VERDOR AGOSTADO
De principio a fin, la novela de Mallea está atravesada por una continua obsesión de asimilar la naturaleza, la flora y la fauna, a los personajes, llevando a una vuelta de tuerca, por saturación y cansancio, el recurso romántico de que el paisaje es una proyección del yo interior de los protagonistas, cuando no son los protagonistas semejantes a animales de uno u otro tipo.
En este discurso,
bastante cansado –aunque indudablemente contribuye a crear la sensación de
hastío que quizás busca Mallea producir en el lector-, muchísimas se veces
asemeja, por ejemplo, al corazón con una región desierta, o en sequía, o
cerrado como una flor moribunda, agostada o marchita. Estas asociaciones, desde
el nombre de la protagonista, “Ágata, como la piedra”, pasando por estados
de ánimo como “ariscos perros callados” o “sufriendo como un buey”,
hasta las identificaciones climáticas de los ánimos de los personajes -el
casamiento lo sufrió como “una tormenta de tres días” o en la mujer duerme
el lago femenino”- intentan asemejar al ser humano con el medio que lo
rodea, como una parte inalienable de la realidad de la naturaleza. Los
personajes son animales, con atributos de animales, con instintos de animales,
y sufren un proceso de animalización (Nicanor Cruz), de desertización (Ágata),
alcanzando similitudes con los animales en el caso de él, definido por una risa
que es como un aullido desesperado, y con los páramos, los desiertos, los
lugares yermos, en el caso de ella.
Con el cambio de
escenario en la segunda parte de la novela, con la aparición de la ciudad,
Mallea no voltea su estrategia, y continúa adjetivando y animalizando a sus
personajes, aunque ahora se desempeñen en un ambiente urbano. Ema de Volpe será
como una zorra, definida en su apellido, además. Ágata se sentirá, ante el
cortejo del doctor Sotero, como una “bestia acosada”, “un errante
animal”, “un cachorro”, y el propio Sotero será retratado, y es
curioso que la referencia para definirlo sea la de un animal mítico, como un “gran
dragón”; el grupo de niños se asemejará a una jauría: todo ello como un
esfuerzo o un intento de definir lo que Mallea califica en un momento del libro
como “la fauna humana”. Esa es
la tesis de Mallea que ensaya en el texto, presentar al ser humano, analizarlo,
dentro de los parámetros de un comportamiento animal, acercar una lupa o un
microscopio y desentrañar su naturaleza predadora, capaz de ser cazador y presa
en una curiosa pirámide de supervivencia.
Es Todo verdor
perecerá una suerte de Origen de las especies para Mallea, un tratado
o compendio del ser humano interpretado como animal o como paisaje, incluso
como ecosistema, en donde impera la ley del más fuerte, las leyes de
supervivencia similares a las de la pirámide evolutiva, en donde la mujer -para
el autor- ocupa un puesto claramente por debajo del hombre que, en su relativa
asepsia de narrador naturista, varias veces denomina como machos y hembras de
la especie, lo que no es más que un reflejo de un trasnochado, caduco y
marchito ecosistema narrativo que, en consonancia con el peso que Mallea
concede a la flora y a la fauna, y que recorre toda la novela, podría
calificarse como apolillado.
Un texto, plomizo, tedioso e insoportable. Caduco.
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