ABORTO TEATRAL
Que el género teatral no ha sido uno de los puntos fuertes del modernismo –movimiento anclado en la poesía, en una novela de dimensiones extraordinarias como es De Sobremesa de Silva, en la crónica periodística y en un puñado de cuentos deslumbrantes de Quiroga y Lugones- queda bien demostrado con la lectura de la obra Luz. Su título arroja eso precisamente, luces sobre las faltas y carencias de este tipo de teatro. Si hablamos de teatro modernista deberemos recurrir a las obras de corte dramático y poético de Marquina, Villaespesa y Fernández Ardavín, de relativo éxito de público y juzgadas muy duramente por los críticos de la época y los posteriores. Porque Benavente, Grau, Martínez Sierra o el propio Valle Inclán, sin duda, incorporan elementos de corte modernista en sus creaciones, pero no alcanzan sus obras teatrales a la denominación estricta de puro y mero teatro modernista.
La obra de Salvador Rueda, titulada Luz, fue publicada por entregas en 1904 –a entrega por acto-, apareció en la Revista Literaria Helios y ha llegado hasta mí de intrincada y complicada manera, representa una comedia antirealista, característica fundamental de este tipo de teatro, que buscaba un embellecimiento de todos los aspectos de la vida cotidiana. Por ahí muere la composición: precisamente porque ese embellecimiento degenera en pastiche, en cúmulo de situaciones edulcoradas con unos personajes planos y fantasmales que se mueven representando tópicos y se expresan a través de lugares comunes. El ambiente de ensoñación, o ensueño, otra característica principal del modernismo, encaja a los personajes en el marco irreal y opresivo de un palacete rodeado de jardines, luego volveré sobre esta puesta en escena, que acaba resultando increíble para el espectador. El ambiente de la obra teatral modernista (al estilo de las de Martínez Sierra) suele resaltar la melancolía del atardecer o del amanecer, donde se mueven unos seres genéricos y estáticos, existe una fuerte presencia del simbolismo y las acotaciones escénicas son casi literarias, como si formaran una parte más del texto. La parodia es otra de las características, esa especie de negativo fotográfico que tan bien trabajó Valle Inclán. En mayor o menor medida, como ahora veremos, Luz recoge algunas de estas máximas.
El modernista desecha las tramas folletinescas y busca sustituirlas por una acción más sencilla, por un estudio de caracteres de pasiones naturales. La trama de Luz es folletinesca, sin embargo, siguiendo la máxima modernista, queda muy pronto abortada por la simpleza de sus personajes y por la sencillez de su desarrollo que, incluso, da la sensación de quedar inacabada por su falta de resolución. El estudio de caracteres, entonces, falla por completo en la creación de personajes complejos y los protagonistas de la obra no tienen tiempo de mostrarse más que encajados en sus estereotipos. Si ser modernista significaba, entonces, poner de manifiesto la emoción humana y la poesía, en ese intento, Salvador Rueda fracasa estrepitosamente, creando un drama tan estéril como su protagonista Luisa –desesperada por adoptar a la hija del jardinero- e incapaz de transmitir un sentimiento al espectador.
De forma muy leve, como de pasada, también se nos presenta la dicotomía del Arte frente al mercado, de la poesía frente a las matemáticas, del corazón enfrentado a los negocios. El marido de Luisa, Carlos, representa al hombre del momento, urbanita, preocupado por los negocios, por las transacciones comerciales que inundan el nuevo mundo de los poderosos, con sus intrigas políticas. Su mujer pone el contrapunto a esta visión utilitarista de la vida: ella es una artista encajada en todos y cada uno de los tópicos del Arte y, desde ellos, con escasa fortuna, trata de darle réplica.
Elementos del lenguaje modernista hay muchos en la obra Luz de Salvador Rueda: el título en sí mismo, que recurre a un elemento fundamental del modernismo, muy empleado en la poesía, y que entronca con las imágenes del cielo y el color azul de Darío, por ejemplo. La luz modernista es la poesía, pero también puede ser la inocencia de la niña que se cree princesa con un toque melancólico (de nuevo Darío) o esa luz crepuscular que baña la obra de Silva y su Nocturno. En las acotaciones iniciales al escenario, encontramos todos los tópicos: una habitación de cristales, recargada como esos interiores incansablemente descritos en los cuentos de Casal o al inicio de la novela De Sobremesa; esa habitación de espejos, que luego reproduce un juego de imágenes, recuerda mucho a la escena del caparazón recubierto de oro y dorados, de jades y hasta de espejuelos, de la tortuga de Huysmans, en su novela A Contrapelo… Luisa quiere ver la imagen copiada de su marido, ya no se contenta con la realidad, se decanta por la copia que arrojan un montón de espejos concatenados, en una defensa del ideal de la imagen como obra de Arte. Escena, de reivindicación simbolista con esas referencias a los espejos, es, cuanto menos, sorprendente, y parece algo fuera de lugar de la trama para el espectador.
En Luz, el escenario debe estar repleto de plantas lujosas, de recipientes, biombos que traigan la esencia de ultramar, columnas que recuerden el Arte clásico, cortinajes de terciopelo y, como rúbrica al conjunto, una jaula con un ruiseñor, emblema modernista. En primer plano aparecen los elementos de la creación: un cuadro a medio terminar y un busto a medio modelar. No es casualidad que ambas obras se encuentren a medias, porque representan la lucha de su autora, la mujer Luisa, frente al espíritu capitalista y frío, alejado de toda creación, del marido, Carlos.
En el segundo acto, la escena reproduce un lujoso almuerzo, donde las viandas y el refinamiento hacen gala del ambiente decadentista de la obra. En el tercero y último, se produce la explosión temática por excelencia: se despliega el cortinón del fondo y se pueden ver los jardines del palacio, los surtidores de agua, los macizos floridos, los quioscos, en un pedestal una estatua de la Venus de Milo y sobre ella la luna. Como dije más arriba, el ambiente de ensoñación ha destruido la naturalidad de la obra hasta convertirla en increíble.
Carlos manifiesta su imposibilidad de que le emocione una obra de arte. Sin embargo, como contrapunto a ese corazón insensible, se alza la figura estereotipada de Luisa como artista decadente. Compone música, incluso se inicia la obra interpretando un vals propio, para manifestar, más adelante, que vive encerrada en casa “con unos cuantos pinceles; con un poco de barro que hace lo que mis dedos quieren; con el alma de unos cuantos libros que contienen la poesía; con unas cuantas hojas de papel llenas de notas”. Manifiesta su adoración por el arte, mientras el marido es descrito en numerosas ocasiones con términos relacionados con la banca o la contabilidad, incluso como un “guarismo, un título del cuatro por ciento”, opuesto a la mujer que es denominada como “una mariposa”. Es de una simpleza irritante e infantiloide. Es la batalla entre la sensibilidad y ese mundo moderno que avanza implacable, que aparece en la obra de la mano de administradores, banqueros y prestamistas que hablan de empréstitos y alta política, de líneas férreas y de todo ese estallido urbanita que alienaría al artista de la época. La mariposa forma una dicotomía con lo ordenado, con lo pitagórico, un mundo reclamado por los simbolistas y al que el modernismo tampoco podía ser ajeno. Todo en la obra reproduce orden, ese orden del cosmos, ese orden personal que necesita el artista para crear. Por si eso fuera poco, estos hombres poderosos maquinan sus operaciones de finanzas amarrados a elementos tan necesarios de la distinción decadente como son los “cigarrillos, café, licores”, que marcarán una temática central desde Silva hasta Quiroga, pasando por Lugones.
El empleo del habla popular en el personaje de Pepe, el criado andaluz –aparece casi de forma esperpéntica-, y que uno de los personajes claves de la obra sea el jardinero y que los protagonistas, pese a su extracción elevada, se expresen habitualmente con refranes y giros de frases hechas, reivindica la vieja teoría modernista de la vuelta a las raíces, a lo popular. En el poso del pueblo se encuentra la sabiduría. No en vano, pese a toda la riqueza de Luisa y Carlos, la felicidad no entrará en casa hasta que no sufran un revés económico y no adopten a la hija del jardinero, que encarna los más puros valores populares, que reactivan el corazón de la pareja protagonista e incluso dotan de mayor sensibilidad para el arte al marido. Ese habla popular también reclama la atención sobre el concepto de nacionalismo y de nacionalidad, reivindicado por Martí y por Darío: el lenguaje propio conforma la identidad nacional del país. El jardinero de la obra –que cuida el Gran Símbolo de los jardines y a la vez es el padre de la niña que representa el espíritu poético inocente- es, pues, ¡que irónico!, el verdadero modernista.
Mención aparte merece el ruiseñor enmudecido en su jaula a lo largo de la obra y que acabará cantando para celebrar el triunfo del amor, tanto filial como de pareja. Ese ruiseñor, que representa la poesía encarcelada por los tiempos utilitaristas que corren, permanece todo el rato en escena, alicaído y triste, sin cantar. En un momento dado, incluso se le tienta acercándosele un clavel, pero no parece reaccionar. El clavel es aquí el Arte corrupto, manoseado por el capital, que ha perdido su forma original. Y como gran metáfora final, el pájaro arranca a cantar cuando es regalado a la niña, cuando se siente identificado y adoptado, amado de nuevo por la inocencia, única manera de que la poesía, para el modernismo, pueda triunfar.
Todos estos elementos conforman la obra Luz, que si bien alberga buenas intenciones, se muestra demasiada encarcelada (como el ruiseñor) y deudora de una serie de máximas del momento que la hacen plana, de escaso recorrido, con personajes poco creíbles, con una acción sin interés y cuya publicación en tres entregas contribuyó sin duda a su dispersión y a quedar en el olvido como una obra menor de un teatro modernista que tampoco estuvo nunca llamado a marcar elevadas cotas literarias.
Triste obra alejada del espíritu del teatro, justamente olvidada y olvidado su autor, pésimo y plúmbeo, encasillado y repleto de lugares comunes y que, además y por motivos personales, me acerca a la cabeza algunas turbulencias no del todo recomendables.
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