miércoles, 16 de agosto de 2017

Poesía en obras-Emilio J. Ocampos



*Esta crítica apareció, originalmente, en el blog de pensamiento poético Verde Luna:

https://verdeluna2012.wordpress.com/2017/08/11/lazaro-poeta-se-sube-al-andamio-poesia-en-obras-de-emilio-j-ocampos/

Título: Poesía en obras.
            Autor: Emilio J. Ocampos.
            Editorial: Lastura


Lázaro poeta se sube al andamio: Poesía en Obras, de Emilio J. Ocampos


Son la seis en punto de la mañana y el poeta se despierta para acudir a su trabajo en la obra. Así arranca el libro Poesía en obras, de Emilio J. Ocampos, que nos trae la editorial Lastura. A estas alturas de quiebra de lo poético, donde resulta tan complejo encontrarse algo que realmente sorprenda y abandone el corsé de los lugares comunes, ya solo me emociono con aquellos poemarios que de verdad puedan mostrarse originales y combativos, capaces de cautivarme, de acaramelar mi paladar acorchado de sumiller de poesía en tiempos de encefalograma plano.
Parece que en Lastura se han dado cuenta de esto de inmediato, y tras dejarme boquiabierto con el trabajo de Heberto de Sysmo, ese La flor de la vida que también fue reseñado aquí, en Verde Luna, me encontré en el buzón de casa con la alegría de Poesía en obras. Cada vez es más complicado toparse con un poemario que te sujete de las solapas y te agite, te abofetee y te despierte de nuevo para el mundo lírico. Ocampos lo ha conseguido.
Es Poesía en obras una queja, una batalla entre dos mundos que parecen, hoy por hoy, imposibles de conciliar: la sociedad de consumo con todas sus obligaciones, exigencias y convenciones, y el mundo poético, con su ensoñación; y aquí radica el conflicto, la incapacidad por parte de ese mundo poético de mostrarse rentable ante una situación, la actual, que tan solo valora aquello que proporciona una riqueza material, nunca espiritual. Ser poeta, en estos tiempos, es ser idiota.
El poeta en la sociedad de consumo, en el seno del mundo moderno, insertado en la competitividad de la cultura del éxito, es un mamarracho embebido en su universo de lunático. Un tipo poco práctico, por no decir que un insensato. Un irresponsable, vamos. Incluso, un egoísta que no se preocupa nada más que de sus versos. Porque con esos versos nunca te concederán una hipoteca en el banco, ni podrás realizar la compra en un supermercado, ni abonar los recibos del gas y de la luz.
El poeta necesita de un trabajo alimenticio para saciar sus tripas, mientras el alma ya la tiene bien nutrida de versos. Eso significa una tensión imposible de soportar para todos aquellos que hemos luchado por compaginar el impulso de la creación artística con la jornada laboral. Y fruto de ello aparece un continuado malestar, una amargura que se nos derrama por la cabeza, que nos baja por los hombros como un manto de nausea. Emilio J. Ocampos plasma en sus poemas el resultado de esa tirantez entre dos mundos que colisionan, la perversidad que significa ponerse el mono de trabajo sobre el vestido de poeta. Además del dolor de la percepción lírica de una realidad venenosa —el dia a día en el trabajo— que bajo el prisma del creador aparece doblemente hiriente.
Empecé diciendo que el libro comienza con el poeta que se despierta a las seis de la mañana para afrontar una nueva jornada de trabajo en la obra. De inmediato, se desencadena el conflicto de intereses entre dos voces: una en cursiva, que pertenece al poeta y que defenderá su visión del mundo, frente a la voz en letra redonda, que representa a la sociedad, a las convenciones, a ese hacer lo correcto. A veces, ambas voces pueden compaginarse en la cabeza del poeta, pero en otras ocasiones representan a personas tales como el jefe de la obra. En cualquier caso, entablan un dialogo enconado, de tintes teatrales, en donde funciona el agón para plasmar la tensión interior del yo poético protagonista.
En un curso que impartió hace unos años Fermín Cabal, dramaturgo, sostuvo la teoría de que el agón era el principio y final de toda obra teatral, que sin el agón no habría teatro. El agón —palabra griega— es la contienda, el desafío, la disputa, el conflicto. Y todas las obras de teatro se estructuran en relaciones de agones entre sus personajes. Este recurso del agón resalta la lucha de las dos voces y teatraliza el poemario, dándole un relieve que lo lleva más lejos de lo que alcanzaría un simple compendio de versos lastimeros que plasmaran las quejas de un poeta. El agón es el motor primordial de la obra y el deus ex machina de esta Poesía en obras.
De esta manera, puedo dividir los poemas del libro en dos grupos: los que contienen el agón y los que no. Obviamente, en aquellos que no se produce el diálogo entre el poeta (lo que querría hacer o lo que debería ser) y la voz de lo que tiene que hacer y lo que debe ser, todo el texto aparece en cursiva. Así, a los recursos poéticos y líricos, se le han añadido unas marcas de imprenta que también proporcionan información con echarle un simple vistazo a las composiciones. Todo ello supeditado a una circularidad cuántica, dado que este primer poema, 06:00, se engarza con otro idéntico al final, lo que reactiva el poemario, devolviéndolo de nuevo al inicio. Es, en lugar de una cortazariana Continuidad de los parques, una continuidad poética, que se funde en un movimiento continuo, un perpetuum mobile de eterno retorno.
Pero la lectura de este inicio encadenado a su final, permite otras interpretaciones, y aquí se empieza a descubrir la riqueza y toda la complejidad de este trabajo. La voz en letra redonda, ya en su primera intervención, pronuncia una frase imperativa: “¡Levántate y anda!”. Es sencillo asociar esta frase al momento de la resurrección de Lázaro, y ello crea un horizonte de expectativas en el lector de las poesías (¿hemos leído alguna vez un poemario que nos genere un horizonte de expectativas o, simplemente, atendemos a la concatenación, más o menos acertada, de poemas contemplados como pinceladas individuales?). En efecto, un horizonte de expectativas casi narrativo, algo sorpresivo dentro de un poemario, porque si el yo del poético está resucitando, eso significa que ha muerto. Y si ha muerto para volver a levantarse cada mañana, es obvio que vamos a asistir a su lenta destrucción a través de las horas que conforman la jornada laboral.
De ese modo, el último poema, similar al primero, y viceversa, completan el ciclo de resurrección-deterioro-muerte-resurrección que articula el poemario. Vivir todas esas horas significa ir muriendo en todas esas horas, hasta agotar el día y agotarnos con él. Y si la poesía es una defensa contra las ofensas de la vida, la vida —pautada, laboral, sumisa— es una ofensa contra la poesía. Así, empieza todo.
Y todo, es lo que viene a continuación: los poemas se encabezan con la marca horaria en la que se desarrolla el conflicto, pueden saltar de quince en quince minutos, de media hora en media hora, o en horas completas, en una concepción, de nuevo, cuántica del tiempo. Las acciones más sencillas y rituales de la monótona jornada laboral, como desayunar, asearse o tomar café, después almorzar a medio día, y volver a casa al caer la tarde, provocan un dolor intenso a causa de la visión del yo poético, que percibe estas actividades con un relieve particularmente hiriente debido a su peculiar percepción artística, tal y como afirma en las 06:15: “Dentro de la cabeza tengo un yunque”. 
Y la cama que ha debido abandonar la percibe con un acusado componente fúnebre. En efecto, la cama ha sido dadora de vida, lugar de sexo y alumbramiento, pero desde la visión de ese despertarse cada mañana, es el abandono del ataúd del resucitado, al que regresará como un cadáver al finalizar el día.  Este es el primer poema sin agón, circunstancia que obedece a la toma de conciencia de la voz protagonista de que, en cierto modo, es un muerto en vida, una especie de zombi lírico.
A las 06:30 es el momento de tomar el café. Siempre he pensado que el café es la derrota inicial de la mañana. Hay una canción de los Who sobre esta puñalada que significa aceptar la taza de café como la primera claudicación matinal aparejada a la condena de un día sacrificado a la jornada laboral. La canción, titulada Cut My Hair, pertenece al álbum Quadrophenia, y no en vano, esta ópera rock indaga en el inconformismo juvenil a la hora de tener que aceptar las convenciones de la sociedad biempensante: hay que empezar por cortarse el pelo para poder tener un trabajo. Una vez que se tiene, lo demás viene junto, incluido ese desayuno (en este caso inglés) que es el primer amoniaco que tragar en una larga jornada de acíbares: “My fried egg makes me sick, first thing in the morning”, canta la desgarrada voz de Roger Daltrey.
De esa forma, el café es un símbolo de la sociedad capitalista, la bebida que despeja la cabeza lo justo para afrontar los desprecios cotidianos, y a la vez, permite reunir las fuerzas suficientes para ser sumiso: “El café es para los que no quieren soñar”, nos advierte el poema. El ensueño, es algo que no tiene cabida en un mundo pautado para nuestra desgracia. Es como ese personaje de Platonov, por cierto un autor de marcada denuncia distópica, que fue expulsado de la fábrica por “pensar demasiado”.
No es de extrañar, por tanto, que el yo protagonista elija tomarse un zumo de naranja en el desayuno, algo que, debido a su carácter natural, puede sacudirle el “olor a alquitrán (…) este olor a ceniza, este olor a ciudad”. Estos aromas con los que despierta pegados al cuerpo, y de los que quizás se desprenda con ese zumo, aunque volverá a impregnarse de ellos en la obra, son también como la mirra y otros aceites con los que se amortajaba a un cadáver en la época de Lázaro. Quizás, al resucitar, Lázaro lo primero que percibió fueron los efluvios de su propia mortaja, como en el poema se huele el alquitrán y la ceniza. El muerto que vuelve a la vida laboral, un día más, se sacude de sus ungüentos.
A las 6:45 empiezan a aparecer las referencias al agua, que después se concretaran en un ansia de mar en el poema 06:50. El mar juega un papel importante de redención en el poeta. Lo interpreta como la sublimación del anhelo de libertad. El agua corre libremente y sin esfuerzo, el mar es un lugar asociado al sueño. El poeta sueña con mares porque desearía encontrarse en otro lugar, y puede escaparse, momentáneamente, gracias a la visión poética de la realidad. En 07:15, se nos aclara el poder del agua:

he visto como el río no se parte
los huesos al bajar
cada cascada
                        cada roca
                                      cada…”.

El agua es, más que nunca, un agua de vida. Un referente en el poemario, algo inalcanzable cuando se convierte en mar, alejado de la ciudad, que sin embargo se puede recrear poéticamente. En 12:00, el poeta afirma “que en lo alto de la grúa hay dos gaviotas”, y que

algunas veces,
y si estás en silencio
a partir de las doce
pasa un cangrejo”.

Y el mar es la propia poesía. Esa poesía que insufla esperanzas, tal y como refleja en los versos de 19:00:

la tristeza que deja la montaña
tiene vistas al mar”.

Esta asimilación del mar, no solo ya como la poesía, sino como el impulso poético en donde se pueda encontrar una tregua, se manifiesta en 20:00:

A donde vaya el mar
irá la música”.

A las 07:00 estalla el meollo del conflicto. Este es el poema central del texto. Ante la pregunta de los motivos que han llevado al poeta hasta el andamio, la obra o el tajo, no se puede proporcionar una respuesta convencional. Resultaría demoledor si contestara con un he venido a trabajar. Significaría aceptar la doma. Por tanto, es necesario reinventar el imperativo desde un punto de vista poético. Acude al trabajo:

porque el ladrillo no tendrá la vida,
porque el marfil e todas nuestras torres
hizo que se olvidara al elefante,
porque de noche a punta de bolígrafo
nos dieron a elegir
entre la poesía
                        o la vida”.

La acumulación de riquezas y el encastillamiento egoísta de la sociedad, han llevado a una pérdida de la memoria de lo que nos hace humano. Eso significan el mármol, el elefante y las torres mencionadas, y el poeta acude al trabajo casi como si se tratara de un acto altruista, para devolver la memoria de la humanidad al mundo. Evidentemente, su mensaje será en vano. Y puestos a elegir entre la poesía o la vida, se ha elegido la vida.
Sin embargo, abstraerse a la forma poética durante la jornada no es sencillo: “Hay tanto ruido que no encuentro el ritmo”, nos confiesa al inicio de 07:30. Se trata del ritmo para poetizar, que compite con los sonidos de la obra. En 08:00, el jefe le reprende con un “Aquí se viene a trabajar, ¿te enteras?”, aunque también podría ser la voz de su propia conciencia advirtiéndole de que tiene que dejar el alma de poeta fuera del trabajo. En 09:00 el poeta sentencia, a modo de consuelo o respuesta a este conflicto: “al menos yo recuerdo cómo huele el jazmín”, es decir, por mucho que se intente anular el espíritu poético, siempre prevalecerá sobre la jornada laboral.
A las 11:00 se produce una de las grandes revelaciones del libro, quizás el origen de todos los problemas, y no la lleva a cabo la voz poética, sino que en letra redonda se formula la máxima: “Hoy en día la gente//prefiere el cartón piedra a la escayola”. Esta reflexión pone de manifiesto toda una quiebra de valores, la crisis completa de un sistema; aparentar una posición, conseguir la satisfacción inmediata, el consumismo, ese lo quiero ahora y lo quiero ya, la incultura de la cultura del éxito, representada en el cartón piedra y contrapuesta a la escayola: ese conjunto de humanidades que ya sólo son un pálido ornamento al que nadie presta atención. Un estilo de vida que se extingue para dejar paso a una estructura mentirosa. Y producto de ello es la ceguera de los sentidos —“yo no veo nada”, afirma la voz en letra redonda—, el eclipse de todo el sistema, incapaz de percibir los delicados aspectos de la vida que están ahí pero de los que solo se percata el poeta: “se puede ver la arena entre los dedos”, en 12:00. Esa arena es el hallazgo lírico. La propia poesía.
Una poesía que, a causa de la ceguera espiritual, el sistema moderno no comprende, y además la ve inútil. La voz en letra redonda lo deja bien claro: “A mí la poesía no me gusta porque es que no la entiendo”, en 13:00. Y en 14:00, la hora de comer, cuando “el mundo se detiene en un mantel”, es el momento de la toma de conciencia de la necesidad de sostener un trabajo para subsistir ante la improductividad de la poesía:

Y yo,
            Yo que creía
que los buenos poetas
se alimentaban
de alpiste”.

Después de comer llega el inevitable retorno al trabajo. Esa vuelta al tajo es una especie de deconstrucción del cuento de La Cenicienta, puesto que el poeta afirma en 15:00:

no he perdido un zapato de cristal
y tengo
que volver al trabajo”.

Ya se intuye el final de la jornada laboral, con la perspectiva del desenlace funesto:

Los que estamos muriendo
sabemos que vivir
es cuestión de unas horas”.

De esta forma, llegamos a 17:00. Mediante una pregunta acerca de la suposición de que el mundo estaba bien hecho, el poeta responde con que no lo entiende. Al imaginario poético que enumera: “la mirada de un perro”, “pasear por el parque porque hace frío”, “el mar cuando se está durmiendo”, se le contrapone una serie de elementos que resultan incomprensibles desde la visión de la poesía: “el cemento”, la “obra”, los nacionalismos, el maltrato animal… Colisionan aquí dos compresiones muy distintas del mundo. El mundo en general se enfrenta al mundo poético. Y no sólo percuten uno contra el otro: ambos son incapaces de entenderse.
Quizás, semejante incomunicación, la imposibilidad de que ambos mundos puedan conectarse de alguna manera, por mínima que sea, queda reflejada en 18:00. La voz de la conciencia, tal vez por boca del jefe, manifiesta su previsión pensando en un futuro asegurado para el poeta, al que se le sugiere que el día que sepa bien el oficio podrá ponerse por su cuenta. Esta seguridad, la inversión en seguridad para los tiempos venideros, es algo incomprensible para quien hace poesía. Porque la poesía es un dolor interno que necesita ser alimentado, que no entiende de pasados ni de futuros. Solo del presente, cuando demanda su tributo:

Tengo un dolor
que espantaría de la plaza a las palomas,
Tengo un dolor que huele,
que duele
si no se riega.

Tengo un dolor,
un dolor que se muere
de ganas de vivir”.

Ese dolor es la poesía. Algo por lo que nadie “estaría dispuesto a pagar”.
El poeta retorna a casa tras la jornada laboral. Se ha teñido de negro, el negro fúnebre, que derrota al azul de la poesía. Azul, evidentemente, como un color aparejado a los poetas desde la época modernista de Darío:

“—La pena que nos mancha
No la limpiará el verde.
No la limpió el azul
Cuando éramos poetas”.
(En 21:00).

El poeta ha retornado cadáver a casa. Le resta cenar y volver a meterse en su ataúd. Es el zombi lírico; todo su impulso lírico revuelto contra él, algo que reflejan los colores, alegres, unidos a los adjetivos que producen el dolor. Los colores, ahora, hieren: “El naranja ahoga”, “el verde enferma”, “el añil pudre”…
Poeta albañil, retorna a tu cama. Ha terminado la jornada. Y, en efecto, en la cama se acuesta un poeta aniquilado, pero poeta, al fin y al cabo. Con todo el esqueleto dolorido por el día en el andamio, en la obra, los huesos le duelen a rabiar. Sin embargo, esos huesos son “los huesos de poeta” (en 22:00). Por mucho que le hayan aniquilado durante el día, el impulso lírico se sigue guardando en lo más profundo, en el mismo tuétano: la esencia de poeta.

El reloj corre por la noche, se suceden las horas… y se vuelve a despertar en 06:00, con el mismo poema que al inicio del libro. Se concreta, así, el cierre circular, la resurrección, y el nuevo comienzo. Asistimos a cómo el Lázaro poeta se sube al andamio. Otra vez.

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