LA CONGELACIÓN DE LA MODERNIDAD
Cabe preguntarse si existe vida literaria, talento, algún signo de escritura, en las obras anteriores o posteriores de un autor eclipsado por un éxito mayúsculo. Esta pregunta ya me la formulé con Chuck Palahniuk tras su exitosa Club de lucha –y afortunadamente la respuesta fue afirmativa–. Me atrevo a decir que el resto de sus novelas son mucho más sobresalientes que el debut que lo encumbró. Siguiendo con algunos de los representantes de la llamada Generation X, me he planteado la misma duda con otro de sus grandes autores, Bret Easton Ellis: ¿cabía esperar algo decente antes o después de la abrumadoramente exitosa American Psycho? El problema era mío, desde luego, causa de mi ignorancia supina: aunque, obviamente, las andanzas del asesino en serie Bateman lo habían encumbrado mundialmente, ya su primera novela, Menos que cero, había sido un triunfo literario en los Estados Unidos.
Y
motivos para ello, para ser un texto magnífico, no le faltan, hasta el punto
que deja a la exitosa American Psycho como
una obrita menor que sólo cobra sentido si se lee en paralelo, o buscándole
interpretación junto al Infierno de
la Divina Comedia de Dante, asunto al
que dedicaré otra entrada más adelante en esta misma bitácora. En efecto, el
estilo de Menos que cero ya presenta
a un escritor debutante que ha sabido encontrar una aterradora voz propia,
vestida con algunos recursos demoledores: la distancia, el automatismo, la
frialdad y la indiferencia en la narración de unos sucesos que se presentan
casi como planos o secuencias, como retales o retazos, como video clips fugaces
que golpean al lector una y otra vez, página tras página, en una concatenación
fulgurante de hastío, drogas, violencia, sexo y amargura sin sentido que
revuelven el estómago.
Clay, el protagonista, es un universitario que
ha regresado a casa por las vacaciones de navidad. El panorama que se encuentra
en Los Ángeles es demoledor. Todo lo que ocurre en su mundo sucede de una
manera automática, desprovista de sentido, de alma, de aura, de sensaciones, y
ocurre porque así tiene que ocurrir, sin más, en un remedo de relaciones
humanas que son como cáscaras o sucedáneos, desde las paterno y materno
filiales, pasando por las que se establecen entre hermanos, hasta las de
pareja. El sexo es mecánico, las drogas lo inundan todo, y el dinero es el
único imperativo que mueve las ideas de los personajes. En ese caldo de cultivo,
prolifera la prostitución de componente sádico, e incluso el consumo de
pornografía hardcore, llegando hasta
las snuff movies. El mundo de Clay es
un mundo de lujo que oculta tras sus gafas de sol un vertedero de depravación.
Un mundo que necesita de psiquiatras y cócteles para poder sobrellevarse, un
mundo de coches de lujo, de clubs de campo y putos para sostenerse, así como de canales de video clips y
pinchazos de heroína con los que sustituir la decepcionante realidad podrida
hasta las raíces.
Entre
la high class de Los Ángeles,
conformada por cineastas, artistas, modelos y miembros de una sofisticada jet-set alcoholizada, campan a sus
anchas los trapicheos de los camellos (muchos personajes tienen su propio dealer), los prostitutos del comercio del
sexo masculino, las agencias de acompañantes que son mucho más que eso, y los grupos de rock and roll con sus groupies como excusa de sexo, alcohol y
drogas conseguidas y consumidas a gran velocidad. A todo ello asiste Clay, como
el resto de los personajes de la novela, y por supuesto el propio lector, desde
el pasmo alucinado, con una visión gélida y congelada. Todos se mueven en un
compás robótico, como maniquíes, narrados desde una distancia automática que,
lejos de disminuir el dolor de la herida, aumenta el grado del daño. Un daño helado, desalmado, cruel, ilógico, inhumano y deshumanizado, insensible, un dolor de papelinas, de rayas de coca: de morgue.
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