METAPACHECO
Uno de los
temas fundamentales de Pacheco es el paso del tiempo y ese misterio que existe
en lo irrecuperable de lo ya vivido, sin embargo, lo que a mí más me ha llamado
la atención dentro de esta poética, es el marcado elemento metatextual,
presente a lo largo de una gran mayoría de poemas. Pacheco entabla, así, un
diálogo con multitud de obras que aparecen, muchas veces, como versos
integrados en sus propios poemas.
Además de la
imponente presencia de Li Po, poeta preferido de Bukowski y que conozco,
precisamente, por sus apariciones en los poemarios del norteamericano, en
Pacheco hay un poderoso rastro de clásicos como Garcilaso, Quevedo, Manrique, y
de otros más actuales como Darío, Cardenal y Pessoa, junto a otros escritores
tan dispares como Joyce, Ortega o Goethe. Dentro de la intención metatextual y
metaliteraria destacaría un doble aspecto: la referencia a Pessoa y la continua
obsesión por abordar, preguntarse, y tal vez, ¿descubrir?, la función de la
poesía. La relación con el portugués aparece en ese sabroso guiño al juego de
heterónimos que empleaba Pessoa y en los que Pacheco también opta por
reencarnarse: Julián Hernández será uno y Fernando Tejada, el otro, de quienes
elabora incluso unas interesantes biografías al estilo de ejercicios de
erudición fantástica borgiana, no exentos de trampantojos: se dice que Tejada
es continuador, en cierto modo, de la obra de Hernández, y se asegura que de
Hernández nos ha quedado un retrato realizado por Torres Campalans, esa enorme
impostura literaria producto de Max Aub, al cual, por cierto, también menciona.
Así, serán los
poemas escritos bajo ambos heterónimos los que muestran con mayor decisión el
juego metaficcional de Pacheco, en los que se vierten las preocupaciones más
acuciantes sobre esa función poética, alcanzándose conclusiones muy útiles para
la comprensión de Pacheco: la poesía envejece, es un ser vivo que acusa el paso
del tiempo y que funciona como recuerdo. Todo, en la literatura, en la poesía,
es susceptible de ser falso, son “Falsos Testimonios” que levanta el poeta, la
voz del poeta, el yo lírico, el narrador...
Un conjunto de
mentiras que son tales porque se cimientan en la inexactitud de los recuerdos,
y los recuerdos están enfermos del paso del tiempo. La poesía es un ejercicio
complicado: “la poesía tiene una sola
realidad: el sufrimiento”, nos dice Pacheco en “Dichterliebe”, y es “una enfermedad de la conciencia”. El
poeta, aquejado de este mal sin remedio, es como un paciente Job (en “Job
18,2”) que con sus poemas, que pule y repule, busca “hacer que brote el agua en el desierto”, pero hay una certeza
inquebrantable, el pasado es completamente irrecuperable (“Those where the
days”) aunque se recurra a heterónimos, epigramas, escolios o retruécanos.
En ese proceso
de diálogo con la literatura y las obras, quizás el intento más acertado para
poder recuperar ese pasado irrecuperable, Pacheco se llega a preguntar, no
exento de humor, si las “asociaciones
metafóricas” que se crean en la mente del poeta ante determinados estímulos
(la orilla del mar) no son nada más que “falaces
citas literarias” (en “La experiencia vivida”). Y si esto fuera así, aunque
se empobreciera nuestra poesía, sería la demostración de que se transporta en
el interior un bagaje de siglos y, me pregunto, si acaso, ¿eso no sería una
forma de recuperar el tiempo mediante el recuerdo automático de asociaciones
líricas que ya hicieron otros poetas en otros momentos?
“La poesía es la sombra de la memoria/pero
será materia del olvido”… demoledora sentencia, pero no todo está perdido,
porque los tres versos finales del libro advierten de eternidad:
“y seguiremos/en la carne y la sangre/de los
que lleguen”.
Y cabe
preguntarse: ¿a través o gracias a los poemas, a la poesía, a los versos?
Metaliterario y metapacheco cargado de intertextualidad, de guiños a
sabrosas lecturas con retrogustos de salsa literaria porque estos
poemas son como un bacalao, como un guiso de bacalao, que descubren otros
sabores a poemas debajo de cada textura, de cada heterónimo pessoiano.
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