*Este artículo apareció en achtungmag.com:
Francisco Martorell Campos y Soñar de otro modo: se necesitan nuevas utopías
Hace poco, de entre los libros que nos llegan a la redacción de Achtung!, recibimos Soñar de otro modo, con el subtítulo Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla, de Francisco Martorell Campos, y editado por La Caja Books. De inmediato, llamó nuestra atención, y más en concreto la mía, atento como estoy siempre a libros que hablen, analicen o traten las utopías y las distopías. No me falló el olfato: la lectura ha sido formidable, y por eso os lo traigo hoy a este Odradek de los viernes. Porque en El Odradek solo nos alimentamos de lo exquisito, y este libro lo es.
Vaya por delante que el libro de Francisco Martorell es un estudio filosófico, también sociológico, del concepto de utopía —aparejado indisolublemente al de distopía— a lo largo del tiempo, basándose en infinidad de distopías literarias (muchas de las que no había oído hablar jamás), pero también centrándose en las opiniones y ensayos de ilustres pensadores como Zygmunt Bauman o el politólogo Francis Fukuyama.
Este repaso filosófico y social de la utopía no se olvida de los clásicos, como Hegel, Hobbes o positivistas al estilo de Saint-Simon o Comte. Además, por las páginas del libro desfila una pléyade de autores de ciencia ficción, que tocan todo tipo de géneros: ciber punk, ciencia ficción espacial, transhumanismo… y los siempre clásicos Huxley, Bradbury y Orwell.
Francisco Martorell Campos, autor de Soñar de otro modo. |
De esta manera, Martorell Campos va tejiendo una serie de reflexiones que, además, dejan un enorme poso en el lector, que acaba algo inquieto, por no afirmar que directamente indignado y asustado ante el peso de los razonamientos que se contienen en el libro, en especial con relación a los momentos que vivimos actualmente.
Francis Fukuyama se lo piensa… y en efecto, el panorama es como para pensárselo |
En Achtung! somos muy amigos de las utopías y de las distopías, que hemos tratado en numerosos artículos. Aquí os dejo enlaces a algunos de ellos:
Partamos de una terrible afirmación: el hombre del siglo XXI, ese que parece que todo lo ha superado y/o eliminado, sigue teniendo la necesidad de, en última instancia, creer en algo, y ese algo lo ha extraviado, o se lo han arrebatado. Ese flotador, salvavidas, o tabla del Titanic en donde cabemos muchos, pero en donde al final solo se salva uno, son las utopías. Los pensamiento utópicos como bálsamo para afrontar la inmediata realidad del aquí y el ahora, tan cruel.
Pues bien, es esta utopía la que hemos perdido. La utopía en su forma clásica, desde luego, pero es que nos la han sustituido por sucedáneos que, lejos de darnos alguna esperanza, lo que hacen es perpetuar el sistema que nos acogota. Por tanto, y esto se desprende de la lectura del libro, podríamos decir que ahora mismo vivimos una situación distópica que solo revertiremos creando nuevas utopías adaptadas a estos tiempos tan particulares.
La principal premisa, nos encontramos ubicados en una distopía y no nos damos cuenta, o no hacemos nada por revertir la situación, tiene su origen en TINA. TINA no es un sistema informático que adquiere conciencia de sí mismo (al estilo de HAL 9000 en la distopía espacial de Arthur C. Clarke, o como Skynet en Terminator), se trata del acrónimo inglés de “There is no alternative”, un “no hay alternativa” que encarnó el despiadado gobierno de Margaret Thatcher en el Reino Unido.
¿Por qué os voy a engañar una vez si puedo hacerlo tres veces? Margaret Thatcher y su neo liberalismo letal. |
La Premier respondía con esa frase cada vez que criticaban sus medidas terribles, esas que abrían más y más honda la brecha que separaba a los ricos de los pobres, con un neo liberalismo peligroso y sibilino que, como nos explica Martorell Campos, fue adoptado por Pinochet y Reagan y, después, por otros muchos dirigentes.
Nosotros, ciudadanos del ahora, hemos admitido ese TINA, un “es lo que hay”, que de inmediato levanta exclusas a la hora de poder pensar en otras soluciones y avances ante los problemas cotidianos. Nos hemos convertido en seres resignados, y en ese proceso, hemos abandonado las utopías.
El libro parte, por tanto, de esta crisis de la utopía, afectados por una utopofobia que nos lleva directamente al laberinto lineal del pensamiento único. TINA por aquí, TINA por allá, un “son lentejas”, eso que tantas veces hemos escuchado, por ejemplo, en el trabajo ante situaciones abusivas o, simplemente, de una injusticia y una desfachatez intolerables. Para afrontar esta situación ya no nos sirven las ideas utópicas pasadas:
“las utopías de antaño fueron vitales para el progreso, pero ya no nos sirven (…) De ahí que reactivar el impulso de mejorar la sociedad dependa de la creación de utopías nuevas, a la altura de nuestras ambiciones y particularidades”.
Entonces, estamos de acuerdo: la utopía es un vehículo de progreso, pero actualmente, engañados por el sistema, creemos que viajamos hacia el utópico Estado de Bienestar, muchos ilusos —fundamentalmente políticos en el poder— afirman que ya estamos en él, pero realmente habitamos una distopía que cada vez se aleja de esa utopía del buen gobierno y la sociedad perfecta.
Tomás Moro y la Nueva Atlántida de Bacon: con ellos empezó todo:
Como ya ha afirmado Martorell Campos, la idea utópica original, la de Tomás Moro de 1516 o la Nueva Atlántida de Francis Bacon de 1627, no tienen cabida hoy en día. Los modelos filosóficos (y novelísticos, por qué no) en absoluto valen para la peculiar civilización postmoderna. La postmodernidad se caracteriza por un mercado financiero global y una “mundialización capitalista” en donde empresas y lobbies, órganos supranacionales y redes cibernéticas, han pasado a controlar (y lo que es peor) moldear nuestra realidad. Todo este caos ordenado que llega con la postmodernidad provoca:
“la sustitución de la temporalidad por la espacialidad, y de la profundidad por la superficialidad (…) la expansión de la cultura de la imagen y de las tecnologías de la comunicación, causas de la decrepitud de la idea de la realidad”.
Decrepitud de la idea de realidad, solo con el párrafo anterior ya podríamos estar hablando durante horas… Martorell Campos divide los capítulos de su ensayo en cuatro partes: La naturaleza, La historia, La sociedad y un capítulo final de conclusiones y reflexiones producto de todas las exposiciones anteriores. ¿Por qué atender a la naturaleza, la historia y la sociedad? Porque han sido los principales elementos que han operado en las utopías, en las distopías, y en la interpretación que de ellos tenemos actualmente depende, en su gran mayoría, el estado distópico en el que hoy nos movemos.
En lo referente a la naturaleza, Martorell Campos destaca la existencia de una utopía urbana y de otro rural, que suelen ser excluyentes. Además, la utopía urbana sería la que llama “utopía paradigmática de la modernidad”, que colisiona con la rural en términos de “dualismo campo-ciudad” o, en épocas más avanzadas, “dualismo naturaleza-artificio”.
El problema radica en el alejamiento que hemos experimentado de la naturaleza en un proceso en donde ha primado la tecnología. La utopía moderna se vale de algunos resortes de la naturaleza como fin para mejorar la realidad, así se convierte en distopía: aplicando, por ejemplo, darwinismo social, la eugenesia, y el intento de un “dominio totalitario de la naturaleza”.
Se provoca, de esta manera, lo que el autor denomina como el “cierre espacial”, en donde lo urbano (que representa todo lo bueno) está dentro, y lo malo (la naturaleza) permanece extramuros. De esta forma, nuestra interpretación postmoderna de la realidad, tan dada a anunciar el final de muchas cosas (el de la novela o el fin del autor, por ejemplo, en una bobada que no tiene parangón), se apresura a dictar el final de la naturaleza como después insistirá en el final de la historia.
Evidentemente, como se afirma en el libro, hemos mutado “del naturalismo al artificialismo” y, como dijo el teórico literario estadounidense Fredic Jameson, cuyas palabras se reproducen en el texto:
“La postmodernidad es lo que queda cuando el proceso de modernización ha concluido y la naturaleza se ha ido ara siempre”.
Se trata de una mutación de la era del Antropoceno, cuya destrucción también encontré en una lectura reciente, Homo Tenuis (ediciones El transbordador), de Francisco Jota-Pérez, una aproximación a la civilización del futuro a través de un análisis del fenómeno hipersticioso de la figura de Slenderman. Esta figura, El Hombre Delgado, es producto del llamado Realismo Capitalista, y desde ella el autor concluye que tras la fase del Antropoceno estamos viviendo en el Capitoloceno que, a causa del ingente desarrollo de inteligencias artificiales, degenerará en el Cthulhuceno. Puedes leer en el siguiente enlace la crítica que realicé del libro aquí, en Achtung!:
El sistema es tan perverso que, con una reivindicación de la naturaleza, y más tarde de la historia, lo que conseguirá es su mutación en un producto, en un sucedáneo. La naturaleza actual y postmoderna se encuentra desnaturalizada. Como asegura Martorell Campos:
“… la ecología, la homeopatía, el turismo rural, la energía limpia, el determinismo genético, la comida orgánica, los derechos de los animales, la crianza natural, el anarco-primitivismo, Unabomber, el orientalismo, las distopías juveniles, la teoría Gaia, el movimiento antivacunas y la película Avatar. La palma se la lleva la moda de ingerir leche cruda, sin pasteurizar”.
Todas estas reivindicaciones no son sino la reacción nostálgica de una naturaleza que se ha perdido. Para Martorell Campos:
“este naturalismo postmoderno incrementa la desnaturalización a la que combate (…) despunta la conversión de la naturaleza en destino turístico, producto de consumo y espectáculo de feria para las masas. Masas sedientas (¡a buena hora!) de naturaleza virgen en la que aplacar el estrés urbanita”.
Esta reflexión me lleva a reafirmarme en el hombre da asco, todo lo convierte en objeto de consumo y espectáculo que rentabilizar: desde Auschwitz inmerso como un parque de atracciones del mal dentro de las rutas del turoperador, pasando por safaris nigerianos o destinos de riesgo. Martorell Camposvuelve a poner en dedo en la llaga —como tantas veces en este ensayo, y eso es lo que espeluzna—:
“Los lugares a los que les lleva la nostalgia de naturaleza son, para qué decirlo, de cartón-piedra, nada naturales, hechos por y para el hombre”.
No solo vivimos en una distopía, idea que extraigo de la lectura de Martorell Campos, no es que él afirme esto taxativamente, sino que la distopía que nos carcome es, además, de cartón-piedra.
Y claro, el cuerpo humano también forma parte de esta naturaleza perdida, y el delirio postmoderno, la utopía postmoderna, también necesita deshumanizarlo, y lo hace mediante el transhumanismo, forma de mejora cibernética no solo en el aspecto físico inmediato, sino tratando de burlar a la muerte.
La mejora del propio cuerpo mediante los avances médicos (la utopía médica) intenta una evolución artificial, no natural, como señala Martorell. El humano será transhumano y después, aplicando infinitas mejoras, una especie de dios: es decir, en palabras de Francisco Jota-Pérez en su Homo Tenuis, habrá alcanzado el Cthulhuceno.
Este transhumanismo, en origen es la clave de la crisis de las humanidades, paso previo a la destrucción del hombre como utopía, una idea que vengo manejando después de haber leído y releído una y otra vez la obra del escritor Michel Houellebecq (cuya novela más claramente distópica en lo argumental, La posibilidad de una isla, aparece mencionada en el texto de Martorell Campos). El autor de Soñar de otro modo da en la diana cuando afirma:
“se ha vuelto cristalino que es la tecnología y no las humanidades (de ahí su crisis actual), quien persigue y asuma los sueños del humanismo fundacional: que la humanidad domine el destino y consiga la autodeterminación”.
Por eso, porque el humanismo se ha quebrado, hemos entrado en la distopía. Esta es la tesis que se desprende de las novelas de Houellebecq y que mantengo. El autor francés entiende al hombre como algo que en su momento fue utópico y que ahora es una distopía.
Houellebecq, ese gran distópico. |
En las novelas de Houellebecq la distopía somos nosotros, un hermoso proyecto humanista que se esfumó tras Auschwitz, y que ha devenido en distopía. Desde su primer libro, Ampliación del campo de batalla, pasando por Plataforma, La posibilidad de una isla y, por supuesto, Sumisión y su última novela, Serotonina —todo ellos en Alfaguara—, se confirma esta tesis como una realidad: el sueño que era el hombre ahora es una pesadilla. Lo que pudo ser ya ni es ni lo será.
Os dejo una crítica que realicé de Serotonina para Achtung!, en donde argumento esta teoría con la que interpreto la obra de Michel Houellebecq:
El intento de ir contra la naturaleza, es decir, contra la muerte, retomando el excelente libro de Martorell Campos, la llamada medicina de reconstrucción o utópica, se alimenta de:
“la despolitización de la utopía en general y de la tecnoutopía en particular, manifestada en la obstinación por separar la reforma biológica de la reforma social”.
Si la utopía debía centrarse en lo social, recordemos ese buen gobierno, ahora, alentada por el concepto postmoderno más infame, el de la individualidad, ha ido desplazando las aspiraciones de mejora social por las de mejora individual. Y aquí es donde ha triunfado el sistema, porque deriva su atención colectiva hacia la del individuo, y de esa forma sale indemne.
Este trabajo de egoísmo postmoderno —por cierto, en Serotonina tenemos una muestra descarnada, además contrapuesta al fenecimiento de la utopía de la naturaleza— se une a la idea del final de la historia. En el presente postmoderno solo nos vale ya eso, el ahora, y nuestra distopía existencial se nutre del:
“antipasadismo y del presentismo explícitos y del antifuturismo sutil”.
Como ocurría con la naturaleza, aunque creamos que avanzamos hacia el futuro, solo es una sensación, pero continuamos enfangados en el mismo presente. Y esta sensación la consigue el sistema proporcionándonos engaños tecnológicos que parecen avances monumentales, pero que encierran su obsolescencia programada (nada está hecho para durar, salvo el Estado mismo), para después ofrecernos nuevos productos y hacernos creer aquello que ya cantaba Don Hilarión, el boticario de la zarzuela de La verbena de la Paloma, en 1894: “Hoy las ciencias avanzan que es una barbaridad”. Reproduciendo unas palabras del filósofo surcoreano Byung-Chul Han y que aparecen en el libro de Martorell Campos:
“el futuro se acorta convirtiéndose en un presente prolongado”.
Quizás, y esto me parece lo más terrible, siguiendo las tesis del sociólogo estadounidense Christopher Lash, desarrolladas en su libro La cultura del narcisismo (editorial Andrés Bello) podemos concluir que:
“el presentismo nace del apogeo del narcisismo (…) El narcisista se halla falto del sentido del tiempo histórico y detesta de la posteridad. Replegado en sí mismo y preocupado solamente por asuntos personales se obstina en disfrutar del ahora”.
Tal vez se explique así, desde este maldito narcisismo postmoderno, el auge de las redes sociales (otro engaño, dado que creemos que vivimos seguros y protegidos y somos más transparentes que nunca) y comportamientos absurdos de celebridades egocéntricas que dan un aviso, o un tweet, o un estado o una foto en Instagram, para avisar de que se disponen a comer, les duele la cabeza o han ido al baño. Y reciben miles de likes porque, otra de las características de nuestra distopía, es el voyerismo, del que también habla Martorell Campos en el libro.
Don Hilarión y Byung-Chul Han, cada uno filósofo a su manera:
Estamos en el llamado patrimonio del yo, en donde el Estado no integra a los ciudadanos, los individualiza más y más, y con ello se hace más fuerte. Es algo paradigmático, debemos llevar, cada uno, nuestra propia cruz, nuestros problemas son solo nuestros y a nosotros nos tiene que ocupar el resolverlos. Me siento especialmente identificado con este párrafo, que me sirve de casi colofón a mi análisis del libro de Martorell Campos:
“la divinización neoliberal del individuo autosuficiente consigna el deber de responsabilizarse en solitario de las consecuencias de sus propios actos (…) El parado y el trabajador en precario perciben su drama en términos de fracaso personal, y se recriminan no haberse esforzado o preparado lo conveniente, o no haber elegido lo correcto cuando tocaba (…) Abatidos por la merma de estatus social y persuadidos de que deben pelearse con sus penurias sin el auxilio de nadie (no vaya a ser que les acusen de quejicas o fracasados), se someten a un desgaste durísimo. Su conducta crece sobre los prejuicios del entorno tendente a imputarles los pecados de vagancia e ineptitud, de no buscar empleo y vivir de los subsidios. Como de costumbre, el orden imperante sale indemne de la reprobación”.
Yo, como parado de larga duración, como diría Robert Walser por boca de su personaje Jakob von Gunten, “un orondo cero a la izquierda”, siento estas palabras de Martorell susurradas en mis oídos, solo pronunciadas para mí.
Cuando un libro parece escrito para uno, se puede decir que ha dado en el clavo. Ese es el estigma de la buena literatura, y este ensayo publicado por La Caja Books nos trae a un Francisco Martorell Camposdirecto, claro, que nos habla con todo el peso de unas palabras que inquietan, pero que también invitan a reflexionar, función última de todo ensayo que se precie de serlo. Y este lo es.
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