lunes, 16 de octubre de 2017

Un cuántico aleteo en la boca-Maximiano Revilla

*Esta crítica apareció en el blog de pensamiento poético Verde Luna:

https://verdeluna2012.wordpress.com/2017/10/16/tourette-en-los-no-lugares-o-el-poeta-que-desayuna-versos/


Tourette en los no-lugares o el poeta que desayuna versos

Maximiano Revilla es uno de los poetas más sorprendentes que he conocido. Y una de sus principales virtudes radica en que el asombro de su poesía aumenta con cada libro que publica. En Un cuántico aleteo en la boca despliega, de nuevo, esos poemas que son como retazos de vida, jirones de existencia, momentos congelados de lirismo. Escenas cotidianas que pueden presenciarse en las calles de la ciudad, en el transporte público, en la televisión, todas ellas poetizadas: esa sería la idea subyacente del poemario.
La poesía de Maximiano Revilla ha tomado una interesante deriva hacia lo social. Es como si hubiera encontrado un traje cómodo para sus versos cuando se remangan y se ponen a trabajar denunciando la tristeza habitual que nos atonta. De esta forma, nace en el poeta una necesidad casi obsesiva de nombrar aquellos elementos que vertebran la cotidianeidad venenosa, dejando en sus composiciones un rosario de marcas comerciales, de lugares que son no-lugares, por donde transita nuestra maldita rutina.
El filósofo francés Marc Auge puso en marcha la teoría de los no-lugares, para designar esos sitios en donde estamos de paso y que acrecientan la incomunicación. No-lugares son los aeropuertos o las habitaciones de hotel, y en cierto modo alguno de los lugares favoritos de Maximiano Revilla a la hora de poetizar: los vagones de metro, el autobús, y las marquesinas de las paradas en donde mientras esperamos podemos ver el interminable desfile de la vida amortajada.
Cotidianidad, no-lugares y trasporte público, junto con un afán incontrolable por nombrar, hacen de este poemario un ejercicio de poesía-tourette tan fascinante como incisivo, porque perfora y tritura el corazón, y deja un sabor amargo al final de la lectura.
El primer verso del primer poema, ya hace que se tambalee el mundo del lector ante lo que podemos inferir detrás de este tremebundo ataque: “Contra la corrupción: esto es la vida”. Y, lógicamente, lo que es la vida para el poeta es la poesía. Y las escenas que van a desfilar por sus poemas son el armamento para combatir esa corrupción que es la podredumbre del dia a día que nos carcome, preñado de lugares comunes, figuras de repetición, aburrimientos y obviedades. El libro se desgrana en fractales de tiempo. Comienza a la una, y dentro de ese poema aparecen otros poemas titulados A la una, como fragmentos que conforman un todo. Después, llega A la una y uno, compuesto de otras pequeñas partes, y así, hasta el último poema del libro: A la una y veintinueve.
Estamos ante una poesía de fractales, una poesía cuántica concebida como una forma de capturar en esos instantes que transcurren ante nosotros, en el vagón de metro o la parada del bus, los diferentes mundos paralelos que conviven juntos a modo de palimpsesto. Y en este poema fundacional ya se aprecia el rastro de lo social en:
Efímero igual que las hojas de los diarios escritos
con la historia de una esquina emigrante”.
Para después, terminar el poema con el primer ejemplo de esa intrusión de la vida cotidiana tecnológica, que se nos apodera del día a día: “Selfies a la mañana”. Desde aquí, en la siguiente porción de poema, aparece ya el despertador y la oficina. Es el momento de fijarnos en algunas de las isotopías del texto y determinar que palabras lo articulan. Encontramos referencias al mundo laboral —además del despertador y la oficina, las lámparas lead, los trajes, las corbatas, los táper donde se lleva el almuerzo—, a las transiciones de lo cotidiano —maquillaje, conversaciones, anuncios, las bolsas de plástico de los supermercados, tampones, preservativos—, a la situación social —el hambre, los emigrantes, un tren de refugiados, el reciclaje, la compra-venta —, y a la vida en los no-lugares como el supermercado, el autobús, el metro, las paradas de los autobuses las calles, los pasos de cebra frente a los semáforos, las butacas de los cines…
Todo ello, junto a una preocupante interpretación del tiempo, un tiempo que es inasible, que se escurre por entre los versos, dado que el poemario alberga una profunda intención de retorno a la infancia. El poeta ha encontrado una estructura cuántica que le permite cohabitar en diferentes mundos a la vez; lamentablemente, son los mundos del ahora. Versifica todo aquello que le sucede a su alrededor, simultáneamente, pero sin posibilidad de acceso al pasado o al futuro, por mucho que la poesía pueda aproximar algún recuerdo que, simplemente, es un mero y decepcionante sucedáneo de la vida.
Por ello, tiene que ser nombrando las cosas, la forma en que puede convocar los recuerdos. Maximiano entabla un descomunal combate que tiene mucho de quijotesco (no en vano ya me referí en la crítica de otro libro suyo, aparecida aquí en Verde Luna, al aspecto quijotesco de su poesía), y en donde los poemas golpean al pasado con la terrible actualidad:

 Contra todo pronóstico, entre tantas ofertas
nos amamos en un hostal del centro,
huyendo de la lluvia y de tus padres.
Cuarenta años después de criar a nuestros hijos,
te presento a las nuevas rebeliones:
pan sin corteza en su bolsa de plástico”.

Maximiano Revilla traza una poética urbana en este poemario, donde las barras de los cafés, los madrugones para acudir al trabajo, los gimnasios y las perfumerías, las farmacias y los estancos, forman parte del esqueleto de la ciudad que nos alberga, por la que nos movemos como zombis y en donde no somos ya capaces de percibir lo que nos rodea. La ciudad, como el mayor de los no-lugares posibles. La ciudad es una isla. El lugar de mayúsculo aislamiento en donde serpentea el Gran Commuter, el poeta de los transportes públicos, las tristezas colectivas y los versos de desayuno con churros o pincho de tortilla. Y todo ello posee un lirismo desbocado en los ojos, y en el corazón, de Maximiano Revilla.
Ciertos retales del pasado, de una era pre-tecnológica, parecen asociarse al espíritu puro de la poesía: “Adiós tienda del barrio, constelación del poeta”, se nos dice en un verso amargo que lamenta esta pérdida de la capacidad de sorpresa, aniquilada por tuits, selfies, comida basura y anuncios que prometen la felicidad. En medio de todo esto, vivimos en una soledad profunda y tediosa.
Todo se retransmite en diferido para poder cortar si fuese necesario”, es este verso el cogollo central del poemario. El alfa y el omega de todos los problemas: programados, supervisados en el día a día, dominados por biempensantes y buenistas que dictan lo políticamente correcto, disponen con absurda autoridad aquello de lo que debemos hablar a voces y aquello de lo que tenemos que cuchichear a escondidas, y que marcan las lindes de unas vidas cotidianas que, obligatoriamente, deben discurrir ocupadas por mujer, perro y niño
Ser poeta significa realizar la elección más políticamente incorrecta que se pueda hacer. Porque ser poeta, obligatoriamente, lleva a preguntarse acerca de las cosas, a no admitirlas como son o como ellos quieren que sean, y eso resulta incómodo para el pensamiento único que pretende regirnos dentro del buenismo-light y la corrección de pastel.
Quizás, por todo ello, el poema A la una y veintinueve, que cierra el libro, presenta una conversación del poeta con una dama que muy bien pudiera ser la Vida, en una especie de entrevista de trabajo, ese mal que gobierna estos tiempos, y de la que solo queda un regusto amargo porque, la Vida, no parece estar dispuesta a contratarnos.
De esta forma, Maximiano Revilla ha intentado resolver un misterio: el cuántico aleteo en la boca es el movimiento de la lengua y de los labios al articular un nombre —recordamos el principio de la Lolita de Nabokov…, no podía ser de otra manera—. ¿Pero cuál es este nombre que pronunciamos como un ensalmo y que nos guarece de los insultos de esa vida que no nos quiere? Se trata del nombre de la persona amada, del nombre de un libro, de un escritor, del nombre de cualquier cosa que pueda hacernos la existencia más llevadera; nombres que pronunciamos como corazas, que nos blindan ante la hostilidad cotidiana y nos protegen del horror de los telediarios, del espanto de la cola de la panadería, de la soledad de las butacas del cine, de la agresión del café de máquina en la agria pausa de la media mañana.
Personas amadas, libros, sueños, ideales…, al final, todos estamos articulando el mismo nombre con el mismo aleteo cuántico: es la poesía. Nuestra poesía de batalla, personal, intransferible, esa que consigue que nos sobrepongamos, la que nos proporciona fuerzas para afrontar el día a día y poder escapar de la pavorosa soledad de los no-lugares.

O de un único y descomunal no-lugar: nuestra propia vida.

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