viernes, 15 de julio de 2011

Labia -Eloy Tizón-.




LOS ESCRITORES SON BONZOS QUE SE QUEMAN

Labia fue la segunda novela de Eloy Tizón y está escrita con la técnica de las cajas chinas: historias que contienen historias, unas dentro de otras, y que se complementan. En el interior de las cajas se descubre, desde el recuerdo escrito treinta años después y con diferentes perspectivas narrativas, la peculiar visión que un niño tuvo del mundo. Es un mundo lleno de estímulos y de maravillas por descubrir, donde la papelería del barrio, el estudio de un pintor, la ciudad de París y los salones de un café, aparecerán cargados de fantasía y misterio.
Bajo este prisma, los personajes que habitan en la memoria del protagonista están deformados hasta la exageración, con una deformación propia del esperpento, con todo lo que el esperpento tiene de amargo y de triste, con ese punto de humor ácido o negro. Son vidas herméticas, todo un mundo absurdo de frustraciones, historias que terminan estrellándose contra la realidad de la gran capital. Porque la ciudad juega un papel fundamental en Labia. Ya sea Madrid o París, la ciudad es otro personaje más cuya función es la de aplastar al individuo.
Detrás de esas historias se encuentra una reflexión mayor: una reflexión sobre la literatura. Eloy Tizón se plantea en esta obra si no serán todos los libros el mismo libro; todas las novelas la misma novela; todos los personajes el mismo personaje y por eso, todas las vidas serán las mismas vidas encadenadas unas a otras… y si los escritores tendrán capacidad para recrear eso en sus obras. Si lo consiguen, se produce como un estallido y entonces “los escritores son bonzos que se queman” (pagina 38) porque, cuando eso ocurre, se incineran en la propia dureza del oficio de escribir. Máxima que descubre el protagonista del libro cuando, empeñado en transcribir sus recuerdos, concluye que “el arte y los artistas son una anomalía en la vida y para ellos no hay sitio” (página 22).
La novela, alimentada con el juego de la variedad de puntos de vista, ofrece en este aspecto una de sus mayores complejidades. Su protagonista, personaje anónimo al cual se dirige incansablemente un narrador, unas veces actúa directamente en los sucesos del texto, otras se limita a ser espectador y en ocasiones hasta una mera referencia lejana. Le hablan las diferentes voces a lo largo de la novela –un narrador omnisciente, el padre, la madre, el profesor de pintura, un escultor fracasado…-, inmerso en un caos narrativo, en una labia desbordante que se exacerba cuando decide tomar la palabra y unirse al juego con su discurso en primera persona.
Tizón recurre en su texto a ciertos tics, como el uso de largos paréntesis y la sobre adjetivación (por ejemplo “el silencio homicida de los árboles nevados” –página 23-). Además, intenta ubicarse en una extraña postmodernidad urbana de barrios con descampados y pintadas, bingos y torres de alta tensión, que choca con los personajes que tienen muy poco de postmodernos –el profesor amargado y solitario, el artista esquizofrénico víctima de su propia creación o el ambiente decimonónico del café literario al viejo estilo de las estampas recreadas por Camilo José Cela-. Es tal el peso que adquieren esos personajes que el protagonista queda diluido en ellos. Será otra tesis literaria del autor: lo importante es lo que ocurre y cómo ocurre en la novela, no a quién le ocurre.
Eloy Tizón construye una novela a veces metaliteraria, al ser reflexión de la literatura misma y del alto precio que conlleva la creación artística, una especie de juego aprisionado en cajas chinas por donde rebosan la verborrea, la imaginación y el gusto por el oficio de narrar, en donde el escritor es un relator de historias al servicio de ellas.

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