*Esta crítica apareció en el sitio achtungmag.com:
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Hijos
la Stasi,
de David Young: novela negra de lograda clave histórica
Hijos
de la Stasi (HarperColins
Ibérica) es una novela de género
negro escrita por David Young.
La obra ganó el prestigioso premio CWA Historical Dagger en 2016, galardón que otorga la British Crime Writer´s Associaton a la mejor novela negra “histórica”. Con
mucho bueno, especialmente en el terreno de la ambientación en la Alemania del Telón de Acero, el trabajo
de Young también está aquejado de
algunos de los males generales que presenta la novela negra actual, pero el conjunto es el de una lectura positiva.
Tal
y cómo nos informa el autor en una explicativa nota final, alrededor del seis por ciento de los colaboradores de
la Stasi —el Ministerio para la Seguridad del Estado en la RDA— eran menores de 18 años.
El número total de informantes, es decir, chivatos, delatores, vigilantes de
sus vecinos, denunciantes de sus propios padres o hermanos, también cotillas o,
simplemente, miserables en manos del devenir de la Historia, el miedo, los
chantajes y las presiones, era de 173
mil. Prácticamente, cada persona tenía su pareja, su equivalente que lo
espiaba. Me viene a la cabeza Es cuento largo, la novela de Günter Grass, un retrato agotador del
informador pegado a su presa.
Todo
en el discurso de Young nos hace
entender que uno de los objetivos de este Hijos de la Stasi es, en efecto,
denunciar esos métodos de reclutamiento y espionaje llevados a cabo por el
Gobierno de la RDA, que incluso extorsionaba
a los más jóvenes, lo que convierte el asunto en más infame aún, si cabe. Sin
embargo, me da la sensación de que el intento reivindicativo queda en eso, sólo
en intento, o que tiene mucha más carga utilitaria que otra cosa. Porque
inmerso en una buena narración, por momentos brillante y con nervio, y en una
trama algo tramposa pero muy efectiva, la presunta denuncia con la que el autor
busca cargar la novela, se diluye.
Y
el asunto no es nuevo, ni privativo de la RDA.
A la cabeza me viene el caso de Pável
Mozorov, mártir de la Unión
Soviética porque con tan sólo 13 años de edad se le ocurrió denunciar a su
padre a la Policía Política de Stalin
por alta traición al Estado. El asunto terminó con la ejecución del progenitor.
La familia, conmocionada, se vengó en el joven, al que asesinó. Una historia
sobre la que pesa el yunque de la duda, la prostitución propagandística con la
que fue empleada por el aparato del estalinismo, y la eterna duda de si fue
verdadera, falsa, o completamente diferente. En cualquier caso, demuestra que las
prácticas de vigilancia llevadas a cabo por menores no eran algo nuevo en la RDA, sino una forma de operar muy común
en cualquiera de las policías comunistas. En la Rumania de Ceaucescu,
las escuelas especiales de reclutamiento y formación de agentes crueles y
despiadados se nutrieron con gran parte de los huérfanos producto del terremoto
de 1977. Resultaron ser los más leales al Conducator,
los más implacables y sanguinarios de todos.
Pero
Young aún pretende destacar otra
denuncia emergente de su texto. Como él mismo aclara en la nota a la que me
refería más arriba, grandes empresas como IKEA
utilizaron para el embalaje y procesamiento de sus productos la mano de obra de
prisioneros políticos de la RDA durante
los años 70 y 80. Parece ser que un informe de una auditoría confirmó, hace
relativamente poco, que la empresa sueca estaba al corriente de la infamia, lo
que llevó al director general de la casa de muebles en Alemania a pedir perdón de forma pública. Una circunstancia que
recuerda a otros escándalos, como los de IBM,
Porsche, Kodak, la General Motors
o Siemens, que se aprovecharon de mano de obra esclava utilizando los
prisioneros judíos del Reich de Hitler.
En
cualquier caso, los reclutamientos de menores y el empleo de prisioneros
políticos, dos reivindicaciones legítimas, quedan diluidas en la narración de Young. Al lector le da la sensación de
que, estos motores ideológicos de la historia, se pierden, o han sido traídos
de los pelos. Porque la novela es mucho más que eso, y su autor le hace un
flaco favor con su nota final, o eso creo, centrando el foco en estos asuntos.
La
narración de David Young es sólida,
bien construida, perfectamente ensamblada y, durante tres cuartas partes del
texto, ordenada y brillante. Un ejercicio luminoso de novela negra, soportada en una ambientación de cinco estrellas y
con algunos personajes magníficamente fraguados que alcanzan más allá del
estereotipo de buenos y malos, algo tan característico del género, y al que no
escapan otros actantes de Hijos de la Stasi. Afortunadamente, Young ha entendido bien cuál es su
punto fuerte, y de este tipo de personajes hay más que de los planos y
utilitariamente maniqueos. El autor se esfuerza por pintar unas líneas muy difuminadas
en los actores claves de la novela, con unos límites borrosos que los vuelven
terriblemente atractivos.
Luego,
está el asunto de la maraña de la trama, en donde se nos van proporcionando
algunas pistas, como una forma de aumentar la intriga, que nunca se resolverán.
No digo que esto no se deba hacer, es un recurso lícito, pero a mí no me
agrada. Siguiendo la teoría del clavo de
Chejov —eso que sostuvo de que si un clavo aparece en una narración es
porque el personaje, al final, debe colgarse de él, es decir, que todo lo
consignado en el texto debe obedecer a un motivo narrativo—, en la novela negra soy de la opinión de que
todos los hallazgos o pistas necesitan de una aclaración posterior o, de lo
contrario, no deben existir. El libro de Young
cuenta con dos o tres engaños relacionados con este asunto. Aumentan el
misterio, ayudan al clímax en un momento determinado, desde luego, pero después
decepcionan un poco al lector, al no hallar en el texto una explicación
convincente a los enigmas.
Lo
que salta a la vista, y está bien claro, es que la novela ha sido merecedora de
un premio relacionado con la escena histórica,
y en eso, el libro es más que notable. El trabajo de ambientación de la
narración en el Berlín de la RDA no es algo sencillo, y Young lo resuelve con precisión y
realismo. De hecho, esta novela negra
se diferencia de otras novelas negras en eso, en el montaje de un entramado, de
una escenografía que aquí es más propia de una novela histórica.
Por
ello, y el mensaje lo hago extensivo a todas las editoriales en general, hay
que cuidar un poco más los paratextos.
En la nota de contraportada se insiste en la correspondencia del libro con la
película La vida de los otros, y eso le hace un flaco favor a la novela,
y por supuesto al lector, a quien predispone para encontrarse con algo que
luego no será así en absoluto. Ambas obras, la novela y la película, tienen en
común la RDA. Aquí se terminan las
coincidencias.
Y
lo mismo sucede con ese insistente martilleo acerca de que la novela de Young nos recuerda a Philip Kerr. Entiendo que la referencia
anunciada deberán ser las novelas del detective Bernie Gunther, pero salvo la coincidencia de escenarios y tiempo
político (y eso no ocurre nada más que en alguna de las novelas de Kerr) el libro se aleja de su estilo.
Una recomendación a los lectores: obvien los paratextos, o tengan la seguridad de que están escritos por
personas que o no han leído la novela que recomiendan, o que no han entendido
nada.
Hijos
de la Stasi es una novela negra con hechuras, una narración que va mucho más allá de
la novela de entretenimiento, de la novela de aeropuerto o piscina en la que se
suelen convertir este tipo de libros. Trepidante de principio a fin, se
resiente en su parte final porque desmenuza su orden y método en un desenlace
apresurado y predecible; tal vez demasiado embarullado, pero que como gran
virtud nos deja un amargor inquietante al ofrecernos un cierre pesimista,
oscuro, y que salva del posible desastre al desaliño, impropio del ejercicio
narrativo que Young nos había
ofrecido antes.
Porque,
tal y como están los tiempos literarios, dado el cariz enfermizo del momento
narrativo, el acto de no cerrar un libro con un enfado monumental y con la
sensación de que nos han tomado el pelo y hemos dilapidado nuestro valioso
tiempo, ya es motivo por el cual debemos
contentarnos: al menos por ahora, y hasta que las cosas cambien y pongan en
su sitio los libros de farsantes, los de presentadores de telediario metidos a literatos
catódicos o los de famosillos cocainómanos con fiebres narrativas —un lugar en
los vertederos o, si no quieren que sea tan duro, en uno de esos bonitos puntos
verdes de reciclaje—.
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