ASOMBROSA DENSIDAD
De Hugo Claus podemos aportar, de inmediato, un par de datos que para muchos resultaran, seguramente, notables: tuvo una relación amorosa con Sylvia Kristel, la actriz de Emmanuel, y a causa de los estragos que el mal del Alzheimer hizo en el escritor, Claus pidió y consiguió que se le aplicara la eutanasia, tras un gran revuelo con mediación de ministros incluida. Valgan estos datos sorprendentes como una manera de introducir al escritor flamenco, más que nada producto del asombro que me ha producido la lectura de su obra, un aturdimiento del cual intento salir de alguna manera para afrontar la presente entrada.
En efecto, El
asombro deja asombrado, perplejo, pasmado. Es una novela densa, compleja,
extraordinariamente exigente con el lector, que va goteando su trama con una
arquitectura laberíntica, en donde muchas cosas se insinúan, otras se dejan
caer como por casualidad o desgana, para ser retomadas muchas páginas después e
ir encajando como por milagro, tomando forma así todo el complejo narrativo que
encierra una historia que es reflexión sobre el mal, tiene mucho de evocación
de fantasmas personales y un deseo de catarsis: el espíritu de un oficial nazi
llamado Crabbe –no como entidad ectoplasmática sino como recuerdo-, que cala
hondo hasta apoderarse en una especie de inquietante duermevela en un profesor
de literatura.
En Flandes, en
Bélgica, ha germinado la herida del mal, como lo hizo en esa Europa dañada por
la Segunda Guerra Mundial, una guerra más que nunca de nacionalismos
encontrados, de reivindicaciones populistas y de limpiezas étnicas. Un grupo de
nazis belgas se reúnen para celebrar al caído, al desaparecido Crabbe,
admirarlo, y con la remembranza traerlo de nuevo presente en la memoria. Porque
la mención, el recuerdo de los nombres de las víctimas del genocidio como una
manera de que no se olviden, de que cobren de nuevo presencia, también funciona
a la inversa, con los ejecutores, con el verdugo. El constante recuerdo de Crabbe
por sus seguidores lo hace más presente y, con ello, se invoca al mal.
Los datos que
ofrece Klaus despistan al lector, muchas veces no se sabe desde donde, ni
cuando, incluso ni siquiera quién está narrando en una mezcla de tiempos y de
voces, de personas y acciones que se alternan, no ya dentro de una misma página
o un mismo párrafo, sino incluso en una sola frase. De ahí, el asombro que
produce esta novela en el lector, que asiste a un entramado, a una trama
textual y narrativa incompleta que se va confeccionando ante sus ojos, una
trama cuyos datos va reuniendo, reclutando pequeñas pruebas, afirmaciones de
aquí y de allí, para componer, una vez completada la lectura, su propia
historia.
Además de lo
prodigioso del libro, la edición de Anagrama encierra un regalo oculto en forma
de epílogo y que culmina la experiencia literaria. Esta guinda aclara muchos
aspectos que Claus ha dejado como incógnitas o que tan sólo atisbó como ciertas
insinuaciones, y ofrece claves a las numerosas interrogantes que laten en El
asombro, referencias culturales y jeroglíficos, gracias a la lucidez de
Jean Weisgerber, que en su Nota final despliega todo un tratado de
Teoría de Literatura en una breves páginas, abarcando desde la Teoría de la recepción
hasta la deconstrucción de la novela posmoderna, pasando por el culturalismo y
la actuación del lector, su implicación en el texto.
El epílogo de Weisgerber aporta luz sobre
muchos aspectos de El asombro, que
nos llevan a concluir que la novela es una especie de novela en clave, aunque es mucho más que eso, desde luego. La trama
imbricada con la Comedia de Dante, o
con la fortaleza persa de Alamut, son de los pocos aspectos ocultos que no se
me habían pasado, pero esas relaciones que Claus entabla con políticos
borgoñones, teólogos del siglo XV, con Isabel de Turingia, Juana de Arco, Santa
Teresa y San Juan de la Cruz, los numerosos guiños al santoral, el trasfondo de
La rama dorada de Frazer, o la
reescritura de mitos clásicos como el de Proserpina o Adonis, no resultan tan
obvios ni son sencillos de localizar. Es más, la novela pasa así, de parecer
una novela en clave hasta alcanzar su
verdadera realidad literaria: El asombro es
una alegoría. Y por ello resulta tan asombrosa.
Claus ha contenido en su arquitectura
textual, en este tapiz denso de un terciopelo narrativo que debe leerse a contrapelo
(con esa extraña sensación de dentera que al acariciar así la tela se produce
en el lector), estructuras de Joyce y Faulkner, referencias internas a Dante y
Queneau, provocando una continuada incomodidad en el lector que se convertirá
en una sensación placentera cuando, cerrado el volumen y acabada la lectura,
descubra, con asombro desde luego, muchísimo asombro, la magnitud de lo que ha
leído.
Un texto que debe armarse a manos del lector con una historia tan desconcertante como sorprendente. Un texto rotundo y definitivo, magnífico. Y todo un descubrimiento que le debo al profesor Ángel García Galiano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario