LA MENTIRA DE LA LITERATURA CON GÉNERO
Cierto escalofrío de espanto me recorre el gusto literario cuando me refiero a este libro de relatos de mujeres recopilados por Laura Freixas. Espanto, sí, primero por su calidad desigual, para ser moderado diría que, cuanto menos, una calidad algo más que discutible. Pero, por encima de otras cuestiones, lo que me preocupa es la idea principal con la que se ha generado la colección de textos: la existencia de una literatura de mujeres.
Empezaré
confesando que este volumen llegó a mis manos con motivo de un curso de “Narrativa
femenina del siglo XX”, que terminó por ser un recital de feminismo, más que de
literatura. Esta es una circunstancia que no me importa demasiado, la verdad,
entiendo perfectamente esos puntos de vista, a pesar de ser un hombre; lo que
me llamó poderosamente la atención fue una cuestión de carácter meramente
literario: esa fundamentación de que existe una literatura con “voz propia”,
una literatura femenina que se alza en mitad del sectarismo de las novelas
escritas por hombres destalentados que se aprovechan de su posición. Hoy en día,
la literatura no es así, y el mercado editorial -tan paupérrimo y de criterios
bastardos- destroza y segrega a todos por igual: hombres y mujeres. Y hasta los
de un tercer o cuarto sexo, si es que existen.
Dos cosas entendí
de aquél curso: que la mujer había tenido muy dificultoso, casi imposible, su
acceso a la literatura durante gran parte del tiempo –y en donde se dice
literatura léase “acto de escribir”, y en donde se dice “acto de escribir”
léase publicar-; que, por haberse incorporado tarde al festín cultural,
la crítica debería dirigirse hacia sus producciones con otros ojos (¿quizás más
benevolentes?) y que los criterios de autoridad y de calidad no regían con
ellas. Que hacen una literatura distinta, una literatura femenina.
Soy un ingenuo, lo
reconozco, pero en mi corto esquema no concibo que las literaturas sean de
alguien en concreto, que tengan esas pertenencias. Yo, en otra época, fui
profesor de tenis. ¿Por ello hago una literatura de profesores de tenis? Y,
además, soy huérfano de padre: Entonces, ¿mis novelas se adscriben a una
corriente de novelistas de la orfandad?
Iré más allá:
estas ideas de una literatura propia de mujeres que, entre otras, provienen de
Virginia Woolf y de su interesantísimo ensayo Un cuarto propio -ensayo
que prometo cribar aquí pronto, en esta bitácora-, estas ideas de una voz y
estilos propios encontrados en los textos por tratarse de una mujer la
escritora, y que merecen un diferente trato de la crítica que, cuando las
asedia atendiendo a criterios estéticos y de calidad, simplemente se trata de
que los críticos no comprenden la especifidad de esa voz, esta voz especial,
simplemente, yo no creo que exista. O existe, individualizada, como todas las
demás voces personalísimas de los autores, cada uno, sea mujer u hombre, con
sus características propias. No creo en una literatura femenina, como no creo
en una literatura masculina. Solo hay literatura. Y si es buena, mejor.
Hablamos de buena
literatura, y de menos buena. En el libro que nos atañe, Madres e hijas,
hay un puñado, con cuentagotas, eso sí, de excelentes relatos: De su ventana a la mía, de Carmen Martín Gaite, es uno de ellos y
me atrevería a calificarlo como una obra maestra. El barroco, atiborrado y
hasta excesivo Chinina Migone, de
Rosa Chacel, es otro texto elevado, muy por encima del nivel del resto de los
cuentos. Desde aquí, el libro se va despeñando con bajonazos de relatos muy
alejados de la calidad de los anteriormente citados, hasta el punto de terminar
la lectura con la sensación de haber perdido el tiempo o de que me habían
tomado el pelo.
Parece ser que la característica fundamental de
los relatos femeninos –al menos en este volumen- es el matricidio. Estas
escritoras tratan de odiar, de revolverse contra esas madres a las que quieren
mucho pero que les han resultado sombras y pesos heredados que las asfixiaron;
al menos algo de eso, o en esa línea, se concluyó en el curso de “narrativa
femenina” al que antes me refería. Si eso es una característica de la “narrativa
femenina”, el matricidio, podemos encontrarnos con semejante sentimiento en
muchos autores masculinos. No creo que sea bueno compartimentar de esta forma
la literatura, porque los diques y las líneas, generalmente, saltan por los
aires y no soportan el primer análisis.
Algo de eso que antes afirmé, lo de la
tomadura de pelo, sí que está presente en dicha colección, porque el engendro,
dado que es un volumen de retales sin cohesión y con una tremenda
irregularidad, una suerte de Frankenstein del relato, plagadito de costurones y
remiendos, se asienta en esa premisa fundamental de recopilar unos cuentos de
mujeres que se refieren a sus madres, idea que me parece lícita e interesante,
pero el problema viene cuando eso se hace con la intención algo mentirosilla de
que se está poniendo sobre el tapete un muestrario de literatura femenina, un
compendio de esa peculiar voz de la “narrativa propia de mujeres”, aunque lo
que de verdad existe, detrás, es el intento de vender algo comercialmente, y
fundamentalmente en el día de la madre, con lo que el intento aglutinador es
lamentable.
Aunque algunos relatos merecerían salvarse dentro del marasmo del conjunto, muchas páginas sonrojan por su falta de
acierto y por el fallo de planteamiento que vincula el germen de la
recopilación con esa “narrativa femenina” peculiar, que yo sigo creyendo que no existe –qué le vamos a hacer, soy recalcitrante en ese asunto-, y porque con esa lectura se
arruina la excelente idea de un volumen temático de relatos de hijas sobre sus
madres. Por todo ello, lo considero un libro fallido; y porque las autoras que aparecen
seleccionadas parecen haber sido elegidas, en varias ocasiones, por criterios
de amistad con la editora, porque no se explica de otra manera que textos
deleznables compartan espacio con algunos de los mejores relatos de la literatura
española del último siglo. Al final, ante lo empecinado de quienes se niegan a
hablar de literatura y van mucho más lejos, a sus periferias psicocríticas con
teorías y conclusiones demenciales, uno se ve obligado a darle la razón a Bloom
y creerse, en parte, lo de la Escuela del
Resentimiento.
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