De la semana que pasé, a primeros de agosto, en el curso de El Escorial sobre Miguel Delibes, me ha quedado en el tintero una última reflexión relacionada con su obra Los santos inocentes, la que podría denominarse como novela experimental, las adaptaciones cinematográficas y lo que califico como el falso imaginario.
Vaya por delante que Los santos inocentes no me parece una buena novela de Delibes: realmente me parece deficiente. El autor, antes, se ha movido en la experimentalidad literaria con Parábola del náufrago, un intento aceptable, y en la novela que me ocupa, de forma absolutamente fallida. En este terreno, volviendo a esa rivalidad Delibes-Cela a la que ya dediqué una parte de mi entrada sobre Mazurca para dos muertos, el escritor gallego se lleva el duelo: si bien tiene auténticos fiascos en la experimentalidad (el San Camilo y el, aunque simpático y por momentos hasta hilarante, Oficio de Tinieblas 5), es en la propia Mazurca y en la monumental Cristo versus Arizona en donde fabrica la gran novela experimental que, me parece, le hubiera gustado a Delibes conseguir con Los santos inocentes.
Los santos inocentes ni es una novela, ni un relato corto, ni una nouvelle… la verdad que no es nada de nada: repleta de inconexiones, lastrada por una estructura desestructurada, una deslabazón que se alimenta de personajes planos y con un cierto y extraño (extraño por lo impropio de Delibes) apresuramiento que planea por toda ella. Es un texto vacío, con una sobriedad tan extrema que no me parece ya un recurso de autor sino más bien desgana, y que al intentar ceñirse el corsé de la experimentalidad se está vistiendo las galas de la más austera mortaja.
EL FIASCO DEL FALSO IMAGINARIO
Muchos de los que lean esta crítica, o reseña, o mi opinión más vulgar e indocumentada, o como quiera llamarse, se llevaran las manos a la cabeza repletos de indignación. No se trata de eso, de indignarse, se trata de no ser mentirosos. El lector español es muy mentiroso. Porque, de verdad, ¿cuántos defensores a capa y espada de Los santos inocentes se leyeron la novela antes de ver la película? Incluso: ¿cuántos lo han intentado después? Es imposible hacerlo. Mario Camus, en estado de gracia (él y todos los que aparecen en ella) destruye la novela de Delibes con su magnífica y mucho más sobresaliente adaptación: infinitamente más que el original. Desde ese instante, desde la proyección con que la película ensombrece el texto de Delibes, Los santos inocentes desaparece, pierde su aura de novela, lo pierde todo porque, y es aquí donde se ven sus carencias, era un texto demasiado endeble recompensado con una adaptación cinematográfica magistral que termina por anularlo.
El Azarías será por siempre Paco Rabal, y Alfredo Landa se nos aparecerá cada vez que leamos el nombre de Paco el Bajo. Es imposible extirparlos de la memoria colectiva, del falso imaginario que el cineasta ha creado en nosotros. Los que leímos la novela y después vimos la película no podíamos creer lo que estábamos viendo: ¿en dónde se retrata así a estos personajes? ¿Acaso La Niña Chica no abandona la palidez del texto para convertirse en un personaje perturbador? Y no entro ya con el asunto de la milana…
Circunstancias como estas son las que me han llevado a un sordo aborrecimiento por el cine. Adaptaciones extraordinarias de otras novelas, como El Pascual Duarte o La Colmena e, incluso, la serie televisiva de La Regenta, y, por cierto, de otra novela de Delibes, Las ratas -que en absoluto interfiere en el texto porque el texto es magnífico y con una autonomía propia que rezuma por los cuatro costados-, adaptaciones todas ellas que en absoluto han creado ese falso imaginario, esa plantilla que ahora se superpone sobre la obra literaria para suplirla por completo. Tal es el daño, que se puede afirmar que resulta imposible leerse la novela tras haber visto la película: hemos ganado una gran obra cinematográfica, pero hemos perdido para siempre el texto, por otro lado nada afortunado, de Miguel Delibes. Gracias al filme, la novela se manda como lectura en la ESO, de otra forma el texto jamás habría entrado en la enseñanza, y los alumnos encantados: ven la película y tan contentos, ya se creen que han leído a Delibes, un discurso que, por lo experimental, es necesario ver, contemplar su construcción de frases y de líneas cortadas, su extraño traje antinovelístico y que, aún sin ser gran cosa, con una visita al vetusto videoclub, se extravía para siempre.
Muchos adoradores de este libro sostienen que es una de las obras maestras de nuestra literatura. Cabría preguntarse, no ya si lo han leído, si le han podido dar un somero vistazo. El texto hace aguas por todas partes, y ni la muerte del señorito, ni la escena de la milana, ni el Azarías, ni otros pasajes y personajes cargados de emotividad, aparecen ni de lejos con esa sensibilidad desbordada en el texto helado. Camus ha sido más delibesco que el propio Delibes y ha corregido y aumentado su universo literario. Pero ellos lo quieren creer así, por culpa de ese falso imaginario cinematográfico que, como un nuevo mal de nuestro siglo, recrea lugares y situaciones en nuestra cabeza con tal realidad, al habernos sometido a un bombardeo por saturación, que somos capaces de admitir, de creer, que las cosas eran así como si hubiéramos estado allí. Un ejemplo palmario, del que ya me he ocupado en mi entrada sobre Irène Némirovsky, es el caso de la idea hollywoodiense de Auschwitz. En esa línea, sobre la que ya he escrito, se encuentra el problema de la película y la novela de Delibes: sin necesidad de haberla leído podemos opinar de ella gracias a la enorme potencia de su adaptación a la pantalla, cuando más de uno se llevará una sorpresa al acudir al texto (incluso, a lo mejor, por vez primera tras leer mis disparates) y comprobar que no es una novela a la vieja usanza, o lo que normalmente se entiende por una novela, que es un experimento fallido y que puede que, en algún foro, cuando la defendía ardientemente, habrá rozado el ridículo (en el caso de que alguien hubiera leído el texto, algo que dudo seriamente). Porque el lector de Delibes tiene, de una vez por todas, que abandonar la defensa de la película de Los santos inocentes creyendo que defiende a Delibes, porque es una afortunada película de un señor llamado Mario Camus, que nada tiene que ver con el novelista. El novelista, en ese trabajo, patinó.
Pálido intento experimental que se queda en nada, ejercicio de riesgo de un novelista sobrio que ya había escrito Parábola del naufrago con azote de la crítica; valiente por tanto, pero se trata de un esfuerzo estéril, machacado, además, por la mala suerte de un cineasta en estado de gracia que perpetró el mayor robo de un imaginario literario, de todo un universo de ficción, en la historia de nuestra novela.
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