoral.
El término “espejo”, generalmente asociado a la figura reflejada en él, es decir, a un doble, es una de las palabras más recurrentes de la poeta en su obra. Ese desdoblamiento extraño —tratado en extensión en La campana de cristal— y que produce cierta incomodidad o rechazo, confraterniza en este caso con las leyendas de las mujeres del agua como por ejemplo Ondina, de Friedich de la Motte Fouqué. De esta manera, el poema Espejo es un compendio de motivos literarios que abarcan desde Shakespeare hasta el Romanticismo alemán.
Toda la brutalidad visceral, la ira de la voz de la poeta, se concreta en uno de sus poemas más célebres, Papá. El ajuste de cuentas con su padre es salvaje e inmisericorde. Los paralelismos que Sylvia establece entre su padre y el nazismo, con mención de los Campos de Exterminio por su fatídico nombre, así como la imagen desmesurada de un ogro que se asemeja, otra vez, a Frankenstein o Drácula, hacen de esta composición una de las más celebres y estudiadas por la crítica.
La violencia verbal, el odio completo, cristaliza en ese “cabrón”, final. Es un arreglo de cuentas psicológico con la figura paterna en donde sale a relucir todo el aborrecimiento, los problemas mentales a los que la poeta se vio sometida y los complejos que revientan en el poema. Como en la Carta al padre de Kafka, la sinceridad de la autora es un alambre de espinas para la memoria del padre.
La Antología poética aporta algunos de los poemas más celebres de la voz de la autora, como ArielMuerte y Cía. y Los maniquíes de Múnich. Se trata de una poesía dañina y suicida, hermosamente herida. Al ir leyendo las composiciones sabemos que, irremediablemente, nos acercamos al fatal desenlace concretado en Filo, escrito en 1963, el último poema de la autora.
Hasta aquí hemos llegado, se acabó”, nos avisa en uno de los versos de Filo. Nosotros sabemos que ahora, con cada lectura, volvemos a conseguir que la poderosa y única voz de Sylvia Plath resuene en nuestro interior y que consiga lo que, curiosamente, no lograron los poemas en ella, encender un fuego de infierno que derrite nuestra propia Siberia interior.

sábado, 14 de abril de 2018

Gilda en los Andes-Fernando Marañón (2)



Esta crítica apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/una-reivindicacion-literaria-gilda-en-los-andes-de-fernando-maranon/

Una reivindicación literaria: Gilda en los Andes de Fernando Marañón

Hoy vengo a saldar un compromiso en esta columna de El Odradek de los viernes. Desde hace tiempo sé que tengo pendiente reseñar para Achtung! un libro que, por circunstancias, no había tenido tiempo. Estoy hablando de Gilda en los Andes (Berenice), la novela de Fernando Marañón. Y quiero hacerlo por varios motivos: en primer lugar porque el libro, aparecido en el pasado 2017, está muy cercano a su posible desaparición comercial víctima de las estúpidas leyes editoriales, que nos obligaran a remover cielo y tierra si queremos encontrarlo. En segundo lugar, porque creo que es una novela que merece mucho la pena, en especial en estos días de infamia que corren, cuando una instagramer o influencer —el colmo de la mamarrachada, que también podemos calificarla así— acaba de publicar un libro de prosa poética que no es ni de prosa ni de poesía, sino de lugares comunes adobados con ego; esto me ha llevado a recordar la novela de Fernando Marañón, una buena forma de hablar de literatura de verdad, de la que esconde oficio y ganas, evitando darle publicidad con una crítica negativa a la famosita de turno emborrachada de su presunta genialidad. No se merece ni espacio ni tiempo, ni que hablemos más de ella ni de sus miserias.

Por tanto, sí que merece la pena que os hable hoy, en El Odradek, de Gilda en los Andes, de Fernando Marañón, una novela negra cinematográfica —porque habla mucho y bien de cine, no porque su escritura recuerde al cine—. En su momento, ya seleccioné esta Gilda en los Andes como la novela del mes de junio para el sitio Mi Nueva Edad. Puedes leer mi recomendación aquí:
En efecto, es así, una novela negra cinematográfica. Generalmente, adjuntarle el adjetivo cinematográfico a un texto es un componente negativo. Significa que la novela está, o puede estar escrita, con velocidad y descuido, primando la acción sobre la descripción y la atención a los detalles. En esto, la novela de Fernando Marañón es distinta. Es cinematográfica porque en ella se habla de cine, se respira cine, porque la trama gira en torno al cine, incluso sobre unas latas de una misteriosa película que guarda un secreto capaz de desestabilizar hasta a una monarquía.

Evidentemente, todo ello es producto del amor por el cine que tiene su autor, un amor que ha transformado en maestría, con unos conocimientos que hace ya mucho tiempo que lo convirtieron en un crítico especializado y reputado —lean su libro Tiene delito en la editorial Nowtilus, un guía de cine y un repaso interesantísimo a los elementos que conforman una de sus mayores pasiones—; y eso se nota en la novela Gilda en los Andes. Vaya que se nota.

Fernando Marañón pertenece al grupito de escritores que hoy y ahora denomino, por vez primera, como Generación Austral, esa que nos aglutinó en derredor de las aulas de la EGB del madrileño colegio otrora llamado, algo ampulosamente, Neil Armstrong, que ahora es el Altair.
He pensado mucho sobre este asunto: una clase en donde Fernando MarañónBruno Galindo, Regino Quirós y yo mismo, hemos escrito y publicado bastantes libros, ensayos, poemarios, novelas, y en donde además otros compañeros han terminado haciendo de las letras, bien como profesores de literatura o como bibliotecarios, su forma de vida. Un grupo que, aunque separado por el tiempo, siempre ha seguido manteniendo contacto, y cuyos miembros nos caracterizamos por algunas coincidencias llamativas.
Para ninguno de nosotros la literatura es nuestra forma de vida económica, simplemente porque no nos da para comer, pero sin embargo es una de nuestras más fuertes vocaciones. Además, ejercemos como críticos, ya sea cinematográficos, musicales, literarios…, pero unimos al piojo de la creación la garrapata de la crítica, lo que irrita a más de uno que no tiene costumbre de rascarse. Amamos la literatura de calidad, nos produce alergia el Best seller, y sabemos que en el interior de un buen libro se esconde una verdad literaria que puede cambiarnos la vida.
Sobre este misterioso fenómeno literario que se alumbró en las clases del Neil Armstrong, de los libros que hemos escrito sus componentes, ya he hablado en este artículo:

Así que había pensado en bautizar a este grupo como Generación Armstrong, pero eso sonaba a dopaje, o tal vez como Generación Prieto (por nuestro profesor de literatura), pero eso resultaba algo “extraño”, por no decir otra cosa; tal vez Generación Apolo, por lo del cohete que llevo a Neil hasta la Luna, pero qué quieren que les diga, tampoco terminaba de convencerme, además de que me imaginaba unidos bajo ese nombre a un grupo de escritores vestidos con toga griega y sandalias, con lo que aborrezco yo las sandalias.
Incluso podría habernos llamado Generación Millás, o Generación Papel Mojado, dado que en un pasado muy remoto se nos proporcionó a unos cuantos niños un ejemplar de aquel aborto de novela titulada así, Papel Mojado, para que la leyéramos y después nos reuniéramos con su autor, Juan José Millás. Esa reunión con el escritor —era su cuarta novela y por entonces todavía era un proto escritor— nos marcó mucho a algunos.
Años después, con motivo de la publicación de mi primera novela, le escribí una carta muy cariñosa recordándole aquello, pero Millás tendría otras cosas que hacer y su respuesta fue el silencio odioso de los escritorcitos instalados en el empachoso Olimpo de su egocentrismo. Por eso he descartado darle a nuestra Generación cualquier nombre asociado a este tipo: sería demasiado honor para quien, además, ha hecho del aburrimiento la principal enseña de su novelística. Y sí, ya sé que he contado esta historia antes, que me repito, pero es necesario que se me entienda: todavía me duele, con ese daño que hacen las cosas ocurridas en la más tierna infancia, y cuando uno piensa que alguien no puede resultar un borde y, ¡zas!, resulta que lo es.
Finalmente, esta Generación alumbrada entre las tizas y las pizarras del colegio ubicado en la madrileña calle de Joaquín Bau, es la Generación Austral. ¿Por qué? Por varios motivos: todos orbitan (como el cohete de Neil Armstrong) alrededor de la colección Austral, prestigiosa como pocas, editada por Espasa Calpe —de cuando esta editorial se dedicaba a publicar Literatura de verdad, aunque sus hojas se desencolaban con facilidad, en esos hipnóticos volúmenes por colores en función de la materia: ensayo, novela, poesía, historia…, porque Espasa, antes de prestar su atención a penosos instagramersde prosa zafia y peores modales, creía en Juan Ramón Jiménez, Descartes, o en la picaresca…, y ya digo, todo eso antes de venderse al capitalismo literario más urticante—.
En casa de Fernando Marañón había una estantería con muchísimos volúmenes de la colección Austral(además de la primera época, de la original, que era un compendio del saber y de las humanidades, una miscelánea de obras fundamentales y variopintas, desde Baroja hasta Moliere, pasando por PeredaCervantesAzorínLarraPlutarcoTácitoDarío, incluso biografías de Velázquez o Colón en un arcoíris de títulos fascinante).

Recuerdo sentarme en un sillón que Fernando tenía justo enfrente de esa estantería y perder la vista, ensimismado, con la lectura de los títulos escritos en los lomos de aquellos volúmenes. Además, en los años de la EGB, en el colegio, la incipiente biblioteca que se estaba formando en el despacho del director se conformaba en buena parte con libros de Austral que nos permitía (a unos pocos privilegiados) tomar para llevar a casa (y confieso que tengo todavía alguno que no devolví).
Esos libros cimentaron nuestro amor por las letras en aquellos momentos y todos guardamos el recuerdo de haber leído el volumen negro del Viaje a la Alcarria de Cela, el gris de Descartes o el amarillo de Santa Teresa de Jesús.



Por eso, Gilda en los Andes es producto del espíritu de esta Generación Austral, que ha desarrollado su amor por las artes —Fernando Marañón es un excelente dibujante— y las letras, entendidas como una forma de crecimiento personal, de alimento del alma, de progreso y humanismo, de Gran Literatura, al fin y al cabo.
La novela de Fernando Marañón es una novela negra, que se mueve por los caminos de ese género, pero presentando algunas formulaciones diferentes. En primer lugar, la originalísima plantilla de personajes protagonistas y secundarios que, aquejados de ese mal del perdedor que estigmatiza al héroe del género negro, aportan su españolismo, es decir, los comportamientos propios de esta tierra nuestra tan peculiar.
Uno de los cuadernos del Colegio Internacional Neil Armstrong en donde Fernando Marañón, y yo también, empezamos a escribir nuestras primeras novelas.

Todos aquellos que desfilan por las páginas de la novela son antihéroes baqueteados por la vida y cada uno busca el consuelo en algún lugar: en la pasión por el cine, en quimeras de imposible salvación o en la barra del bar. Así somos los españoles.
Fernando Marañón ama la literatura y quiere mucho a sus lectores. Eso se nota en la novela. Primero, porque no tiene problema a la hora de levantar una ficción de largo recorrido (más de 400 páginas), de esas que las editoriales rechazan argumentando que son demasiado extensas cuando después publican mamotretos de cientos de páginas de los consagradillos de turno y que no albergan ni una sola línea de literatura en su interior.

Fernando Marañón, autor de Gida en los Andes.
Gilda en los Andes pone en pie una arquitectura literaria muy bien trabajada. Mucho más que entretenida: es divertida: Divertida, sí, pero con un poso amargo que hace que la novela adquiera un relieve muy particular. El autor ha entendido muy bien cómo debe tratar los códigos de la novela negra, de la novela de espías y asesinos, llevándosela, después, a su terreno.
Su terreno es el cine y son los soñadores que todavía creen en el arte que se alberga en el corazón de una buena película, aunque la industria comercial de Hollywood se haya encargado de vaciar de calidad cualquier intento artístico y la factoría española lo haya revestido de mal gusto, humor grueso, banalidades y reivindicaciones buenistas.
Hay un lugar en donde el cine existe, todavía, y en Gilda en los Andes tiene uno de sus hábitats. Y si en la novela hay un personaje que encarna ese toque de fascinación y amargura que posee el celuloide (cierto, como un gin tonic) es el protagonista Antonio Requena. Personaje híbrido, porque es una mezcla de looser cinematográfico y de un perdedor literario, que atrae sobre sí la acción más notable y los desengaños más gordos, pero que continúa adelante con la creencia de poder salvar su sueño: la Filmoteca de Cádiz.
Fernando Marañón nos tiene acostumbrados a trabajar con maestría ese tono neblinoso que se mueve entre lo agridulce, que no lo tragicómico. Me explico: por dura que sea la situación para sus personajes, siempre brilla en el fondo un comentario mordaz, una reflexión inteligente que proporciona esperanza. Y al revés: por feliz u optimista que sea el momento, siempre aparecerá una sombra de tristeza, casi existencial, inherente a quienes están hechos más de celuloide que de piel y huesos, o en este caso de papel y tinta.
De forma que los textos de Fernando Marañón y los personajes que aparecen en ellos saben que no toda felicidad es posible, pero que no toda desgracia ahoga. Y por ello, se amarran a un comportamiento preventivo en donde siempre están dispuestos a toparse con lo peor, pero aguardando ese milagro final que aparece en muchas películas y que posibilita un happy end.
En su obra anterior, Circo de fieras (Aache ediciones), un libro sorprendente que reflexiona sobre el mundo del circo (es decir, sobre la vida) en clave de relatos de un humor muchas veces surrealista y descarnado, ya nos mostraba esta capacidad que recorre y caracteriza a Gilda en los Andes. Y que la convierte en la novela que es: la proyección de la película interior de los anhelos que muchos llevamos dentro y que, de repente, se interrumpe, quemado ese fotograma de ilusiones, destrozando la imagen en la pantalla de nuestras quimeras.

Novela de amargura, desde luego, pero sustentada con una trama de asesinos y espías, trasladada con gran fuerza y acierto desde Andalucía a Tromsø, en el Ártico, donde todos van persiguiendo unas misteriosas latas de película, incluso un director de cine danés que no es Lars Von Trier, aunque todo el mundo esperaría que lo fuera (quizás incluso él mismo lo desea), y que proporciona cierto contrapunto no ya cómico, sino grotesco, y una reflexión sobre todas esas cosas que de tanto tomarse en serio acaban resultando casi ridículas.
Novela de personajes, porque algunos de los que aparecen aquí se merecen volver a hacerlo en una próxima novela, novela de lugares (el cine, los bares, el Ártico) y novela de guiños para cinéfilos: de Buñuel Dogma 95, pasando por Gilda y 55 días en Pekín, por ejemplo y entre otros muchos.
Pero, sin duda, la fortaleza de esta novela radica en su estructura y a mí eso es lo que me gusta. Creo que un buen novelista debe confeccionar tapices, elevar edificios, incluso laberintos con fichas de dominó y pagodas de naipes, dado que la misión fundamental del escritor es crear mundos. Fernando Marañónse muestra muy sólido en este asunto, con una obra en donde sus piezas encajan, no se resienten, y además se aviva con un ritmo en ocasiones casi vertiginoso.
No es algo sencillo lo que comento. Cuando se rodó El sueño eterno, el escritor William Faulkner se encargó de adaptar al guion la novela de Raymond Chandler. Pero en un momento determinado ni Faulkner ni el director Howard Hawks sabían, por lo enrevesado de la trama, quién era el asesino del chofer Owen Taylor. Le preguntaron directamente a Chandler, y ni él mismo era capaz de aclararlo. Se les había extraviado un muerto y un asesino.

En Gilda en los Andes cada cosa está en su sitio. Los muertos donde deben, los asesinos también, y los vivos persiguiendo y traspapelando algunos de sus sueños, pero aferrándose a otros como si la vida fuera una sesión continua de cine de barrio, esa que encadenaba películas, una tras otra, con la seguridad que proporcionaba la oscuridad y la certeza de que solo existía un futuro si en él se tenían puestas las ilusiones.
Por todo ello, esta novela de Fernando Marañón fue una de las noticias literarias notables de aquel 2017. Un texto importante que todavía estamos a tiempo de encontrar en las librerías, o de pedirlo, antes de que sea demasiado tarde y caiga sobre él ese injusto The End que imponen las librerías prisioneras de las mesas de novedades y rehenes del estúpido capitalismo literario.
¡Larga vida a la Generación Austral!

lunes, 2 de abril de 2018

El meteorólogo-Olivier Rolin (2)



*Esta crítica apareció en Mi Nueva Edad:
https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/4/1/el-libro-del-mes-el-meteorologo/

Título: El meteorólogo
Autor: Olivier Rolin
Editorial: Libros del Asteroide
Número de páginas: 186
Año: 2017

La vergüenza de la genuflexión


Hace un par de años tuve la oportunidad de viajar a Moscú. Si algo llamaba mi atención de aquella ciudad tan excesiva como fascinante era el mausoleo de Lenin. Esa momia, con el extraño juego de luces sobre el rostro acartonado, ejercía una incontrolable atracción sobre mí. No voy a describir ahora muchos detalles de la visita a ese funesto lugar, no es el motivo de esta reseña, cuyo objeto es recomendar a los lectores de Mi Nueva Edad el libro del mes: El meteorólogo, magníficamente publicado por Libros del Asteroide, del autor francés Olivier Rolin.
Pero una cosa me llamó la atención en el mausoleo: la gran cantidad de personas que hacían una reverencia en señal de respeto a la momia (y si, reconozco que yo me cuadré y la hice también, pero solo por tratar de permanecer algo más de tiempo allí dentro, absorbiendo todos los matices de la locura y de la muerte, dado que los ariscos guardianes no permiten que nadie se detenga para una contemplación pasiva). Un grupo de asiáticos, tal vez chinos o coreanos, se arrodillaron frente al cadáver que los contemplaba desde el catafalco, quietecito en su urna.
Lo inquietante se encontraba a la salida del túmulo: de bruces, uno se topa con el busto que señala la tumba de Stalin. Un Stalin que, momificado, compartió lugar junto a Lenin hasta que el XX Congreso del Partido Comunista denunció el culto a la personalidad y comenzó con la “desestalinización”, retirando su momia de allí. Inquietante, desde luego, porque el grupo asiático reverenció sin miramientos —y se prodigó en genuflexiones y saludos, rodilla en tierra incluida— la tumba del mayor criminal del siglo XX. ¿O es que acaso no eran conscientes de ello?
Por ello, es tan necesaria la historia que nos presenta Olivier Rolin. Una historia dura y cruel sobre la implacable e injusta condena que recaerá sobre Alekséi, un inocente meteorólogo de la URSS. A través de ella podemos contemplar con pavor cómo Stalin sumergió a Rusia en una pileta de sangre, cómo masacró sin contemplaciones y según sus caprichos a millones de personas, incluso cómo tergiversó los ideales de ese Lenin momificado transformándolos en el veneno de la dictadura y el terror estatalizado.
Denunciado por un artículo publicado en una revista meteorológica, Alekséi será deportado a un campo de trabajo en el Mar Blanco y, finalmente, cruelmente ejecutado. Durante todo ese tiempo, desde su detención hasta poco antes de su tremenda muerte, guardará una extraña fidelidad al sistema, al comunismo y al propio Stalin. Simplemente, su fe en el Partido y en la utopía era tan poderosa que la única explicación a su desgracia radicaba en que todo fuera un monumental error y que, en el mismo instante en que Stalin lo supiera, le pondría remedio. Lo cierto era que la condena a muerte de Alekséi estaba firmada por el propio Stalin, como las de otros millones de personas. En el bosque de Sandarmoj, en donde fue ejecutado Alekséi, se hallaron diez mil cuerpos en fosas comunes.
El relato de Olivier Rolin se apoya en las cartas que el meteorólogo envió desde el campo de trabajo a su familia, y más en concreto a su hija de cuatro años —a la que no volvería a ver—. A través de esas cartas asistimos al paulatino desmoronamiento de Alekséi, paralelo al colapso del sistema de fraternidad universal de esa Unión Soviética que terminó por traicionarlos a todos. Su final, realmente insoportable en la narración del autor francés, convierte al libro en un documento de primera magnitud, de una importancia determinante a la hora de reparar la memoria y la injusticia cometida con las víctimas. Y arroja luz sobre aquellos que, cegados, todavía le hacen reverencias a la estatua o a la tumba de Stalin.
Es el libro de Rolin uno de los libros más emocionantes que haya leído últimamente, un gran reportaje sobre la represión y el sistema mortal de los criminales que actuaban camuflados en nombre de los ideales de un Partido, comportándose como unos carniceros que, con cada disparo en la nuca, no solo ejecutaban a un semejante, sino que también ajusticiaban los valores de esa Revolución que aseguraban proteger con sus actos infames.
Libros del Asteroide nos ha traído una lectura tan conmovedora como luminosa, por lo que aporta de luz sobre aquel régimen de asesinos. Una lectura perfecta para todos esos que todavía se someten a la vergüenza de la genuflexión y que, quizás, tras leer El meteorólogo ya no se arrodillarán ante Stalin o, al menos, serán conscientes de que al hacerlo comparten sus crímenes. Después, pueden seguir caminando, cámara en mano y como turistas, fotografiando las murallas del Kremlin, pero dejando tras de sí un reguero de sangre.