*Esta crítica apareció, originalmente, en el blog de pensamiento poético Verde Luna:
https://verdeluna2012.wordpress.com/2017/08/11/lazaro-poeta-se-sube-al-andamio-poesia-en-obras-de-emilio-j-ocampos/
Título:
Poesía en obras.
Autor: Emilio J. Ocampos.
Editorial: Lastura
Lázaro
poeta se sube al andamio: Poesía en Obras,
de Emilio J. Ocampos
Son
la seis en punto de la mañana y el poeta se despierta para acudir a su trabajo
en la obra. Así arranca el libro Poesía
en obras, de Emilio J. Ocampos, que nos trae la editorial Lastura. A estas alturas de quiebra de
lo poético, donde resulta tan complejo encontrarse algo que realmente sorprenda
y abandone el corsé de los lugares comunes, ya solo me emociono con aquellos
poemarios que de verdad puedan mostrarse originales y combativos, capaces de
cautivarme, de acaramelar mi paladar acorchado de sumiller de poesía en tiempos
de encefalograma plano.
Parece
que en Lastura se han dado cuenta de
esto de inmediato, y tras dejarme boquiabierto con el trabajo de Heberto de
Sysmo, ese La flor de la vida que
también fue reseñado aquí, en Verde Luna,
me encontré en el buzón de casa con la alegría de Poesía en obras. Cada vez es más complicado toparse con un poemario
que te sujete de las solapas y te agite, te abofetee y te despierte de nuevo
para el mundo lírico. Ocampos lo ha conseguido.
Es
Poesía en obras una queja, una
batalla entre dos mundos que parecen, hoy por hoy, imposibles de conciliar: la
sociedad de consumo con todas sus obligaciones, exigencias y convenciones, y el
mundo poético, con su ensoñación; y aquí radica el conflicto, la incapacidad por
parte de ese mundo poético de mostrarse rentable ante una situación, la actual,
que tan solo valora aquello que proporciona una riqueza material, nunca
espiritual. Ser poeta, en estos tiempos, es ser idiota.
El
poeta en la sociedad de consumo, en el seno del mundo moderno, insertado en la
competitividad de la cultura del éxito, es un mamarracho embebido en su
universo de lunático. Un tipo poco práctico, por no decir que un insensato. Un
irresponsable, vamos. Incluso, un egoísta que no se preocupa nada más que de
sus versos. Porque con esos versos nunca te concederán una hipoteca en el
banco, ni podrás realizar la compra en un supermercado, ni abonar los recibos
del gas y de la luz.
El
poeta necesita de un trabajo alimenticio
para saciar sus tripas, mientras el alma ya la tiene bien nutrida de versos.
Eso significa una tensión imposible de soportar para todos aquellos que hemos
luchado por compaginar el impulso de la creación artística con la jornada
laboral. Y fruto de ello aparece un continuado malestar, una amargura que se
nos derrama por la cabeza, que nos baja por los hombros como un manto de
nausea. Emilio J. Ocampos plasma en sus poemas el resultado de esa tirantez
entre dos mundos que colisionan, la perversidad que significa ponerse el mono
de trabajo sobre el vestido de poeta. Además del dolor de la percepción lírica
de una realidad venenosa —el dia a día en el trabajo— que bajo el prisma del
creador aparece doblemente hiriente.
Empecé
diciendo que el libro comienza con el poeta que se despierta a las seis de la
mañana para afrontar una nueva jornada de trabajo en la obra. De inmediato, se
desencadena el conflicto de intereses entre dos voces: una en cursiva, que
pertenece al poeta y que defenderá su visión del mundo, frente a la voz en
letra redonda, que representa a la sociedad, a las convenciones, a ese hacer lo correcto. A veces, ambas voces
pueden compaginarse en la cabeza del poeta, pero en otras ocasiones representan
a personas tales como el jefe de la obra. En cualquier caso, entablan un
dialogo enconado, de tintes teatrales, en donde funciona el agón para plasmar la tensión interior
del yo poético protagonista.
En
un curso que impartió hace unos años Fermín Cabal, dramaturgo, sostuvo la
teoría de que el agón era el
principio y final de toda obra teatral, que sin el agón no habría teatro. El agón —palabra griega— es la contienda, el desafío, la disputa,
el conflicto. Y todas las obras de teatro se estructuran en relaciones de agones entre sus personajes. Este
recurso del agón resalta la lucha de
las dos voces y teatraliza el poemario, dándole un relieve que lo lleva más
lejos de lo que alcanzaría un simple compendio de versos lastimeros que plasmaran
las quejas de un poeta. El agón es el
motor primordial de la obra y el deus ex
machina de esta Poesía en obras.
De
esta manera, puedo dividir los poemas del libro en dos grupos: los que
contienen el agón y los que no.
Obviamente, en aquellos que no se produce el diálogo entre el poeta (lo que querría hacer o lo que debería ser) y la voz de lo que tiene que hacer y lo que debe ser, todo el texto aparece en
cursiva. Así, a los recursos poéticos y líricos, se le han añadido unas marcas
de imprenta que también proporcionan información con echarle un simple vistazo
a las composiciones. Todo ello supeditado a una circularidad cuántica, dado que
este primer poema, 06:00, se engarza
con otro idéntico al final, lo que reactiva el poemario, devolviéndolo de nuevo
al inicio. Es, en lugar de una cortazariana Continuidad
de los parques, una continuidad poética, que se funde en un movimiento
continuo, un perpetuum mobile de
eterno retorno.
Pero
la lectura de este inicio encadenado a su final, permite otras
interpretaciones, y aquí se empieza a descubrir la riqueza y toda la complejidad
de este trabajo. La voz en letra redonda, ya en su primera intervención,
pronuncia una frase imperativa: “¡Levántate
y anda!”. Es sencillo asociar esta frase al momento de la resurrección de
Lázaro, y ello crea un horizonte de expectativas en el lector de las poesías
(¿hemos leído alguna vez un poemario que nos genere un horizonte de
expectativas o, simplemente, atendemos a la concatenación, más o menos acertada,
de poemas contemplados como pinceladas individuales?). En efecto, un horizonte
de expectativas casi narrativo, algo sorpresivo dentro de un poemario, porque
si el yo del poético está resucitando, eso significa que ha muerto. Y si ha
muerto para volver a levantarse cada mañana, es obvio que vamos a asistir a su
lenta destrucción a través de las horas que conforman la jornada laboral.
De
ese modo, el último poema, similar al primero, y viceversa, completan el ciclo
de resurrección-deterioro-muerte-resurrección que articula el poemario. Vivir
todas esas horas significa ir muriendo en todas esas horas, hasta agotar el día
y agotarnos con él. Y si la poesía es una defensa contra las ofensas de la
vida, la vida —pautada, laboral, sumisa— es una ofensa contra la poesía. Así,
empieza todo.
Y
todo, es lo que viene a continuación: los poemas se encabezan con la marca
horaria en la que se desarrolla el conflicto, pueden saltar de quince en quince
minutos, de media hora en media hora, o en horas completas, en una concepción,
de nuevo, cuántica del tiempo. Las acciones más sencillas y rituales de la
monótona jornada laboral, como desayunar, asearse o tomar café, después
almorzar a medio día, y volver a casa al caer la tarde, provocan un dolor intenso
a causa de la visión del yo poético, que percibe estas actividades con un
relieve particularmente hiriente debido a su peculiar percepción artística, tal
y como afirma en las 06:15: “Dentro de la cabeza tengo un yunque”.
Y
la cama que ha debido abandonar la percibe con un acusado componente fúnebre.
En efecto, la cama ha sido dadora de vida, lugar de sexo y alumbramiento, pero
desde la visión de ese despertarse cada mañana, es el abandono del ataúd del
resucitado, al que regresará como un cadáver al finalizar el día. Este es el primer poema sin agón, circunstancia que obedece a la
toma de conciencia de la voz protagonista de que, en cierto modo, es un muerto
en vida, una especie de zombi lírico.
A
las 06:30 es el momento de tomar el
café. Siempre he pensado que el café es la derrota inicial de la mañana. Hay
una canción de los Who sobre esta
puñalada que significa aceptar la taza de café como la primera claudicación
matinal aparejada a la condena de un día sacrificado a la jornada laboral. La
canción, titulada Cut My Hair,
pertenece al álbum Quadrophenia, y no
en vano, esta ópera rock indaga en el inconformismo juvenil a la hora de tener
que aceptar las convenciones de la sociedad biempensante: hay que empezar por
cortarse el pelo para poder tener un trabajo. Una vez que se tiene, lo demás
viene junto, incluido ese desayuno (en este caso inglés) que es el primer
amoniaco que tragar en una larga jornada de acíbares: “My fried egg makes me sick, first thing in the morning”, canta la
desgarrada voz de Roger Daltrey.
De
esa forma, el café es un símbolo de la sociedad capitalista, la bebida que
despeja la cabeza lo justo para afrontar los desprecios cotidianos, y a la vez,
permite reunir las fuerzas suficientes para ser sumiso: “El café es para los que no quieren soñar”, nos advierte el poema.
El ensueño, es algo que no tiene cabida en un mundo pautado para nuestra
desgracia. Es como ese personaje de Platonov, por cierto un autor de marcada
denuncia distópica, que fue expulsado de la fábrica por “pensar demasiado”.
No
es de extrañar, por tanto, que el yo protagonista elija tomarse un zumo de
naranja en el desayuno, algo que, debido a su carácter natural, puede sacudirle
el “olor a alquitrán (…) este olor a
ceniza, este olor a ciudad”. Estos aromas con los que despierta pegados al
cuerpo, y de los que quizás se desprenda con ese zumo, aunque volverá a
impregnarse de ellos en la obra, son también como la mirra y otros aceites con
los que se amortajaba a un cadáver en la época de Lázaro. Quizás, al resucitar,
Lázaro lo primero que percibió fueron los efluvios de su propia mortaja, como
en el poema se huele el alquitrán y la ceniza. El muerto que vuelve a la vida
laboral, un día más, se sacude de sus ungüentos.
A
las 6:45 empiezan a aparecer las
referencias al agua, que después se concretaran en un ansia de mar en el poema 06:50. El mar juega un papel importante
de redención en el poeta. Lo interpreta como la sublimación del anhelo de
libertad. El agua corre libremente y sin esfuerzo, el mar es un lugar asociado
al sueño. El poeta sueña con mares porque desearía encontrarse en otro lugar, y
puede escaparse, momentáneamente, gracias a la visión poética de la realidad.
En 07:15, se nos aclara el poder del
agua:
“he visto como el río no se parte
los huesos al bajar
cada cascada
cada roca
cada…”.
El
agua es, más que nunca, un agua de vida. Un referente en el poemario, algo
inalcanzable cuando se convierte en mar, alejado de la ciudad, que sin embargo
se puede recrear poéticamente. En 12:00,
el poeta afirma “que en lo alto de la
grúa hay dos gaviotas”, y que
“algunas veces,
y si estás en silencio
a partir de las doce
pasa un cangrejo”.
Y
el mar es la propia poesía. Esa poesía que insufla esperanzas, tal y como
refleja en los versos de 19:00:
“la tristeza que deja la montaña
tiene vistas al mar”.
Esta
asimilación del mar, no solo ya como la poesía, sino como el impulso poético en
donde se pueda encontrar una tregua, se manifiesta en 20:00:
“A donde vaya el mar
irá la música”.
A
las 07:00 estalla el meollo del
conflicto. Este es el poema central del texto. Ante la pregunta de los motivos
que han llevado al poeta hasta el andamio, la obra o el tajo, no se puede
proporcionar una respuesta convencional. Resultaría demoledor si contestara con
un he venido a trabajar. Significaría
aceptar la doma. Por tanto, es necesario reinventar el imperativo desde un
punto de vista poético. Acude al trabajo:
“porque el ladrillo no tendrá la vida,
porque el marfil e
todas nuestras torres
hizo que se olvidara al
elefante,
porque de noche a punta
de bolígrafo
nos dieron a elegir
entre la poesía
o la vida”.
La
acumulación de riquezas y el encastillamiento egoísta de la sociedad, han
llevado a una pérdida de la memoria de lo que nos hace humano. Eso significan
el mármol, el elefante y las torres mencionadas, y el poeta acude al trabajo
casi como si se tratara de un acto altruista, para devolver la memoria de la
humanidad al mundo. Evidentemente, su mensaje será en vano. Y puestos a elegir
entre la poesía o la vida, se ha elegido la vida.
Sin
embargo, abstraerse a la forma poética durante la jornada no es sencillo: “Hay tanto ruido que no encuentro el ritmo”,
nos confiesa al inicio de 07:30. Se
trata del ritmo para poetizar, que compite con los sonidos de la obra. En 08:00, el jefe le reprende con un “Aquí se viene a trabajar, ¿te enteras?”,
aunque también podría ser la voz de su propia conciencia advirtiéndole de que
tiene que dejar el alma de poeta fuera del trabajo. En 09:00 el poeta sentencia, a modo de consuelo o respuesta a este
conflicto: “al menos yo recuerdo cómo
huele el jazmín”, es decir, por mucho que se intente anular el espíritu
poético, siempre prevalecerá sobre la jornada laboral.
A
las 11:00 se produce una de las
grandes revelaciones del libro, quizás el origen de todos los problemas, y no
la lleva a cabo la voz poética, sino que en letra redonda se formula la máxima:
“Hoy en día la gente//prefiere el cartón
piedra a la escayola”. Esta reflexión pone de manifiesto toda una quiebra
de valores, la crisis completa de un sistema; aparentar una posición, conseguir
la satisfacción inmediata, el consumismo, ese lo quiero ahora y lo quiero ya, la incultura de la cultura del
éxito, representada en el cartón piedra y contrapuesta a la escayola: ese
conjunto de humanidades que ya sólo son un pálido ornamento al que nadie presta
atención. Un estilo de vida que se extingue para dejar paso a una estructura
mentirosa. Y producto de ello es la ceguera de los sentidos —“yo no veo nada”, afirma la voz en letra
redonda—, el eclipse de todo el sistema, incapaz de percibir los delicados
aspectos de la vida que están ahí pero de los que solo se percata el poeta: “se puede ver la arena entre los dedos”,
en 12:00. Esa arena es el hallazgo
lírico. La propia poesía.
Una
poesía que, a causa de la ceguera espiritual, el sistema moderno no comprende,
y además la ve inútil. La voz en letra redonda lo deja bien claro: “A mí la poesía no me gusta porque es que no
la entiendo”, en 13:00. Y en 14:00, la hora de comer, cuando “el mundo se detiene en un mantel”, es el
momento de la toma de conciencia de la necesidad de sostener un trabajo para
subsistir ante la improductividad de la poesía:
“Y yo,
Yo que creía
que los buenos poetas
se alimentaban
de alpiste”.
Después
de comer llega el inevitable retorno al trabajo. Esa vuelta al tajo es una
especie de deconstrucción del cuento de La Cenicienta, puesto que el poeta
afirma en 15:00:
“no he perdido un zapato de cristal
y tengo
que volver al trabajo”.
Ya
se intuye el final de la jornada laboral, con la perspectiva del desenlace
funesto:
“Los que estamos muriendo
sabemos que vivir
es cuestión de unas
horas”.
De
esta forma, llegamos a 17:00.
Mediante una pregunta acerca de la suposición de que el mundo estaba bien
hecho, el poeta responde con que no lo entiende. Al imaginario poético que
enumera: “la mirada de un perro”, “pasear por el parque porque hace frío”,
“el mar cuando se está durmiendo”, se
le contrapone una serie de elementos que resultan incomprensibles desde la
visión de la poesía: “el cemento”, la
“obra”, los nacionalismos, el
maltrato animal… Colisionan aquí dos compresiones muy distintas del mundo. El
mundo en general se enfrenta al mundo poético. Y no sólo percuten uno contra el
otro: ambos son incapaces de entenderse.
Quizás,
semejante incomunicación, la imposibilidad de que ambos mundos puedan
conectarse de alguna manera, por mínima que sea, queda reflejada en 18:00. La voz de la conciencia, tal vez
por boca del jefe, manifiesta su previsión pensando en un futuro asegurado para
el poeta, al que se le sugiere que el día que sepa bien el oficio podrá ponerse
por su cuenta. Esta seguridad, la inversión en seguridad para los tiempos
venideros, es algo incomprensible para quien hace poesía. Porque la poesía es
un dolor interno que necesita ser alimentado, que no entiende de pasados ni de
futuros. Solo del presente, cuando demanda su tributo:
“Tengo un dolor
que espantaría de la
plaza a las palomas,
Tengo un dolor que huele,
que duele
si no se riega.
Tengo un dolor,
un dolor que se muere
de ganas de vivir”.
Ese
dolor es la poesía. Algo por lo que nadie “estaría
dispuesto a pagar”.
El
poeta retorna a casa tras la jornada laboral. Se ha teñido de negro, el negro
fúnebre, que derrota al azul de la poesía. Azul, evidentemente, como un color
aparejado a los poetas desde la época modernista de Darío:
“—La pena que nos
mancha
No la limpiará el
verde.
No la limpió el azul
Cuando éramos poetas”.
(En
21:00).
El
poeta ha retornado cadáver a casa. Le resta cenar y volver a meterse en su
ataúd. Es el zombi lírico; todo su impulso lírico revuelto contra él, algo que
reflejan los colores, alegres, unidos a los adjetivos que producen el dolor.
Los colores, ahora, hieren: “El naranja
ahoga”, “el verde enferma”, “el añil pudre”…
Poeta
albañil, retorna a tu cama. Ha terminado la jornada. Y, en efecto, en la cama
se acuesta un poeta aniquilado, pero poeta, al fin y al cabo. Con todo el
esqueleto dolorido por el día en el andamio, en la obra, los huesos le duelen a
rabiar. Sin embargo, esos huesos son “los
huesos de poeta” (en 22:00). Por
mucho que le hayan aniquilado durante el día, el impulso lírico se sigue
guardando en lo más profundo, en el mismo tuétano: la esencia de poeta.
El
reloj corre por la noche, se suceden las horas… y se vuelve a despertar en 06:00, con el mismo poema que al inicio
del libro. Se concreta, así, el cierre circular, la resurrección, y el nuevo
comienzo. Asistimos a cómo el Lázaro poeta se sube al andamio. Otra vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario