LOS QUEJIDOS DE LA FRAGUA Y EL ARPA
A primera vista, cuando un lector se enfrenta a una novela que trata de temas irlandeses, o se ambientada en lugares celtas o gaélicos, muy fácilmente le vendrán a la cabeza tópicos y típicos de gaitas y a un furibundo grupo de soldados más cercanos de neardental que de otra época histórica. Debo reconocer que hace ya mucho tiempo, cuando conocí a la autora, ella ya me habló de este libro y yo, por entonces, víctima sin duda de semejante estolidez, no pude sino imaginar una narración repleta de elfos, hadas, quizás algún dragón, unas piedras formando un crónlech y algún que otro gaitero, todos ellos insertados en un mundo mágico de sanadores y con un cielo anaranjado de fondo, al estilo de la New Age…
Esa es la primera virtud del libro de Carmen Leal y Soria, que se aleja del tópico y retrata una Irlanda, sin duda, mucho más aproximada a su realidad histórica. Es uno de los motivos por los cuales la novela se puede considerar como una narración más cercana a la historia que a la mera literatura de ficción, porque refleja, lejos de estereotipos, la deprimida realidad económica de la época y el día a día de los trabajadores de una fragua inmersos en la lucha de dos reyes –uno católico y otro protestante- que habría sido, para otro escritor más cómodo o incluso menos osado o avezado (osadía que se multiplica en este caso al tratarse de una primera novela) el hilo conductor de la trama, al ser mucho más sencillo traicionar a la historia vehiculizando la obra con esos dos reyes enfrentados y aireando sus miserias de corte al estilo de toda esa literatura pseudohistórica actual, repleta de Ébolis que no hacen sino obedecer a la moda de la prensa y los programas del corazón extrapolados a los burdos libros de historia de corte.
Así que Carmen Leal ubica la acción a finales del s. XVII, y después de una profunda crisis económica, política y religiosa, cuando ocupaba el trono de Inglaterra el rey Jacobo II Estuardo. La situación política, precaria e inestable de por sí, se deterioró mucho más cuando el episcopado anglicano, y por supuesto los estamentos más poderosos, se enriquecieron con la confiscación de los bienes de la Iglesia Católica. Para conseguir sus intereses pidieron y obtuvieron la ayuda de Guillermo de Orange, holandés y protestante que se había casado con una hija, también protestante, del mismo Jacobo II. Se estableció la República parlamentaria (1649-1653), cuyo poder supremo se confió luego a Oliverio Cronwell con el título de protector (1659-1660) y fueron restaurados los Estuardos en el trono. El Parlamento ofreció la corona a Guillermo III de Orange (1689-1702), que reinó con su esposa María I, hija de Jacobo II, depuesto y fugitivo en Francia. El de Orange desembarcó en Inglaterra en 1688, tomó posesión del reino con una gloriosa revolución sin sangre y al año siguiente se hizo coronar solemnemente en la abadía de Westminster. El destronado Jacobo II encontró en el católico rey sol, Luis XIV, la hospitalidad en Francia. Sin embargo, a pesar de lo atractiva que podría resultar esta trama para una telenovela como los Tudor, el acierto de Carmen Leal consiste en dejar de lado las inquinas de los reyezuelos y pasar a describir la pormenorizada vida de los súbditos, con gran rigor y acierto, y con unas sobradas dosis de sobriedad y mano firme, inmersos en jornadas de sol a sol y, además, afectados por semejantes luchas palaciegas.
Dentro de semejante panorama social se encuadra el personaje protagonista de la novela histórica, que deriva hacia el género, además, de la narrativa de aprendizaje. Y esto es algo realmente curioso porque si bien no es nada extraño que la primera novela de un escritor sea eso, una novela de aprendizaje, Carmen Leal se mete en el papel de un hombre para contarnos los vericuetos que llevan de la adolescencia a la madurez en un mundo violento y hostil, huyendo así de los lugares comunes típicos que sufriría una narración de iniciación si el personaje femenino hubiera sido un alter ego de la autora. Ese protagonista que, desde el sillón de la madurez recrea una pequeña parte de la historia de su vida, es el músico medieval Torlogh Carolan, personaje tan desconocido para nosotros como apasionante.
Torlogh Carolan (en gaélico, Toirdhealbhach Ó Cearbhalláin) nació en 1670, en Newtown, cerca de Nobber, condado irlandés de Meath. Cuando contaba catorce años, su familia se trasladó al condado de Roscommon, donde su padre encontró trabajo con la hacienda de la familia MacDermott Roe. La señora de la casa se encargó de darle educación. A los dieciocho años, Carolan quedó ciego a causa de un ataque de viruela. Entonces, aprendió a tocar el arpa; completados sus estudios tres años después, emprendió su vida como los arpistas itinerantes que durante siglos recorrieron los caminos de Irlanda. Y así lo hizo a lo largo de cuarenta y cinco años, componiendo melodías para aquellos que le daban cobijo, razón por la cual casi todas sus canciones tienen nombre de personas. Al parecer, no destacó como gran arpista, pero desde el principio sí lo hizo como poeta y como compositor, aportando aires nuevos a la música tradicional, incluso dejándose influir a veces por la música barroca italiana, sobre todo desde que hizo amistad con el compositor Corelli y su alumno Geminiani. Un reto con este último dio lugar al O'Carolan's Concerto, del que el bardo irlandés salió victorioso. Por otro lado, Beethoven fue un admirador de Carolan y transcribió algunas de sus canciones, como el Lament for Owen Roe O'Neill.
Se casó con Mary Maguire, que permaneció en una granja de Mohill, en el condado de Leitrim. Mary le dio seis hijos, y murió en 1733. El único hijo varón publicaría las obras completas de su padre en 1742. Al final de su vida regresó a la casa de MacDermott Roe, de donde partiese; allí compuso su última canción, dedicada al mayordomo (Planty O’Flynn), aunque antes ya había compuesto su adiós musical (Carolan farewell to music). Su funeral estuvo muy concurrido, siendo oficiado por sesenta sacerdotes ante una multitud de todo tipo de gente, y con el fondo sonoro de diez arpistas interpretando una pieza llamada Goltrai. Fue enterrado en la cripta que la familia MacDermott Roe tenía en la abadía de Kilronan. Parece que Siobbhan, la hija pequeña que aparece en el relato de Carmen Leal, no fue muy ducha a la hora de elegir marido y terminó arruinando al músico. Pero tal vez eso sea motivo para que Carmen Leal escriba otra novela sobre el asunto. La narración parece pedir a gritos una segunda parte.
De Carolan se conocen unas doscientas composiciones, aunque muy pocas con el texto original gaélico, la mayor parte de las cuales pueden encontrarse en grabaciones de infinidad de músicos irlandeses. El himno americano Barras y Estrellas está basado en una composición de Carolan y existe un grupo aragonés que lleva el nombre del músico. Sin embargo, toda esta información, que podríamos llamar enciclopédica, no es nada más que eso, la biografía oficial del músico. Otro Carolan, infinitamente más humano y vivo de lo que uno pueda desprender de estas reseñas, toma vida en las páginas de Carmen Leal.
Ciertamente, la autora tomó unos riesgos importantes para su primera novela: uno con el tratamiento del personaje, que se refleja a si mismo en una supuesta tercera persona (pues da paso al narrador tras coger en brazos a su hija y parece que le cuenta a ella toda la historia), otro con el lugar y la época, lastradas por las ideas preconcebidas que tenemos de ese lugar y ese tiempo. Sin embargo, tales riesgos, están resueltos con acierto gracias a una narración contenida en la que se pueden encontrar, incluso dentro de los momentos mas duros de la trama, ecos de la primera obra de Carmen Leal, un libro de cuentos infantiles. Quiero decir con esto que, cierto ambiente de encanto, de fábula, en donde las supersticiones y las leyendas se aúnan con un delicado sentimentalismo, dan una dimensión diferente a la áspera narrativa histórica a la que estamos acostumbrados.
Y el propio Carolan es un poco un personaje como de fábula, de ensueño, que vive una vida épica, castigado con una ceguera repentina y una sensibilidad musical no menos repentina. Es una especie de fábula que no llega a tener un final ni feliz ni moralizante porque se detiene en lo que es una primera parte de una historia aún por escribir y terminar. Y en una historia tan lírica, la música, como colofón a la turbulencia y el sufrimiento, viene a poner, en el momento más crítico del personaje, la salida inesperada y sorprendente a lo que no será sino una nueva vida que empieza en ese momento.
De un gran musicólogo, Alejo Carpentier, se decía que mientras se leía su novela La Consagración de la Primavera se podían escuchar de fondo, gracias a su prosa, los cuartetos de cuerda. En esta novela de Carmen Leal, aunque el protagonista sea un músico legendario, no se escucha ni una sola nota de arpa… y eso es lo mejor, porque en su compromiso adquirido con la tierra de Beckett, con la literatura de Joyce y con el respeto a sus lectores, lo que se oye son los tañidos de la fragua, el repiqueteo de los golpes de los mazos maleando el acero y el crepitar húmedo de las tierras.
Y esa fue, sin duda, su mejor tarjeta de presentación.
Una primera novela cargada de pasión y amor por Irlanda, por la literatura y por la narración. Un texto notable (de 2005), tan notable como ya, me temo, que imposible de hallar en las librerías, ni en ningún sitio, gracias a las magníficas leyes del mercado y de la oferta y de la demanda literaria.
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