FELICIDAD OBLIGATORIA EN CLAVE DE K
La Rumania de Norman Manea era terrible y tenebrosa: el comunismo empezó con una política de violencia bruta y se fue desinflando hasta los años de miseria, el sistema entró en una auténtica bancarrota. La Securitate empezó ya su adiestramiento en el año 1944, cuando la URSS, cerca de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, reclutó policías de entre los prisioneros de guerra rumanos que habían luchado, por cierto, del lado del Eje, y que habían sucumbido por miles y sido apresados por las tropas de Stalin. Finalmente creada en 1948, la Securitate se cimentó con agentes soviéticos que hicieron las veces de generales rumanos. Por supuesto, entre las filas de la nueva policía no faltaron miembros de la fascista Guardia de Hierro del mariscal Antonescu, exiliados en Austria. Dado que el país carecía de una clase media propiamente dicha, escritores e intelectuales de cualquier tipo representaban una muy seria amenaza para el gobierno, que se empleó a fondo a combatirlos utilizando micrófonos, escuchas, delatores y chivatazos, cuando no se usaba la desacreditación pública cimentada en la mentira y en la infamia, calificando al intelectual represaliado de traficante, drogadicto, homosexual o violador. El jefe de la Securitate, Ion Pacepa, confesó que “controlar los pensamientos de la totalidad de la población rumana se convirtió en el principal objetivo de Ceauşescu en política nacional”. En estas circunstancias tan hostiles, Manea ha desarrollado su creación literaria.
Tras la caída del comunismo, el retorno a sus países de origen de los exiliados políticos dará lugar a multitud de libros que, de una u otra manera, acaban por denunciar al régimen totalitario que originalmente los expulsó. Este es el caso de Manea, que escribe desde su exilio en Nueva York, hasta su regreso a Bucarest, la visión de la Rumania de Ceauşescu, un lugar en el cual la felicidad era obligatoria en medio de la penuria a la que el régimen sometía a los ciudadanos. Si entendemos que uno de los caballos de batalla de la narrativa, del narrador posmoderno, es la cuestión de la identidad, de la recuperación de la memoria manchada de elementos biográficos, entonces nos encontramos ante un narrador que ha elegido una clara construcción posmoderna para llevar a cabo su denuncia. Otros dos elementos articulan el texto: la fragmentación y el discurso en primera persona. La voz en primera persona viaja adelante y atrás en un tiempo fragmentado para recorrer los momentos claves del régimen que desembocan en el exilio. Fragmentación, capítulos que alternan presente, pasado y futuro, se suceden para presentarnos un cuadro caótico pero repleto de sentido: la herida que la dictadura de Ceauşescu abre en las carnes de la memoria de Manea, que no consigue superar ni siquiera con la escritura del libro que es, como para tantos autores, la exorcización de sus fantasmas.
Manea obtiene cierto distanciamiento y logra que su narración sea moralmente soportable, o que al menos se mueva en los límites de lo humanamente soportable, convirtiéndola, así, en una autoficción donde ciertos elementos que nos presenta no son del todo reales, son recursos ficcionales que permiten realzar el entramado de las partes del libro entre sí y arrojan una sombra de asombro y duda sobre algunas confesiones que automáticamente las revitaliza. Discurso y memoria, lengua y tiranía, van unidas de la mano. Para Manea, la lengua es un elemento de identidad usurpado por el dictador y el sistema que lo ampara, hasta sentirse extraño de su propio lenguaje (de ahí también esa escritura fragmentaria, como balbuceos en un intento de recuperar parte de la identidad léxica). Los comunistas han convertido el lenguaje en una lengua de madera, en una abominación repetitiva repleta de fórmulas sin contenido que tan sólo valía para transmitir con éxito la doctrina ideológica.
También el tiempo, o la concepción particular del mismo, le ha sido arrebatado: tras su huida de Rumania, por Berlín, se inicia una nueva era para el escritor, que debe adaptarse a lo que desde ese momento denomina como nuevo calendario. Experimenta un nuevo nacimiento en lo que llama el Otro Mundo o Mundo del Más Allá, alterando él también, como ya lo hizo el lenguaje totalitario, la codificación, buscando elipsis y nombres diferentes y alejados para denominar y definir realidades desagradables o dolorosas, como si los asesinatos y la tiranía (tal y como creían los administradores del Estado totalitario) fueran menos dañinos, sangrientos o mortíferos por el mero hecho de calificarlos de una forma subrepticia y emboscada: mentirosa, en toda la perversión del lenguaje. En esta línea, el propio Manea se denomina como Augusto el Tonto, a Ceauşescu, el Payaso de los Cárpatos, y a su mujer, la camarada Mortu; aplicando esta denominación intenta desvestir de autoridad y crueldad, de minimizar a los criminales que lo convirtieron en un húligan, es decir en un desarraigado, convirtiéndose gran parte del discurso del autor en un discurso codificado, repleto de segundas intenciones y de giros en jerga que, precisamente, por no llamar a las cosas por su nombre, todavía las dota de mayor importancia y las viste con una dimensión trágica.
Bien pronto aparecerá una de las obsesiones de Manea, presente en todo el libro: James Joyce como remedio, como paliativo. Primero, el irlandés como recurso, porque el multiperspectivismo que a veces presenta el libro es otra forma de encararse con la dictadura y derrotarla, un multiperspectivismo curioso y polifónico, porque desde la primera persona, desde el yo narrador, se integran puntos de vista y opiniones embarulladas de otros actantes: escritores, familiares, perdedores, sobre todo perdedores. Segundo, el Ulises, no sólo la novela de Joyce, también el personaje mítico, el ejemplo del retorno, del regreso años después, de que eso es posible.
La continua proyección del mundo estalinista y dictatorial en el día a día neoyorquino lleva a Manea a alterar algunas realidades para que le sean más llevaderas, poniendo distancia entre su realidad y la Rumania del exilio, a la que, según esa perversión y desarraigo del lenguaje, llama como Jormania y que le permite referirse a ese territorio y reflexionar sobre el lugar tomando la distancia que le proporciona la ficción. Ese término de Jormania no es propiedad de Manea, sino del profesor Ion Culianu, y de esa manera le rinde una especie de homenaje. Culianu bautizó como Jormania a una dictadura imaginaria en un relato suyo titulado La intervención de los zorabi en Jormania, en el que se narraba, en clave de ciencia ficción político-filosófica, al estilo del Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (1941) de Borges, la caída del régimen de Ceauşescu.
Dentro de esta vuelta de tuerca lingüística se enmarca un término clave en la novela, la palabra húligan. El término, con el que se identifica el autor, lo extrae de un ensayo del escritor rumano Mihail Sebastian, que se define como tal, como un marginal, un no-alineado, excluido, un ser sin apego a nada, siempre un disidente. Manea se siente así desde su exilio, por encima de la marginalidad y de la inadaptación, ubicado en algo mucho peor: asentado en la exclusión, fuera de todo, es decir, en el mayor de los huliganismos, ajeno a todo, completamente al margen de lo social. Solamente los muertos le reivindican, únicamente ellos, los que dejó en Rumania y ya fallecieron, lo reclaman, lo mantienen unido a aquella tierra. El término húligan tiene en rumano un significado mucho más abierto que en su adopción del inglés en la lengua española. Así, en español denomina a un hincha británico de comportamiento violento y agresivo, pero en rumano no sólo define al vándalo o al gamberro, sino también al marginado social ya que, en Rumania y durante el comunismo, se utilizó para designar a aquellos que estaban frontalmente alineados en contra del régimen, es decir, los antisistema, los elementos subversivos, alejado pues de la denominación original: el apellido de una familia irlandesa del sureste de Londres, célebre por su vandalismo. Cabe destacar, también, que una novela de Mircea Eliade, traducida al español como Los jóvenes bárbaros, llevaba como título original Huliganii. Por tanto, el húligan para Manea, como se siente Manea, es un ser al margen del sistema, fuera del mismo, en contra del mismo, con un detalle aún más, si cabe, alarmante: apartado del sistema por el propio sistema. Además, Manea argumenta, al estilo de un Tristam Shandy rumano, que el momento de su concepción tiene mucho de paradójico, ya que sus padres mantuvieron la relación sexual en una librería de la Bucovina junto a los ejemplares recién publicados de la novela de Eliade, la ya mencionada Huliganii, y el libro de Sebastian, Cómo me hice húligan, con lo que su concepción parece señalada de una forma sterniana. Y todo su devenir posterior vendrá marcado por este destino, como formando parte de un mecanismo, del engranaje triturador.
El decurso del libro no desemboca en un clímax con el regreso del autor a la patria. Esa parte es casi la menos interesante e intensa, ya que lo que verdaderamente le importa al escritor es mostrarnos el proceso que lo llevará a superarse y a decidirse a volver: un proceso de autoanálisis, de recuerdo, de un intento de recuperar la identidad y una conclusión de que la ha extraviado por completo en el exilio. Eso es lo verdaderamente importante, ese proceso que se nos describe. El final es como una separata con tintes de diario: el deambular del autor/personaje/protagonista, Ulises/Odiseo/Josef K, Joyce/Kafka/Proust, también Mihail Sebastian/Emil Cioran/Mark Twain, en el que se ha convertido este Jacques Austerlitz rumano. Norman Manea concluye que, ahora, pertenece a la confusión, que “marcharme no me liberó y el regreso no me ha hecho regresar. Vivo a disgusto mi propia biografía”. Es la parodia del regreso ante la que sólo puede oponer una rápida huida, un retorno a esa Nueva York que aparecía al principio del libro. Esa Nueva York de almuerzos con otros escritores en el Barney Greengrass situado entre la Calle 86 y la 87, donde, quizás, no se sienta tan extraño aún hablando en inglés.
Y en el colofón a la reflexión, a la autoficción paródica con la que muere el libro, Manea, poseído por una extraña obsesión, ha ido tomando notas de su regreso a Rumania en una libreta, quizás en un intento de recuperar una parte de lo extraviado, de recuperarlo y llevárselo de vuelta a Nueva York, consigo. Una vez en casa descubre, con pavor, que se ha dejado la agenda olvidada en el avión. El pedazo que anhelaba apresar, con el cual alimentar el recuerdo y combatir el extrañamiento, se ha volatilizado en ese extraño e inquietante limbo que es el tránsito de los aviones, los objetos perdidos de los aeropuertos, las casas de nadie, unas casas intangibles, sin cimientos, en las que uno nunca puede sentirse a gusto, como es la casa de Norman Manea; al final lo admite, su casa: la que se encuentra en el Upper West Side, Manhattan. Nueva York, ha retorcido su universo hasta concluir que se encuentra en donde estaba ubicado ya en la primera página de la novela.
Podría concluirse que este regreso del húligan es una crónica de cómo fue impuesto algo tan triste y decolorado como la Felicidad Obligatoria en clave de K, no sólo en un país, con un sistema, sino por obligación, implantada burdamente en los corazones de sus ciudadanos: en donde jamás prendió ni el menor esqueje.
Un texto dolorido, cargado de todo el dolor del recuerdo, del exilio y de la brutalidad del totalitarismo. Un texto manchado de sangre, pero también pringado de buena literatura, con una mano firme a la hora de narrar, pero estremecido, porque la novela de Manea se trata de eso: de estremecimiento.
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