EL ACOSO DEL SUFRIMIENTO INJUSTO
Para Luis Alonso Schökel “el Libro de Job es una cumbre de la literatura universal. Como Edipo, Hamlet, Don Quijote o Fausto, su protagonista se ha convertido en punto de referencia, prototipo de una actitud ante la vida”. Este prototipo ha llegado a ser el de todo un pueblo, la actitud judía de la paciencia y de la resistencia, zarandeado una y otra vez por los sanguinarios avatares de la Historia. La lectura de las lamentaciones de Job reconfortó al pueblo judío dotándolo de resignación ante los pogromos y persecuciones a los que eran sometidos; esta importancia del Libro de Job como conformador de una identidad nacional hace que en su estudio y análisis sea imposible desligarlo de un temperamento típicamente judío que no acompaña a otros libros y personajes de la Biblia, más universales o menos estereotipados. Podríamos decir que Job ha sido monopolizado por los judíos como una marca de clase, como ese espíritu que cada uno de ellos lleva dentro como componente y que, tarde o temprano, deberá aparecer, ya sea en forma de resistencia ante la adversidad, bien sea en una rebelión que las más de las veces tiene mucho de supervivencia y de legítima defensa.
Esa dualidad del personaje tiene mucho que ver con la recepción del Libro de Job, que conoce dos épocas y dos desarrollos diferentes: hasta la época moderna Job fue la figura del mártir o testigo sufrido y paciente. Luego, se convierte en un rebelde. En este sentido, y como decía Martin Buber, Job ha actuado como el arquetipo de agarrase a Dios en tiempos de tinieblas de Dios. El Libro de Job es un libro para tiempos de crisis, por ese motivo, por los tiempos en que vivimos, podríamos decir que se encuentra de rabiosa actualidad.
Por otro lado, la vida de Joseph Roth es complicada y dura, al punto de que su devenir existencial marcó definitivamente su obra. Exilio, de hecho, no es la palabra que define mejor su situación, pues, según Roth, fue desterrado espiritualmente por los nazis: sus libros fueron quemados en la Brandnacht (noche de quema de libros) el 10 de mayo de 1933 y, en lo sucesivo, se prohibía la entrada de éstos en suelo alemán. Con la nueva situación, Roth perdió su principal espacio de interlocución literaria: de 40.000 ejemplares que podrían constituir la media de una edición de un autor alemán, se le redujo la tirada a unos 3.000 o 4.000 ejemplares que se distribuían con muy poco éxito en Viena -antes de la ocupación nazi, en 1934–, en Praga y, de forma casi heroica, en París. Pese a esta precariedad literaria, Roth jamás dejó de escribir novelas.
Sin haber llegado a vivir el horror de la Segunda Guerra Mundial, los textos de Roth estremecen por la lucidez casi profética de sus análisis sobre las implicaciones del régimen nazi para Alemania y toda Europa. Más aún, su denuncia se extendió desde muy temprano contra el resto de los países europeos que, con mal disimulado antisemitismo, optaron por la neutralidad ante el montaje propagandístico del régimen. Sus artículos en prensa fueron prolíficos y contundentes en su temprana lucha contra el Tercer Reich.
Ni la desesperanza de escribir “en el desierto”, ni el desarraigo que supuso su doble destierro, le impidieron a Joseph Roth reconocer con valentía la condición fracasada de su escritura apátrida. Este reconocimiento, unido a la precariedad económica y la pérdida de interlocución literaria, tampoco impidió que siguiera escribiendo sin falsas ilusiones. Asumía la inutilidad de su tarea, como diluida en un mundo que se abismaba en la locura. Escribir sin patria, en la pobreza y sin interlocución literaria; escribir con plena consciencia del fracaso, sin negar la impotencia y asumiendo la inutilidad de la escritura: son algunos de los rasgos que hacen de Joseph Roth un escritor tan necesario y tan característico, porque esas circunstancias las expandió en su escritura e impregnaron toda su obra.
A Job, Wiesel, Rákover, Etty Hillesum, Anna Frank y tantos otros mártires del pueblo judío hay que añadir a Joseph Roth. Dice uno de los personajes de la novela Job: “los golpes de Dios tienen un sentido oculto. No sabemos por qué se nos castiga”. A lo que el protagonista, Mendel Singer, replica airado: “Dios es cruel. Y cuanto más le obedece uno, tanto más severamente le trata (…) Sólo le gusta aniquilar a los débiles. La debilidad de un hombre excita su fuerza y la obediencia despierta su ira”. La Historia del mal –Historia con mayúsculas-, y más en concreto la Historia del mal que se ensaña con los inocentes, esas historias de nazismo y comunismo, de Stalags y Lagers, del Reich y de la URSS, apresuran a que el creyente se replantee el problema de la teodicea, no como una manera de justificar apresuradamente a Dios, sino como la búsqueda de un lenguaje nuevo que nos permita hablar de Dios después de Auschwitz, un Auschwitz que si bien Roth no llegó a experimentar sí que pudo intuir a través de sus sufrimientos, enormes, como judío desplazado y vapuleado, que es lo mismo que decir un judío europeo en la década de los años veinte. Y, trayendo aquí a un típico judío de esa época, Franz Kafka, usaremos una de sus sentencias al respecto: “No creo que podamos hablar de Dios, sólo podemos hablar a Dios”.
Es indudable que tal búsqueda de un nuevo lenguaje, dadas las nuevas realidades horripilantes, obliga a repensar, cuanto menos, desde ese mal, quién ese Dios y si se puede seguir hablando de él como tal. Para Roth, evidentemente, sí que se puede. Pero, ¿realmente se puede aunar de forma razonable la afirmación de Dios con la existencia del sufrimiento inocente? Job, que ciertamente parece incapacitado para dar ante su Dios, el Dios en el cual cree con firmeza, una explicación satisfactoria de la desgracia que le aflige, terminará sometido, quedando sin respuesta sus angustiosas y desairadas preguntas dirigidas a la deidad a causa de la grandeza del misterio de ese mismo Dios.
Sin embargo, Roth va más allá: Roth se muestra abrumado por el sufrimiento de los inocentes, representado en Menuchim, el hijo anormal de Mendel Singer, el protagonista de Job, y por la silenciosa pasividad de Dios y reacciona incluso con indignidad, manteniendo inamovible la fe, pero acusando a Dios de la injusticia que comete –por ejemplo, en El Leviathan, su protagonista Nissen Piczenik, comerciante de corales, asiste impotente a un derrumbe de todo su mundo, a un derrumbe sin sentido aparente y ante el mayor de los silencios de Dios-. En las novelas de Roth, al igual que en el Libro de Job, tal y como argumenta Reyes Mate, “las preguntas son más fuertes que las respuestas y por eso las preguntas se mantienen aunque falten las respuestas”. Al fin y al cabo, la experiencia y visión que Roth tiene de Dios, y su confianza en Él, se encuentra tan arraigada que no le resulta necesaria para seguir creyendo en una explicación racional a los males padecidos. Por ello, no es extraño que la novela judía del siglo XX se haya inspirado en el personaje bíblico para actualizar la angustia de ser judío de una forma literaria, ya sea a la manera realista de Roth, con la historia de Mendel Singer en Job, o al estilo de simbólico de Kafka con el Joseph K. de El Proceso. En este sentido, también habría que incluir, como una mezcla de ambos, El Mal de Portnoy, de Phillip Roth.
Podemos encontrar en la correspondencia de Joseph Roth el rastro de la creación de la novela y de la perspectiva que su autor puso en ella: “Será una sensación y me haré de un solo golpe rico y famoso”. Pero el deambular de la novela, terminada el 27 de marzo de 1929, es muy diferente. Para su confección, Roth empleó “un cotidiano trabajo de diez horas en mi libro”, al que se refiere por vez primera como Job en una carta fechada en Berlín a primero de Abril de 1930, cuyo destinatario era, de nuevo, Stefan Zweig. En una nueva carta, que le dirige el 22 de septiembre de 1930, Roth agradece a Zweig que haya leído una copia de Job, novela con la que su autor ahora ya no se muestra tan entusiasmado como antes –aunque de la novela se hicieron unas tiradas elevadas y, de entrada, se vendieron 8500 ejemplares-. De hecho, encuentra superfluo haberla escrito, no tiene ya más relación con el libro y está harto de él, “cansado a más no poder”. Esto denota, bien a las claras, la cantidad de demonios con los cuales Roth tuvo que luchar a la hora de escribir Job, empezando por la enfermedad esquizofrénica de su mujer, que en la novela se apodera de uno de los personajes, Mirjam, la hija del protagonista Mendel. De ahí, la absoluta necesidad de que su novela, al igual que el Libro de Job, registre un final moderadamente feliz y esperanzado: Roth había sufrido mucho escribiéndolo.
En efecto, el final feliz del Libro de Job coincide con el final feliz de la novela Job, en donde el otrora hijo deforme y retrasado reaparece milagrosamente convertido en extraordinario músico y virtuoso compositor y director de orquesta. El final feliz del Libro de Job, preservado del antiguo cuento popular, no es más que un simple deux ex machina que no resuelve el problema planteado. El hecho de que el drama de Job termine de forma feliz no invalida su carácter de tragedia. A este respecto, el propio Aristóteles contemplaba esta posibilidad en su Poética, posibilidad que se confirmaba en la práctica con el final conciliador de las trilogías de Esquilo y con obras tan significativas como la Electra o el Filoctetes de Sófocles. Lo esencial no era, pues, el final desgraciado, sino que en el transcurso de la obra se provocara la piedad y el terror preceptivos y que el final feliz no anulara la anterior sensación de sufrimiento. “El mismo, Mendel Singer, después de muchos años tendría una buena muerte, rodeado de muchos nietos y satisfecho de vida, tal como está escrito en el Libro de Job (…) Mendel se durmió en paz y descansó del peso de la felicidad y de la grandeza de los milagros”, concluye Roth su novela.
La mayoría de los personajes de Roth coinciden con la figura de Job, representan a los seres humanos acosados y desconcertados por el sufrimiento injusto. La lista de nombres de judíos atormentados que no encuentran una explicación a sus males sería inmensa, tantos como protagonistas de sus obras. Todos parecen vivir en una especie de castigo, de condena en la tierra. En resumen, personajes que soportan su destino con paciencia, como cualquiera de sus Judíos Errantes encaminados a la oscuridad del gueto cruel, como cualquier miembro de la familia Von Trotta, venida a menos tras el hundimiento del Imperio Habsburgo, pero convencidos de que ese destino es lo que les toca sufrir porque un designio mayor, el de un Dios omnipresente, así lo ha querido, aunque ellos se consideren, todos, inocentes, y no sepan muy bien los motivos por los cuales les viene el castigo, ante el cual asisten impotentes.
Paciente, estremecido, brillante, rabioso, deslumbrante, la obra maestra de Roth, por supuesto, junto a su Santo bebedor…
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